VI

DOS TALLERES

En la esfera del arte, el hombre que pueda lanzar una teoría absurda para los necios, como quien echa carne a las fieras, y trabaje después modestamente en su rincón, demostrará que es un sabio. Tendrá la obra y el éxito. ¿Pero hay alguien tan sabio y al mismo tiempo tan histrión que pueda hacer esto?

«Histrionismo y trabajo», Fantasías de la época

Silvia les había recomendado que fueran a visitar el taller de un pintor vascongado, que, según ella, era algo extraordinario. Silvia les dio las señas de su taller, en el barrio de Vaugirard.

El chófer no sabía a punto fijo dónde estaba la calle, y les dejó cerca del Instituto Pasteur.

—¿Qué calle es esta? —preguntó Larrañaga.

—La calle Plumet —dijo Soledad, leyendo el rótulo en una esquina.

—¿Esta calle Plumet no os dirá nada a vosotras? —preguntó Larrañaga.

—No. ¿Qué quieres que nos diga?

—A mí me produce una gran melancolía.

—¿Por qué?

—Esta calle aparece en esa novela de Víctor Hugo, Los Miserables. ¿No la habéis leído?

—No. Mi padre, creo que sí —contestó Pepita.

—En esta calle viven Juan Valjean y Coseta. Cuando yo, de chico, leía ese libro, ¡cómo me impresionaba! Era el misterio romántico. Después le volví a leer y me pareció casi una tontería. ¡Qué lástima que se adquiera con la vejez ese sentido crítico inútil y antipático! Esta calle Plumet debía prolongarse mucho, porque salía cerca de la calle de Babilonia, y aquí debía de haber casas bajas con pabellones rodeados de jardines y de parques, casas de pequeños misterios y enredos.

Recorrieron la calle Plumet y otras adyacentes y dieron con el taller del pintor.

Era un barrio de estudios; cada casa tenía diez o doce pabellones metidos en un patio, con sus calles pequeñas correspondientes. En este ambiente gris todo parecía que debía estar húmedo; aquellos pabellones ofrecían cierto aspecto de pabellones de hospital.

Subieron unas escaleras de hierro hasta el estudio.

El pintor se les presentó. Larrañaga pensó en seguida que era un mal farsante. Los buenos farsantes le gustaban.

En el estudio pequeño había como un palco con la cama y algunos pocos muebles.

Con el pintor vasco se hallaban otro pintor joven, murciano, y un judío pequeño, harapiento, como un mendigo, que al parecer era corredor de obras de arte.

El pintor les mostró los tres o cuatro cuadros que tenía en el estudio. Ninguno le pareció comprable a Larrañaga. Todo era, según él, muy malo y muy vulgar.

El pintor enseñó sus telas y dio muchas explicaciones técnicas: por qué había empleado aquí colores complementarios, por qué allí no los había usado.

—Las razones son mejores o peores —dijo Larrañaga a Pepita—, pero los cuadros son feos.

—Sí. A mí tampoco me gustan nada.

El pintor, que vio que no tenía éxito, afirmó, dirigiéndose a medias a su compañero y a Larrañaga, como si fuera una idea que se le hubiera ocurrido en aquel momento, que la pintura no debía aproximarse nada a la Naturaleza, y que la técnica, modernamente, era lo que daba la personalidad.

—El que la pintura no se debe acercar a la Naturaleza —dijo Larrañaga— es sencillamente una tontería, porque fuera de la Naturaleza no hay nada. Respecto a que la personalidad la dé la técnica, me parece también falso. Es como si se dijera que la simpatía nace de la forma de las corbatas; claro que hay una técnica inconsciente que nace del temperamento y que se puede encontrar y desarrollar; pero la técnica consciente, aprendida, no puede dar personalidad, si no la tiene el artista.

—Yo creo que sí.

—Yo creo que no. No entiendo mucho de pintura, pero tengo alguna afición. Muchas veces he estado contemplando los cuadros de Vermeer de Delft en los museos de Holanda. ¿De qué depende el encanto de estos paisajes? ¿De que son realistas? No. ¿De que tienen un dibujo más exacto que los otros? No. ¿De que el colorido es mejor que en los otros paisajistas? Tampoco. Es un encanto inexplicable, una mezcla de sutilidad, de ingenuidad, de gracia amable, de amor ingenuo por las cosas, de voluptuosidad por la vida. Para eso no hay técnica que valga.

—Así, todo queda sin explicación —dijo el pintor.

—Y es natural. La explicación falsa es inútil. Si hubiera recetas, procedimientos en la literatura y en el arte serían del dominio común y, por lo tanto, no valdrán nada. No hay secretos. No hay más que los hombres son distintos, que el uno es como un naranjo y el otro como un chopo; no hay más que eso. Un pintor como Goya pinta en un día un retrato grande, otro como Gerardo Dou emplea un mes en pintar el palo de una escoba. Un escritor sabe perfilar una página, el otro es capaz de inventar; pero casi siempre el que perfila no puede inventar, y el que inventa no sabe perfilar.

