ÉTIENNE

El policía sudaba, aunque no a causa del calor, ya que el aire acondicionado convertía la habitación en un frigorífico. Sudaba por lo mucho que le costaba expresarse en inglés. Cuando tenía que emplear una palabra difícil o una frase complicada, su frente se cubría de arrugas de las que brotaban gotitas de sudor como ópalos.

—Pero Mister Duck no amigo suyo —me dijo.

—Nunca lo había visto hasta la otra noche —le respondí, sacudiendo la cabeza—, y tenga en cuenta que Duck, que significa «pato», no es un nombre de verdad, sino una broma.

—¿Broma? —preguntó el policía.

—No es un nombre auténtico. —Señalé lo que había escrito en su cuaderno—. Daffy Duck es un personaje de dibujos animados.

—Dibujos.

—Sí.

—¿Mister Duck un dibujo?

—Como Bugs Bunny o el ratón Mickey.

—Ah —dijo el policía—. Así que dio un nombre falso cuando se hospedó aquí.

—En efecto.

El policía se enjugó la cara con la manga de la camisa. El sudor goteó sobre su cuaderno, emborronando la tinta. Frunció el entrecejo y nuevas gotas reemplazaron las que acababa de secar.

—Ahora quiero preguntar a usted sobre la escena del crimen.

—Muy bien.

—Usted entrar su habitación de Mister Duck. ¿Por qué?

Mientras me dirigía por Khao San Road hacia la comisaría, yo ya había pensado qué diría. —Porque anoche me despertó con sus ruidos y quería advertirle que no volviera a hacerlo—. Ah. Noche antes Mister Duck hacer ruido.

—Eso mismo.

—¿Qué encontrar en la habitación entonces, eh?

—Nada. Vi que estaba muerto y fui a decírselo al conserje.

—¿Mister Duck ya muerto? ¿Cómo saber?

—No lo supe, me lo pareció. Había sangre por todas partes.

El policía asintió con la cabeza y se retrepó en la silla.

—Usted enfadado por el mucho ruido de la otra noche, ¿eh?

—Desde luego.

—¿Mucho enfadado con Mister Duck?

—He pasado toda la mañana en el comedor, desayunando —respondí levantando las manos—. Desde las seis hasta las nueve. Hay un montón de testigos.

—Quizá muerto él antes de las seis.

Me encogí de hombros. No estaba preocupado. Tenía en la cabeza la nítida imagen de la luz sesgada que atravesaba la ventana empapelada y de los destellos que brillaban en el cuerpo de Mister Duck. Sangre fresca.

—Vale —dijo el policía, con un suspiro—. Hable otra vez sobre la noche antes.

¿Por qué no mencioné el mapa? Porque no quería que la policía me implicara en el caso ni que, debido a ello, me jodieran las vacaciones. A decir verdad, tampoco me importaba mucho la muerte de aquel tipo. Consideraba que lo que le había ocurrido era algo… normal en Tailandia, un país con drogas, sida y una cierta dosis de peligro, y si Mister Duck había metido la pata, allá él con su problema.

Tampoco es que al policía le importara mucho aquel asunto. Al cabo de otros treinta minutos de brutal interrogatorio («¿Puede demostrar que comió pastel de plátano?») me dejó marchar, no sin antes pedirme que no abandonara Khao San en las siguientes veinticuatro horas.

El amigo de la francesa estaba sentado en los escalones de la comisaría, donde el sol le daba de lleno en la cara. Era obvio que también lo habían llamado para interrogarlo. Se volvió hacia mí cuando bajaba por la escalera, pensando, quizá, que se trataba de la chica, y después me dio la espalda.

Normalmente habría entendido esa actitud como la señal de que no tenía ganas de hablar. Soy un viajero solitario y de vez en cuando necesito un poco de conversación y compañía, por ello me fijo bastante en esa clase de gestos, pues aunque me sienta un poco solo no me gusta dar la lata. Sin embargo, en esta ocasión no hice caso de la señal. A pesar de que no quería complicaciones con la policía, la muerte había dado un insólito inicio a la jornada, y precisaba conversar con alguien.

—Hola —dije—, ¿hablas inglés? Je parle français un petit peu mais malheureusement je suis pas très bon.

—Hablo inglés —respondió con una sonrisa, en tono cordial.

—Estás aquí por la muerte de ese tipo, ¿no?

—Sí. He oído que fuiste tú quien descubrió el cadáver.

Ah, la fama.

—Sí —respondí, sacando el tabaco del bolsillo—. Fue esta mañana.

—Debió de ser un mal trago.

—No demasiado. ¿Fumas?

—No, gracias.

Encendí un cigarrillo.

—Mi nombre es Richard —me presenté, exhalando el humo.

—Étienne —dijo él, y nos estrechamos la mano.

Al verlo, la noche anterior le había echado unos dieciocho años, pero a la luz del día parecía algo mayor, veinte o veintiuno, tal vez. Tenía pinta de mediterráneo: pelo corto oscuro y complexión delgada. Podía imaginármelo en un futuro no muy lejano, con unos cuantos kilos más, un vaso de Ricard en una mano y una barra de pan en la otra.

—Todo esto es muy raro —dije—. Llegué a Tailandia ayer por la noche. Quería descansar en Bangkok, en la medida de lo posible y, en vez de eso, mira tú con qué me encuentro.

—Bueno, nosotros ya llevamos cuatro semanas aquí, y también nos resulta curioso.

—Sí, ya, supongo que la muerte de alguien es siempre un poco rara. ¿En qué otras partes habéis estado? Seguro que no os habéis pasado todo el mes en Bangkok.

—No, no —repuso Étienne sacudiendo la cabeza—. Esta ciudad no da para muchos días. Hemos ido al norte.

