NOCHES
No hay en París con frecuencia los crepúsculos esplendorosos de los países del Mediodía, los horizontes con nubes redondas y pomposas incendiadas en sus contornos; pero hay, en cambio, noches dramáticas. En ellas el cielo es un lago de sangre con islas fuliginosas, un lago infernal de rojo negruzco: El humo de las fábricas y las luces dan un aire de consternación y de espanto al cielo de esas noches parisienses.
«Cielo de París», Las Estampas Iluminadas
Algunas noches, Pepita, a quien no divertían tanto como a Soledad los conciertos del hotel Lutecia, salía en compañía de Larrañaga por el bulevar Raspail.
Este bulevar nuevo, con su aire alemán, su andén en medio, estaba solitario y desierto. Algún vagabundo se veía sentado en un banco, alguna criada o portera paseaba al perro atado con una cadena. A veces se alejaban Pepita y José y cruzaban el bulevar de Montparnasse. Fueron también algunas veces por la calle de Vaugirard arriba hacia el barrio de los estudios de los pintores, donde habían estado días antes.
Entraban en cafetines y en bailes de acordeón, en los que había una pareja de guardias de orden público a la puerta.
Bailaban, y Pepita se divertía muchísimo. Al salir contemplaban el cielo y la torre de Eiffel, que se encendía con unos anuncios luminosos.
«Este cielo de París, de noche, es sugestivo por lo dramático —decía Larrañaga—. Se pone rojo, como si hubiera un incendio, y en ese rojo se destacan las nubes negras. La noche de París es extraordinaria; todo lo que tiene el día de vulgar y de burgués, lo tiene aquí la noche de trágico. Esta noche parisiense habla en tono grave y terrible.»
A la semana de estar en París se presentó de nuevo Fernando.
Al parecer, Pepita y él se habían reconciliado o, por lo menos, tenían una tregua en su enemistad.
La tendencia al análisis es una tendencia fatal para todas las ilusiones. Inspira suspicacia, inventa experiencias que hacer, experiencias que cuando salen mal persuaden, y cuando dan buen resultado no parecen convincentes.
El hombre maquinador y desconfiado no descansa, y si puede ensayar algo que le ha de hacer sufrir, lo hace. Hay casi siempre un fondo de masoquismo en estas experiencias.
Una noche Larrañaga salió de su hotel con intención de espionaje; marchó por la calle de Babilonia y llegó al bulevar Raspail. En vez de entrar en el hotel Lutecia, se fue a la acera de enfrente. Ya sabía cuál era el balcón del cuarto de Pepita.
Se veía el cielo gris, azulado; la fachada blanca del hotel y varios balcones iluminados por dentro.
El balcón de Pepita estaba abierto de par en par. Ella, vestida de blanco, iba y venía por el cuarto y se asomaba al balcón.
Larrañaga se dispuso a observar desde el portal. A él no le podían ver.
De pronto apareció Fernando en el balcón. Hablaban marido y mujer. Luego él le pasó la mano por la cintura.
Se cerró el balcón y después debieron correr una cortina por dentro.
«¡Pchs! Si se entienden, mejor», murmuró Larrañaga, y tomó por la calle de Babilonia, en aquella hora desierta, para volver a su hotel.
Por la mañana siguiente Larrañaga creyó notar que había buena armonía entre Pepita y Fernando, y, en vez de alegrarse, tuvo un momento de rabia y de cólera.
«Es curioso —se dijo— la simpatía y el entusiasmo que sienten las mujeres por los hombres bestias, egoístas y puramente animales. Se ve que los legitiman; quizá porque les encuentran muy parecidos a ellas.»
Hecha esta reflexión pesimista se marchó a su hotel y después a la estación para ir camino de Rotterdam.
Itzea, agosto 1926