COLOR LOCAL

Me presenté en la comisaría aquella misma tarde y, tal como Françoise había predicho, no pusieron ninguna objeción. Nadie dio la menor importancia a la historia que me inventé, según la cual tenía una cita con un amigo en Surat Thani. Lo único que les importaba era que Mister Duck carecía de documentación, por lo que ignoraban a qué embajada debían informar de su muerte. Les dije que creía que era escocés, y eso los dejó muy satisfechos.

En el camino de vuelta a la casa de huéspedes se me ocurrió pensar en el destino del cadáver de Mister Duck. Con todo el asunto del mapa había olvidado que alguien había muerto. Quizá reposara un año o dos en un congelador de Bangkok, o tal vez lo incinerasen. Imaginé a su madre, allá en Europa, preguntándose durante meses por qué oscura razón su hijo había dejado de ponerse en contacto con ella. Era absurdo que yo supiese algo tan importante mientras la pobre mujer lo ignorara. Si es que había una madre, claro.

Semejantes pensamientos me pusieron nervioso. Decidí demorar mi regreso a la casa de huéspedes, donde Françoise y Étienne me esperaban para hablar de la isla y el mapa. Me apetecía pasar un rato a solas. Habíamos quedado en tomar el tren hacia el sur a las ocho y media, de manera que no había necesidad de que me presentara allí antes de dos horas.

Torcí a la izquierda de Khao San Road, bajé por un callejón, me metí bajo el andamio de un edificio a medio construir y di con una calle muy concurrida. De repente, me vi rodeado de tailandeses. Acostumbrado como estaba a la presencia constante de turistas, casi había olvidado en qué país me encontraba, y me llevó unos minutos hacerme a la situación.

Al cabo de un rato llegué a un puente de escasa altura sobre un canal. No es que fuera muy pintoresco, pero me detuve para observar mi reflejo en el agua y seguir los remolinos que formaba el petróleo en la superficie. En las orillas del canal se alzaban unas chozas a punto de desmoronarse habitadas por gente sin techo. El sol, empañado durante la mañana, brillaba ahora con fuerza. Un grupo de muchachos se lo estaba pasando en grande alrededor de las chozas, empujándose los unos a los otros para arrojarse al agua y chapotear en ella.

Uno de ellos advirtió mi presencia. Supuse que un rostro pálido como el mío ya no resultaría tan llamativo como años atrás. Me sostuvo la mirada durante unos segundos, insolente o aburrido, y después se tiró al agua negruzca. Dio una vistosa voltereta que sus amigos elogiaron a voz en grito.

Cuando emergió a la superficie me miró de nuevo, mientras gesticulaba. El movimiento de sus brazos abría un círculo en la basura flotante. Los restos de polietileno parecieron espuma de jabón por unos instantes.

Tiré de la espalda de mi camisa, pegada a la piel a causa del sudor.

No anduve más de un par de kilómetros desde Khao San Road. Después del canal me tomé una sopa de tallarines en un puesto de la acera, lidié como pude con el tráfico y pasé por delante de dos pequeños templos encajados entre edificios de hormigón. No vi nada que me hiciese lamentar marcharme tan pronto de Bangkok. En cualquier caso, no soy de los que gozan dedicándose al turismo. Si me hubiera quedado otros cuantos días no habría ido más allá de los antros de striptease de Patpong.

Cuando quise volver advertí que no tenía ni idea de dónde me encontraba, así que tomé un tuk-tuk. Fue, de algún modo, la mejor parte de la excursión, traqueteando en una calina de débiles emanaciones azules, pendiente de esa clase de detalles que uno se pierde cuando va a pie.

Étienne y Françoise estaban en el comedor, con sus bolsas de viaje a los pies.

—Hola —dijo Étienne—. Creíamos que habías cambiado de idea.

Repuse que no, y eso pareció aliviarlos.

—Entonces deberías hacer el equipaje. Es mejor llegar a la estación con tiempo suficiente.

Subí por la escalera en busca de la bolsa. En el rellano de mi piso me crucé con el heroinómano tímido, que bajaba. Me llevé una sorpresa, no sólo por encontrarlo lejos de su silla habitual, sino porque resultó que no era tan tímido como yo creía.

—¿Te vas? —me preguntó al acercarme.

Asentí.

—¿En busca de arenas blancas y aguas azules?

—Ajá.

—Bueno, pues que tengas un buen viaje.

—Lo intentaré.

Sonrió.

—Claro que lo intentarás. Lo que espero es que lo tengas.