—¿Chiang Mai?

—Sí. Estuvimos haciendo trekking, y un poco de rafting. Bastante aburrido. —Suspiró y se echó hacia atrás para apoyar la espalda en los escalones de piedra.

—¿Aburrido?

Étienne sonrió.

—Quiero hacer algo diferente, como todo el mundo. Sin embargo, todos hacemos lo mismo. No hay… nada de…

—Aventura.

—Supongo que es por eso por lo que vinimos aquí. —Señaló con un gesto los alrededores de la zona donde estaba la comisaría, hacia Khao San Road—, vinimos en busca de algo divertido, y ya ves tú.

—Es una lástima.

—Sí. —Hizo una pausa, enfurruñado. Luego añadió—: Ese tipo que murió era muy raro. Le oímos la otra noche. Hablaba en voz alta… Las paredes son como papel de fumar.

No pude evitar ruborizarme al recordar el ruido que habían hecho Étienne y su amiga, y eso me puso algo nervioso. Di una profunda calada al cigarrillo y fijé la mirada en los escalones donde estábamos sentados.

—¿Ah, sí? —dije—. Estaba tan cansado que me dormí.

—Sí. A veces no regresábamos a la casa de huéspedes hasta muy tarde, confiando en que se hubiese dormido.

—Eso ya no será un problema.

—No resultaba fácil entender lo que decía. Sé que hablaba inglés porque pescaba algunas palabras, pero… no, no era fácil.

—Tampoco para mí. Era escocés, y tenía mucho acento.

—Ya… ¿Lo oíste ayer por la noche?

Ahora fue Étienne quien se sonrojó mientras yo me concentraba en mi cigarrillo. Era una situación embarazosa para ambos. Si su amiga hubiera sido fea, aquello habría resultado divertido, pero el que fuese tan atractiva hacía que me sintiera como si hubiese tenido algún asunto con ella. Y lo había tenido, desde luego. En mi imaginación.

Guardamos silencio, confusos, hasta que la situación se nos hizo insoportable.

—Sí —dije, elevando demasiado la voz—. Tenía un fuerte acento escocés.

—Ah —repuso Étienne, en un tono también un poco alto—. Ahora ya me lo explico todo. —Se pasó la mano por el mentón, pensativo, como si se estuviera alisando una barba que, a juzgar por sus cuatro pelos ralos, tardaría en crecer—. Seguro que habló de una playa —añadió, mirándome a los ojos y esperando que yo reaccionara de algún modo, por lo que asentí con la cabeza para que continuase.

—Era capaz de tirarse toda la noche hablando de ello —señaló—. Yo me quedaba tumbado en la cama, despierto, porque no podía dormir con tantos gritos, e intentaba enterarme de algo. Pero era como un rompecabezas. —Étienne se echó a reír—. Jodida puta —dijo, imitando bastante bien la voz del hombre—. Me costó tres noches caer en la cuenta de que se refería a una playa. Un auténtico rompecabezas, sí, señor.

Me limité a dar otra calada al cigarrillo. No quería interrumpirlo.

—Me gustan los enigmas —agregó, aunque sin dirigirse a mí. Y no volvió a abrir la boca.

Tenía diecisiete años cuando aquel viaje a India. Guiados más por la droga que por la sensatez, un amigo y yo decidimos llevarnos un talego de hachís en un vuelo de Srinagar a Delhi. Cada cual resolvió el asunto a su manera. Yo envolví mi parte en un trozo de plástico, la rocié con desodorante para disimular el olor y la metí en un envase de píldoras contra la malaria. Se trataba de unas precauciones quizás innecesarias, pues era improbable que los oficiales de Aduanas se interesaran por los vuelos internos, pero por si acaso.

Cuando llegamos al aeropuerto, yo estaba cagado de miedo. Quiero decir que estaba realmente cagado de miedo; los ojos se me salían de las órbitas, temblaba y sudaba como un cerdo, pero el terror no me impidió hacer algo absolutamente extraordinario. Se lo conté todo a un completo desconocido, un tipo al que me encontré en la sala de espera; le dije que llevaba un poco de droga escondida en la mochila. No es que me sonsacara la información, sino que se la di voluntariamente. Llevé la conversación al tema de las drogas, y entonces le confesé que yo era un traficante.

No sé por qué lo hice. No se me escapaba que era una actitud extravagante y estúpida, pero sencillamente necesitaba contárselo a alguien.

—Sé dónde está la playa —dije.

Étienne enarcó las cejas.

—Tengo un mapa.

—¿Un mapa de la playa?

—Me lo dibujó el muerto. Lo encontré pegado a mi puerta esta mañana. Muestra dónde está la playa y cómo llegar a ella. Lo tengo en mi habitación.

Étienne soltó un silbido.

—¿Se lo has dicho a la policía?

—No.

—Quizá sea importante. Tal vez guarde relación con el móvil…

—Es probable —admití, tirando la colilla—, pero no quiero verme implicado. La policía podría pensar que lo conocía o cualquier otra cosa, y no es así. Ayer noche fue la primera vez que nos vimos.

—Un mapa —musitó Étienne sin alterarse.

—Fuerte, ¿eh?

Étienne se puso súbitamente de pie.

—¿Te importa que lo vea?

—Claro que no —contesté—, pero ¿no estás esperando a…?

—¿A Françoise? ¿A mi amiga? Sabe el camino de regreso a la casa de huéspedes. No, prefiero ver el mapa. —Apoyó ligeramente una mano en mi hombro—. Si no te molesta, claro.

Sorprendido por la intimidad del ademán, mi reacción fue la de contraer el hombro, y él retiró la mano.

—Como quieras —repuse—. Vamos.