Étienne examinó el mapa en silencio durante cinco minutos. Después dijo «Espera» y salió disparado de mi habitación. Lo oí moverse por el cuarto contiguo, y luego regresó con una guía.
—Aquí está —dijo, señalando una página abierta—. Éstas son las islas que aparecen en el mapa. Un parque nacional marino al oeste de Ko Samui y Ko Pha-Ngan.
—¿Ko Samui?
—Sí. Mira. Todas las islas están protegidas. Los turistas no pueden visitarlas. ¿Lo ves? Imposible. La guía estaba escrita en francés, aunque, de todos modos, asentí con la cabeza. Étienne hizo una pausa, leyó y siguió con sus explicaciones.
—Los turistas pueden ir a… —Tomó el mapa y señaló una de las islas más grandes del pequeño archipiélago, por debajo de donde estaba la equis que indicaba la playa—. Ésta. Ko Phelong. Los turistas pueden ir a ella en una excursión especial, con guía, desde Ko Samui, pero no les está permitido quedarse más de una noche, ni abandonar la isla.
—De modo que esa playa está en un parque nacional…
—Sí.
—¿Cómo se supone que viaja la gente hasta allí?
—No puede. Es zona protegida, ya te lo he dicho.
—Eso da carpetazo al asunto —repuse, recostándome en la cama y encendiendo un cigarrillo—. Ese mapa es una mierda.
Étienne sacudió la cabeza.
—No. De mierda, nada. ¿Por qué, si no, iba a dártelo el tipo ése? Se esmeró mucho al hacerlo. Fíjate cómo dibujó las olitas.
—Se hacía llamar Mister Duck. Estaba pirado.
—No lo creo. Escucha. —Tomó la guía y fue traduciendo a trompicones.
»La mayoría de los que viajan a la ventura son… Exploran las islas más allá de Ko Samui en busca de… en busca de tranquilidad, y Ko Pha-Ngan es su destino… predilecto. Pero incluso Ko Pha-Ngan es…
»Bueno, Richard —añadió tras una pausa—. Aquí dice que los viajeros exploran nuevas islas más allá de Ko Pha-Ngan porque ahora este lugar está igual que Ko Samui.
—¿Igual?
—Igual de hecho polvo. Demasiados turistas. Claro que esta guía es de hace tres años. Es posible que ahora algunos viajeros supongan que las islas que hay más allá de Ko Pha-Ngan también están hechas polvo. De modo que quizá busquen una isla completamente virgen, en el parque nacional.
—Pero está prohibido ir al parque nacional.
Étienne alzó los ojos al techo.
—¡Pues claro! Precisamente por eso van allí, porque piensan que no se encontrarán con otros turistas.
—Las autoridades tailandesas los expulsarán.
—Mira qué cantidad de islas. ¿Cómo van a encontrarlos a todos? Puede que se oculten en cuanto oigan el ruido de algún barco, por lo que la única manera de dar con ellos es saber que están allí. Y nosotros lo sabemos. Tenemos esto. —Arrojó el mapa hacia mí y añadió—: ¿Sabes, Richard? Me parece que me han entrado ganas de encontrar esa playa.
Sonreí.
—De verdad —agregó Étienne—, me muero de ganas.
No me cabía duda. Reconocí la forma en que miraba. Cuando yo era muy jovencito pasé por un período de gamberrismo en compañía de dos amigos, Sean y Danny. Durante las primeras horas de la mañana, sólo los fines de semana, porque teníamos que pensar en los asuntos de la escuela, patrullábamos las calles del barrio destrozando cuanto se nos ponía por delante. Nuestro juego favorito era la «botella caliente». Consistía en lanzar al aire las botellas de leche vacías que encontrábamos en los portales de nuestros vecinos, e intentar atraparlas. Lo más divertido era la caída de las botellas, ver la explosión plateada del cristal, sentir el suave impacto de las esquirlas contra nuestros tejanos. Salir corriendo de la escena del crimen era un placer añadido que alcanzaba el cénit si los gritos de los vecinos cabreados nos acariciaban los oídos.
La mirada que reconocí en los ojos de Étienne me hizo recordar lo que ocurrió cuando dejamos de romper botellas para pasar a destrozar coches. Estábamos sentados en la cocina de mi casa, discutiendo tranquilamente la idea, cuando Sean propuso: «Hagámoslo». Lo dijo como si tal cosa, pero por la expresión de sus ojos no cabía duda de que hablaba en serio. Comprendí que había dejado de pensar en cosas prácticas, como las posibles consecuencias, para no escuchar más que el ruido de los parabrisas hechos añicos.