—Nada, nada. A la oscuridad, al misterio —dijo el pintor de mal humor, volviendo sus cuadros del revés y apoyándolos en la pared.

—Naturalmente, a la oscuridad y al misterio para lo que es oscuro y misterioso. Definir el misterio y deslindarlo en parte, es aclararlo.

—Yo creo que hay muchas cosas que la gente no entiende si no se le explican.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, los libros de Dostoievski. También hay necesidad de explicar a la gente lo que son.

—No hay necesidad ninguna de explicar a Dostoievski —replicó Larrañaga—. Lo comprende todo el mundo. Es más: para mucha gente es un folletinista genial.

El vasco y el murciano eran gentes de muy poco interés, amargados, y repetían con seriedad enfática una porción de ideas viejas, manoseadas, que ellos sin duda creían geniales, con una falta de gracia verdaderamente extraña.

Larrañaga encontró que los dos pintores eran demasiado aburridos para tomarlos en serio, e inició la marcha.

Al salir, dijo a Pepita:

—Estos pobres diablos no han dicho más que tonterías y vulgaridades. ¡Qué gente más petulante y más estúpida! Hoy un mecánico, un fabricante cualquiera, un empleadillo, es más inteligente y más interesante que estos tipos.

—¿Por qué te incomodas?

—No me incomodo; pero me desagrada ver estos lugares comunes vivientes. ¡Y hay gente que cree en la inteligencia, en la espiritualidad y en la generosidad de estos tipos que son torpes, obtusos y mezquinos! Es el entusiasmo por la inutilidad, por la majadería y por la petulancia.

Al bajar al patio vieron enfrente un taller grande de escultor, en donde se levantaba un monumento a los soldados de la guerra, con un campesino y una mujer llorando, y alrededor una serie de cabezotas pintadas extraordinarias.

—¿Qué demonio es esto? —se dijo Larrañaga, y se puso a contemplar desde un cristal el interior de un taller grande.

—Pase usted, si quiere —dijo una voz atrás, en francés.

—Perdone usted mi curiosidad —contestó Larrañaga—; ¿qué clase de taller es este?

—Es un taller de caretas.

—¡Ah!

—Pero, pase usted, y que pasen estas damas un momento.

Pasaron los tres. Estaba el taller lleno de grandes moldes, manos gigantescas, pies enormes, narices, y había una estantería con toda clase de caretas.

El escultor trabajaba, haciendo moldes grotescos, y muchas veces de las estatuas clásicas sacaba las caricaturas.

—¿Este monumento conmemorativo de la guerra es también de usted? —le preguntó Larrañaga.

—Sí; es malo.

—A mí no me parece malo. Hay trozos muy bonitos, pero el conjunto es frío.

—Tiene usted razón. Yo no siento ese arte de cementerio.

—¿Con la escultura no se podrá vivir en París?

—¡Qué se va a vivir! Imposible. Somos muchos escultores. Hay una Sociedad, medio industrial, medio comercial, dirigida principalmente por marchantes judíos, artistas de poca aprensión, periodistas, coleccionistas, mundanos y críticos, que manejan esta cuestión del arte y la convierten en un gran negocio internacional. ¿No está usted dentro de ella? Pues se ha fastidiado usted.

El escultor era un tipo burlón, simpático, convencido de que no se podía hacer nada. Se despidieron de él, dándole la mano, y salieron a la calle.

Poco después se cruzaron con el judío que vieron en el estudio del pintor vasco. Era un judío caricaturesco. Marchaba encorvado, harapiento, con su hopalanda desteñida, y andaba despacio, con los pies planos.

—Esos pintores son como Pieles Rojas —dijo Larrañaga—. ¡Qué van a comprender esas gentes del mecanismo de la vida moderna! Es natural que no digan más que tonterías.

—Pero el escultor era muy simpático.

—Sí, muy simpático y muy gracioso. ¡Qué idea el ponerse a hacer caretas! Está muy bien eso. Se ve que la careta, la máscara ha tenido que ser algo muy serio para el hombre. Yo creo que en el Carnaval hay algo respetable y digno. Tiene que estar relacionado con el culto antiguo de los animales con el totemismo y la zoolatría.

Larrañaga se extendió en su entusiasmo por el Carnaval en la historia, y, contó cómo en Oyarzun había un círculo de piedras al que llamaban Mairu-baratza, ‘jardín de las máscaras’ o ‘jardín de los duendes’, que es un antiguo cromlech.

Esta mezcla de lo prehistórico con las máscaras y los duendes fiaba a la imaginación de Larrañaga perspectivas lejanas.