Mientras caminábamos por Khao San Road hacia la casa de huéspedes no cruzamos palabra. Hubiese sido inútil. Era imposible conversar mientras nos abríamos paso entre cientos de turistas. Andar por entre los puestos de cintas de vídeo de contrabando y moverse por la zona de discotecas y bares musicales obligaba a tomar un ritmo apresurado unas veces y lento, otras. Los Creedence Clearwater nos animaban a correr a través de la jungla, como si necesitáramos el consejo. Unos polvorientos altavoces la emprendieron con una estridente música tecno. Y, a continuación, Jimmy Hendrix.
Platoon. Jimmy Hendrix, droga y cañones de fusiles.
Como si eso fuera poco, se nos echó encima un pestazo a hierba a través de los hediondos desagües y el asfalto pegajoso. Supuse que procedía de lo alto, de una galería llena de tipos con el pelo ensortijado y camisetas guarras, que, apoyados en la barandilla, disfrutaban de lo que veían desplazarse a sus pies.
Al pasar por delante de un tenderete, un comerciante tailandés, delgado y con marcas de acné, tendió una mano y me tomó del brazo. Miré a Étienne, que, sin enterarse, siguió andando hasta perderse en un mar de cabezas y cuellos atezados.
El hombre comenzó a tocarme el antebrazo con su mano libre, tranquila y suavemente, sin soltarme. Lo miré con cara de pocos amigos e intenté que me soltara. Él me obligó a retroceder de un empujón y llevó mi mano hacia su muslo. Apreté los nudillos contra su piel. La gente me empujaba al pasar y lo hacía con los hombros. Mi mirada se cruzó con la de un tipo que me sonrió. El hombre dejó de tocarme el brazo y comenzó a acariciarme la pierna.
Lo observé. Su cara era lisa e inexpresiva, y me clavaba los ojos en el pecho. Me acarició por última vez la pierna, hizo girar la muñeca e introdujo el pulgar bajo la tela de mis bermudas.
Después me soltó el brazo, me dio una palmada en la espalda y se volvió hacia su tenderete.
Eché a correr detrás de Étienne, que me esperaba con los brazos en jarras a unos veinte metros de distancia. Al acercarme, enarcó las cejas. Yo fruncí el entrecejo, y seguimos andando.
En la casa de huéspedes el heroinómano tímido estaba sentado en su silla de siempre. Cuando nos vio, trazó una línea con el índice sobre su muñeca. Intenté decirle «Qué pena, ¿verdad?», pero tenía la boca pastosa y apenas conseguí despegar los labios. Lo único que salió de mi garganta fue un suspiro.