Amanecía temprano en Khao San Road. A las cinco ya sonaban por las calles las bocinas de los coches, un coro matutino en versión Bangkok. Después vino el ruido de las cañerías, ya que quienes trabajaban en la casa de huéspedes comenzaban a ducharse. Oía sus conversaciones, el quejumbroso sonido del tailandés elevándose sobre los chapoteos.
Tendido en la cama y escuchando los sonidos de la mañana, la tensión de la noche anterior se me antojaba ahora irreal y distante. Aunque no entendía una palabra de lo que hablaban los empleados, sus parloteos y risas ocasionales me proporcionaban una sensación de normalidad: se comportaban igual que cada día a aquella hora, dominados por la rutina. Supuse que discutirían para decidir a quién le tocaba ir al mercado o quién debería barrer los salones.
Hacia las cinco y media se descorrieron los cerrojos de unos cuantos dormitorios; eran los turistas madrugadores o los juerguistas acérrimos que regresaban de Patpong. Los pasos de unas chicas alemanas, que debían de llevar chanclos, resonaron por las escaleras de madera en el extremo opuesto del pasillo. Comprendí que era inútil que intentase dar unas cabezadas, y resolví fumarme el cigarrillo de que me había privado pocas horas antes.
Fumar por la mañana temprano resultaba tonificante. Miré al techo, con la caja de cerillas que me servía de cenicero balanceándose en mi estómago, y conseguí que el humo que expelía en dirección al ventilador me levantara cada vez más el ánimo. No tardó en entrarme hambre. Abandoné la habitación para desayunar algo en el comedor de la planta baja.
Unos pocos turistas adormilados estaban sentados a las mesas sorbiendo vasos de café.
Uno de ellos, que ocupaba la misma silla de la tarde anterior, era el tipo tímido que supuse servicial y/o heroinómano. A juzgar por su mirada vidriosa, se había pasado allí toda la noche. Le dirigí una sonrisa cordial y respondió con una inclinación de cabeza.
Me puse a estudiar el menú —un papel tamaño folio que alguna vez había sido blanco—, en el que figuraba una lista de platos tan extensa que por un instante dudé de mi capacidad de elección. Un olor delicioso atrajo mi atención. Acababa de pasar un camarero con una bandeja de pasteles de frutas que distribuyó entre un grupo de norteamericanos, interrumpiendo una apacible discusión sobre el horario de los trenes a Chiang Mai.
Uno de ellos advirtió el modo en que miraba yo su comida, y me señaló la bandeja.
—Pastel de plátano —dijo—. Es lo típico.
—Huele muy bien —repuse, asintiendo con la cabeza.
—Y sabe mejor. ¿Inglés?
—Pues sí.
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Llegué ayer por la tarde. ¿Y tú?
—Hace una semana —contestó, y se llevó un trozo de pastel a la boca mientras miraba hacia otra parte. Supuse que daba por terminada la conversación.
El camarero se detuvo ante mi mesa con expresión expectante, aunque somnolienta.
Me sentí obligado a tomar una decisión rápida.
—Un pastel de plátano, por favor —dije.
—¿Quiere pedir pastel de plátano?
—Por favor.
—¿Quiere usted pedir de beber?
—Pues… Una Coca-Cola. No, un Sprite.
—¿Quiere pedir pastel de plátano, Sprite?
—Por favor.
Se volvió hacia la cocina y de pronto me sentí envuelto en una cálida nube de felicidad. El sol brillaba en el exterior. Un vendedor de cintas de contrabando las disponía ordenadamente en el suelo. A su lado, una niña preparaba tajadas de piña cortando la gruesa piel en forma de espiral. Detrás de ella, otra niña, más pequeña, espantaba las moscas con un trapo.
Encendí mi segundo cigarrillo del día, no porque me apeteciera, sino porque consideré apropiado hacerlo.
La chica francesa apareció sin su amigo. Iba descalza y llevaba una falda corta. Sus piernas eran morenas y delgadas. Cruzó lentamente el comedor y todos la seguimos con la mirada. El heroinómano tímido, el grupo de norteamericanos, los cocineros tailandeses, todos contemplamos el modo en que movía las caderas al deslizarse entre las mesas y los brazaletes de plata que llevaba en las muñecas. Cuando se detuvo para echar un vistazo alrededor, disimulamos, pero la miramos de nuevo cuando se volvió hacia la calle.
Después de desayunar decidí dar un paseo por Bangkok o, al menos, por las calles de Khao San. Pagué y fui a buscar algo más de dinero a mi habitación, pensando en que tal vez necesitaría un taxi si se me ocurría ir a algún lado.
En lo alto de la escalera una vieja limpiaba las ventanas con una fregona. El agua rebosaba del cubo y se derramaba por el piso. La vieja estaba absolutamente empapada, y al deslizar la fregona por las ventanas, casi rozaba con él una bombilla desnuda que colgaba del techo.
