Era un imbécil. Me estaba tomando el pelo a mí mismo. Apenas me hubo asaltado la idea de escapar, otra se coló de rondón en mi mente: la de que quizás ése fuese el modo en que todo iba a acabar. No con un ataque de los centinelas Vietcong de la plantación de marihuana y una evacuación de las víctimas aterradas del campamento, sino con una simple desmovilización de fuerzas. Al fin y al cabo, así habían acabado las cosas en Vietnam para un buen número de soldados estadounidenses; para la mayoría, en realidad. Las estadísticas estaban de mi lado y había jugado de acuerdo con las reglas de Mister Duck, de modo que saldría sano y salvo de aquel lío.
Parecía imposible equivocarse tanto, pero así me lo imaginaba, pletórico como estaba de apresurados planes e ideas y de ese jodido optimismo que es fruto de la desesperación.
No perdí tiempo en los aspectos prácticos de la huida. Habría sido más fácil si Karl no se hubiera llevado la barca, pero aún teníamos la balsa. Y si nos quedábamos sin ésta, nadaríamos. Estábamos en mejor forma que cuando llegamos a la isla, y no me cabía la menor duda de que podíamos hacerlo de nuevo. De modo que una vez resuelto el tema del transporte, sólo quedaba el de la comida y el agua. Para ésta teníamos cantimploras, y en cuanto al alimento, pescar era nuestra especialidad. Los aspectos prácticos, pues, no fueron sino consideraciones pasajeras. Tenía cosas mucho más serias en las que pensar; por ejemplo, en quién vendría con nosotros.
Françoise fue la primera. Estaba dos rocas más allá de la mía, con una mano en la cadera y la otra en los labios, escuchando a Étienne, que delante de ella hablaba con rapidez y en voz demasiado baja para que yo lo oyese.
Su conversación se animó por momentos, hasta hacerse tan agitada que temí que Gregorio sospechara algún tipo de problema. Greg se encontraba en el agua, más cerca de mí que de ellos, buceando con Keaty, y en cuanto me puse a buscar un modo de llamar su atención la charla llegó a su fin. Françoise me miró con los ojos como platos. Étienne le dijo algo y ella apartó rápidamente la mirada. Después, Étienne señaló hacia mí con un movimiento de la cabeza, y eso fue todo. Entendí que Françoise estaba de acuerdo con la huida.
Aquello constituía un gran alivio. Ignoraba de qué modo reaccionaría, y otro tanto le ocurría a Étienne, lo que era aún más inquietante. Según Étienne, todo dependía de que Françoise no pusiese la playa por encima del amor que sentía hacia él. Finalmente, la cuestión se resolvió por los pelos, y ambos lo sabíamos.
Sin embargo, por muy por los pelos que se hubiera resuelto con respecto a Françoise, el asunto era bastante más complicado en lo que se refería a los otros dos nombres de nuestra lista: Jed y Keaty. O quizá fuese más apropiado decir mi lista, pues Étienne no quería que nos acompañase ninguno de los dos. Su punto de vista resultaba comprensible; si sólo hubiéramos contado con Françoise habríamos estado en condiciones de irnos casi de inmediato. Alcanzar lo alto de los acantilados y llegar a donde estaba la balsa no nos habría llevado más de una hora, pero los meses vividos en la playa ya me habían proporcionado pesadillas suficientes para veinte años, y no tenía ganas de incrementar mi condena. Jed y Keaty eran mis mejores amigos en la playa, y por muy arriesgado que fuera —sobre todo con este último—, yo no podía desaparecer sin darles la oportunidad de irse conmigo.
Las pesadillas que no podría evitar se llamaban Gregorio, Ella, Antihigiénix, Jesse y Cassie. Incluso si se hubieran mostrado de acuerdo en escapar —algo realmente improbable— y hubiésemos logrado que Sal no se enterara —algo realmente imposible—, seríamos demasiados para la balsa. No había otro remedio que dejarlos atrás. Y lo acepté sin someterlo a discusión alguna y aguantándome el mal sabor de boca que me producía.
Poco después de que Étienne dejara de hablar con Françoise, ésta nadó hasta donde yo me encontraba y permaneció frente a mí con medio cuerpo fuera del agua. Esperé a que dijese algo, pero no lo hizo. Ni siquiera me miró.
—¿Hay algún problema? —susurré. Gregorio y Keaty seguían buceando por los alrededores—. ¿Te das cuenta de que debemos irnos?
—No sé… —respondió—. Me hago cargo de que Étienne quiere marcharse porque teme a Sal.
—Y tiene razón.
—¿La tiene?
—Sí.
—Pero no creo que ésa sea la razón por la que tú quieres irte… Para ti hay algo más…
—¿Algo más?
—Tú no te irías sólo porque Étienne teme a Sal.
—Lo haría. De hecho, voy a hacerlo.
—No. —Sacudió la cabeza—. ¿Vas a decirme por qué quieres irte?
—Por lo que te dijo Étienne…
—Richard. Es a ti a quien se lo pregunto. Dímelo, por favor.
—No hay nada que decir. Sencillamente pienso que si nos quedamos Étienne correrá peligro.
—¿No crees que con el Tet todo se arreglará? Según afirman, las cosas mejorarán después del Tet. ¿No te parece que deberíamos quedarnos? Podríamos esperar unos cuantos días y, después, si todavía temes…
—El Tet no va a cambiar nada, Françoise. La vida sólo irá a peor.
—A peor… ¿Quieres decir peor de como lo hemos pasado?
—Sí.
—Pero no vas a explicarme por qué.
—No sé cómo podría hacerlo.
—Pero estás seguro.
—Sí. Lo estoy.
—Y jamás volveremos —dijo; antes de sumergir la cabeza, suspiró—. Qué pena.
—Quizá —repuse al torbellino de burbujas que dejó en la superficie del agua—. Si hubiera algo a qué regresar.
Diez minutos después apareció Gregorio agitando su arpón, en la punta del cual aleteaba un pez que cuantos más esfuerzos hacía por liberarse más se ensartaba en él. Era la presa que completaba la cuota extra para la fiesta.
Françoise, Étienne y Gregorio regresaron a la playa, saltando entre las rocas cuando podían y nadando cuando era inevitable. Keaty y yo nos rezagamos.
—Quédate —le pedí cuando los demás se hubieron alejado—. Hay algo que quiero enseñarte. Keaty frunció el entrecejo.
—Tenemos que volver con la pesca.
—Eso puede esperar. No serán más de veinte o veinticinco minutos. Es importante.
—Bueno —dijo, encogiéndose de hombros—. Si es importante…