ES LA VIDA, JIM, PERO NO TAL COMO LA CONOCEMOS

Tomamos el tren nocturno al sur, en primera clase. Un camarero nos sirvió una cena buena y barata en una mesa que, al plegarla por la noche, reveló una litera impecable. Abandonamos el tren en Surat Thani y subimos a un autobús que nos llevó a Don Sak. Desde allí, en el ferry de Songserm, fuimos directos al embarcadero de Na Thon.

Así llegamos a Ko Samui.

Sólo conseguí relajarme cuando corrí las cortinas de mi litera y me aislé del resto del compartimiento o, mucho mejor dicho, de Étienne y Françoise. Las cosas se habían puesto algo raras desde que abandonamos la casa de huéspedes. No es que me sintiera nervioso, sino que me daba la impresión de que nuestra empresa no tenía pies ni cabeza… No hay que olvidar, además, que ellos eran prácticamente unos desconocidos para mí, algo que yo había olvidado con la excitación de nuestro vertiginoso plan. Estoy seguro de que ellos pensaban lo mismo, y por eso sus intentos de entablar conversación resultaron tan infructuosos como los míos.

Me tendí boca arriba con las manos cruzadas detrás de la cabeza, satisfecho porque sabía que el ruido sordo de las ruedas sobre los raíles y el balanceo del vagón me harían conciliar rápidamente el sueño.

Hay mucha gente que se duerme con facilidad cuando viaja en tren, pero para mí resulta extraordinariamente fácil. De hecho, es casi imposible que me mantenga despierto. Crecí en una casa que daba a las vías férreas, y por la noche es cuando más se nota. El tren de Euston de las 00.10 era mi canción de cuna.

Mientras esperaba la respuesta pavloviana al estímulo, estudié lo bien dispuesto que estaba mi compartimiento. Habían apagado las luces del vagón, pero por entre las cortinas entraba la suficiente claridad para ver cuanto me rodeaba. Disponía de una serie de bolsas y huecos de los que procuré sacar el máximo partido posible. Coloqué la camiseta y los pantalones en una pequeña bolsa a mis pies y puse los zapatos en una red de plástico a la altura del pecho. Por encima de mi cabeza había una lámpara ajustable para leer; estaba apagada, pero a su lado una pequeña bombilla roja emitía un agradable resplandor. Según iba conciliando el sueño empecé a fantasear. Imaginé que el tren era una nave espacial y que me dirigía hacia algún distante planeta.

No sé si soy el único en hacer esta clase de cosas, nunca he hablado del tema con nadie. El hecho es que no he madurado lo suficiente para abandonar semejantes aficiones y, por lo visto, nunca lo haré. Poseo una fantasía nocturna elaborada con sumo cuidado en la que participo en una especie de carrera altamente tecnificada. La competición dura varios días, a veces semanas, y no tiene etapas. Mientras duermo, mi vehículo me conduce hacia la meta gobernado por el piloto automático. El recurso de este artilugio me sirve para explicar el que esté en la cama mientras realizo semejante viaje. Es importante que el método responda por entero a la lógica; no estaría bien una fantasía en la que la carrera fuese una especie de gran premio de fórmula uno, pues ¿quién iba a quedarse dormido en una situación así? Hay que ser realista.

Unas veces gano la carrera y otras voy rezagándome. No obstante, mi fantasía guarda un pequeño truco para tales ocasiones. Un atajo, quizás, o tan sólo la confianza en mi habilidad para tomar las curvas a mayor velocidad que mis contrincantes. En cualquier caso, duermo profundamente con una gran tranquilidad.

Creo que la pequeña bombilla roja que había junto a la lámpara para leer servía de estímulo de esta fantasía en particular. Como todo el mundo sabe, las naves espaciales no son tales si no cuentan con unas pequeñas bombillas rojas. Todo lo demás —los compartimientos inteligentes, el sonido acelerado de la locomotora, la sensación de aventura— es puro decorado.

Me dormí en el preciso momento en que mi instrumental detectaba vida en la superficie de algún planeta distante. Quizá fuese Júpiter. Tenía el mismo tipo de nubes, como las manchas desteñidas de una camiseta.

La cálida seguridad de mi cápsula aeroespacial se esfumó. Volvía a estar echado de espaldas en mi cama de Khao San Road, mirando al ventilador del techo. Había un mosquito en la habitación. No podía verlo, pero sus alas zumbaban como el rotor de un helicóptero. Sentado a mi lado estaba Mister Duck, envuelto en las sábanas rojas y húmedas.

—¿Podrías hacerlo por mí, Rich? —preguntó Mister Duck, pasándome un canuto a medio liar—. Yo no puedo. Tengo las manos demasiado pegajosas. El papel… No hay manera…

Cuando tomé el porro rió como si se disculpara.

—Es por mis muñecas. Me las he cortado y ahora no dejan de sangrar. —Levantó el brazo y un chorro de sangre trazó un arco en el tabique de formica—. ¿Ves a qué me refiero? Vaya lío.

Lié el canuto pero no lo humedecí. En el borde engomado del papel de fumar había una huella digital rojiza.

—Oh, no te preocupes por eso, Rich. Soy un tipo limpio —apuntó Mister Duck echando un vistazo a sus ropas empapadas—. Bueno, es un decir…

Lamí el papel.

—Enciéndelo. Yo lo pondría perdido.

Me dio lumbre y me senté en la cama. Un hilo de sangre fluyó por la hendidura que formó el colchón al hundirse bajo mi peso, mojándome los calzoncillos.

—¿Qué tal está? Pega fuerte, ¿no? Pero tendrías que probar a fumártelo a través del cañón de un fusil. Eso sí que pega, Rich.

—Vaya hierba.

—Desde luego —dijo Mister Duck—. Ya verás qué colocón…

Se dejó caer de espaldas en la cama con el dorso de las manos sobre la cara. Yo di otra calada. La sangre corrió por las hélices del ventilador y se derramó como lluvia en torno a mí.