Supuse que Étienne estaba oyendo el arrullo de las olas en aquella playa oculta, o se imaginaba burlándose de la vigilancia de los guardias del parque marino mientras avanzaba hacia la isla. El efecto que eso tuvo en mí fue el mismo que cuando Sean dijo:
«Hagámoslo». Los pensamientos abstractos se esfumaron a favor de las ideas concretas. La ruta que marcaba el mapa se transformó en algo que muy probablemente condujese a algún sitio.
—¿Y si alquiláramos los servicios de un pescador que nos llevara a la isla? —propuse.
—Sí —convino Étienne—. Llegar tal vez sea difícil, pero no imposible.
—Primero hay que ir a Ko Samui.
—O a Ko PharNgan.
—A lo mejor incluso podamos hacerlo desde Surat Thani.
—O desde Ko Phelong.
—Quizá tengamos que perder algún tiempo preguntando…
—Pero daremos con alguien que nos lleve.
—Sí…
Entonces se presentó Françoise, que regresaba de la comisaría.
Si Étienne había transformado la idea de encontrar la playa en una posibilidad, Françoise la puso al alcance de la mano. Lo curioso fue que lo hizo casi por casualidad, al dar sencillamente por hecho que íbamos a intentarlo.
No quería parecer impresionado por su belleza, de modo que cuando asomó la cabeza por la puerta me limité a mirarla y a saludar, y seguí estudiando el mapa.
Étienne se hizo a un lado en la cama y dio una palmada al sitio que había dejado libre. Françoise permaneció en la puerta.
—No te esperé —dijo él en inglés, presumiblemente en atención a mi persona— porque me encontré con Richard.
Sin hacer caso de la sugerencia, ella se puso a parlotear en francés. Incapaz de seguir su conversación, sólo alcancé a entender alguna palabra suelta, incluido mi nombre, aunque por la rapidez con que hablaban y el énfasis que ponían en sus palabras pensé que o bien estaba enfadada porque su amigo se había marchado sin esperarla, o meramente ansiosa por contarle lo sucedido en la comisaría.
Al cabo de unos minutos se calmaron, a juzgar por el tono de sus voces.
—¿Me das un cigarrillo, Richard? —preguntó Françoise en inglés.
—Desde luego —contesté, al tiempo que le ofrecía fuego.
Al ahuecar sus manos para proteger la llama del aire del ventilador, advertí que llevaba un pequeño delfín tatuado en la muñeca, medio oculto por la correa del reloj. Se me antojó un lugar extraño para un tatuaje y habría hecho algún comentario al respecto, pero la verdad es que me pareció un exceso de confianza. Cicatrices y tatuajes son un tema de conversación que requiere cierta intimidad.
—¿Así que éste es el mapa del muerto? —preguntó Françoise.
—Lo encontré en mi puerta esta mañana… —comencé a explicar, pero me interrumpió.
—Eso ya me lo ha dicho Étienne. Quiero verlo.
Le pasé el mapa y Étienne señaló la isla.
—Oh —musitó ella—. Está cerca de Ko Samui.
Étienne asintió, entusiasmado.
—Sí, un breve viaje en barco. Quizá desde Ko Phelong, que es adonde van los turistas a pasar el día.
—¿Cómo sabemos qué encontraremos aquí? —preguntó Françoise, con el dedo sobre la isla marcada con una equis.
—No podemos saberlo —contesté.
—Y si no hay nada interesante, ¿cómo volvemos a Ko Samui?
—Regresamos a Ko Phelong —repuso Étienne—. Esperamos el barco de los turistas y decimos que nos hemos perdido; así de simple.
Françoise dio una calada muy suave al cigarrillo, lo imprescindible para llevar delicadamente el humo a los pulmones.
—Ya… Sí… ¿Cuándo nos vamos?
Étienne y yo nos miramos.
—Estoy cansada de Bangkok —añadió Françoise—. Esta misma noche sale un tren hacia el sur; tomémoslo.
—Bueno —balbuceé, superado por la premura con que se desarrollaban los acontecimientos—. El caso es que deberíamos esperar un poco. El tipo ése que se suicidó… Se supone que no puedo abandonar la casa de huéspedes en veinticuatro horas.
—Ve a la comisaría y explícales que tienes que marcharte —propuso Françoise, tras soltar un suspiro—. Tienen el número de tu pasaporte, ¿no?
—Sí, pero…
—Pues entonces te dejarán ir.
Tiró la colilla al suelo como diciendo que ahí se acababa la discusión. Y en efecto, ahí se acabó.