—Discúlpeme —dije, con cuidado de no pisar el charco que se extendía por el suelo como una amenaza letal. Ella se volvió para mirarme—. Es peligroso mojar la bombilla.
—Sí —contestó. Tenía los dientes tan picados y amarillentos que parecían avispas—. Caliente, caliente —agregó, golpeando adrede la bombilla con la punta de la fregona.
El agua borboteó y de la superficie de cristal se elevó una voluta de vapor.
Aquello me hizo estremecer.
—Tenga cuidado… La electricidad puede matarla.
—Caliente.
—Sí, pero… —Me callé al advertir que aquella mujer no conocía mi idioma, y se me ocurrió una idea. Miré alrededor. Estábamos solos en el rellano—. Observe —añadí.
Hice ver que limpiaba las ventanas con una fregona imaginaria, y cuando simulé tocar la bombilla comencé a hacer aspavientos como si me estuviera electrocutando.
Me puso una mano marchita sobre el hombro para detener mis convulsiones.
—Venga, tío —dijo, apenada, pero con una voz tan chillona que no inspiraba ternura alguna—. Tranquilo.
Levanté las cejas, pues no atinaba a entender del todo lo que me decía.
—Tranquilo, tío, tranqui —repitió.
—De acuerdo —repuse, como si una vieja tailandesa que hablaba como una hippy fuera la cosa más normal del mundo. Debía de llevar mucho tiempo trabajando en Khao San Road. Eché a andar por el pasillo hacia mi cuarto con la sensación de haber metido la pata…
Entonces me llamó:
—Hay una carta para ti, tío.
Me detuve.
—¿Una qué?
—Carta.
—¿Carta?
—¡Carta! ¡En la puerta!
Le di las gracias con un gesto al tiempo que me preguntaba cómo sabía cuál era mi habitación, y seguí andando. En efecto, pegado a mi puerta había un sobre, en el que se leía «Contiene un mapa» escrito con una elaborada caligrafía. Estaba tan sorprendido con el extraño vocabulario de la anciana que tomé la carta como al descuido.
La mujer me miraba desde el otro extremo del corredor, apoyada en su fregona. Levanté el sobre.
—Aquí está. Gracias. ¿Sabe quién la ha dejado?
Ella frunció el entrecejo, sin entender la pregunta.
—¿Vio usted a alguien poner esto aquí?
Hice otra muda gesticulación y ella agitó la cabeza.
—Tranqui, tío —dijo, y regresó a sus ventanas.
Un par de minutos después estaba sentado en mi cama con el mapa entre las manos mientras el ventilador del techo me refrescaba el cogote. A mi lado, el sobre vacío se agitaba bajo la brisa. Fuera, la anciana subía ruidosamente por la escalera, con su fregona y el cubo, hacia otra planta.
El mapa estaba muy bien coloreado. Habían dibujado el perímetro de las islas con bolígrafo verde y el mar estaba representado con unas olitas azules hechas a lápiz. En el ángulo superior derecho vi una rosa de los vientos de dieciséis puntas, cada una de las cuales señalaba en la dirección apropiada. En lo alto del mapa decía «Golfo de Tailandia», escrito con gruesas letras rojas de rotulador. Para el nombre de las islas habían empleado una pluma.
Estaba tan bien dibujado que no pude evitar sonreír y acordarme del papel de calcar, los deberes de geografía y el profesor repartiendo cuadernos de ejercicios y comentarios sarcásticos.
—¿Y esto? ¿De dónde ha salido esto? —murmuré, buscando en el sobre una nota que explicara el significado de aquello. Pero el sobre estaba vacío.
Entonces reparé en una marca negra sobre una de las pequeñas islas agrupadas en enjambres. Era una X. Miré más de cerca. Escrita debajo, en letras pequeñas, aparecía la palabra «Playa».
No estaba muy seguro de lo que le iba a decir. Por un lado sentía curiosidad, quería saber qué pasaba con aquella dichosa playa. También estaba molesto. Era como si aquel tipo se hubiera propuesto fastidiarme las vacaciones con sus susurros en plena noche a través de la mosquitera y sus extraños mapas.
Su puerta no estaba cerrada con llave, el candado había desaparecido. Agucé el oído durante un minuto antes de llamar, y cuando lo hice la puerta se abrió sola.
Los periódicos puestos sobre los cristales de la ventana no la tapaban del todo, sino que dejaban entrar luz suficiente para vislumbrar al hombre que yacía en la cama con la mirada fija en el techo. Pensé que se había cortado las venas. O el cuello, quizás. Era difícil precisarlo en aquella penumbra y con tantas salpicaduras de sangre. Lo que estaba claro era que los cortes se los había hecho él mismo, pues aún empuñaba el cuchillo.
Permanecí inmóvil por unos instantes, mirando el cuerpo. Después me fui a buscar ayuda.