Bugs se levantó en el instante mismo en que dije «camino». Todas sus buenas intenciones se habían ido al garete. Tenía los ojos como platos y enseñaba los dientes.
—¿Qué coño ha sido ese ruido? —siseó.
Todos lo miraron.
—¿Qué demonios ha sonado por ahí?
Antihigiénix rió, somnoliento.
—¿Oyes ruidos, Bugs?
—Un crujido… de ramas. Como si alguien se abriese paso…
Sal abandonó su postura de loto para ponerse de rodillas.
—¿Falta alguien? —preguntó, mirando en torno a sí las figuras despatarradas.
—Yo… quizá —farfulló Jesse—, porque no sé dónde estoy.
Bugs se alejó unos pasos de la negrura que rodeaba la enramada.
—Seguro que hay alguien ahí.
—Quizá sea Karl —sugirió no sé quién.
Varias cabezas se volvieron hacia mí.
—No es Karl.
—¿Jed?
—Jed está en la tienda hospital.
—Pues si no son Karl ni Jed…
—¡Un momento! —Cassie se puso en pie también—, ¡oigo algo!… ¡Allí!
Todos aguzamos el oído.
—No ocurre nada —dijo Jesse—, ¿por qué no os calmáis? Lo que pasa es que estamos colocados…
—¡Colocado lo estarás tú! —lo interrumpió Bugs—. Oídme todos. ¡Se acerca gente!
—¿Gente?
De pronto todos lo percibimos, y nos pusimos de pie. No cabía duda. Alguien se abría paso a través de las ramas en dirección a nosotros desde el camino que conducía a la cascada. —¡A correr!— gritó Sal, —¡todos a correr!
Demasiado tarde.
Una figura se materializó a cuatro metros de donde estábamos, recortada entre las llamas que rodeaban la enramada, flanqueada por otras figuras que aparecieron a continuación, todas armadas y apuntándonos. No estaban mojados, así que no se habían arrojado por la cascada. Quizá conocían una ruta secreta hasta la laguna, o habían usado cuerdas para descender por los acantilados, o tal vez habían venido por los aires, lo que, a juzgar por su modo de cernirse en las tinieblas, no parecía imposible.
Volví la mirada hacia mis compañeros. Aparte de Françoise y Étienne, era dudoso que nadie hubiera visto antes a los Vietcongs, y me interesaba observar sus reacciones. Estaban tan aterrorizados como se suponía debían estar. Moshe y uno de los que trabajaban en la huerta cayeron a tierra de rodillas, y luego los siguieron los demás, con expresión de espanto, las mandíbulas apretadas, los brazos pegados al pecho. Casi me dieron envidia. Para ser su primer encuentro con el enemigo, no podían haberlo hecho mejor.