LA MADRE DE LA MARIPOSA
Cuando se ve la clínica o el hospital de la gran ciudad del Norte, en una calle negra de un barrio negro, da la impresión de que los cristales deben estar horadados, desgastados por las miradas de angustia de los enfermos, que contemplan el cielo ansiando salir de allá.
Yo siempre pienso —dice Joe— que debe ser mejor morir como el salvaje al pie de un árbol, o a la puerta de una cueva, de cara al sol.
«La clínica y el hospital», Croquis Sentimentales
Telefoneó la francesa, María Luisa, para ir al hospital a buscar a su madre; fueron a la calle de San Dionisio, y, en automóvil, marcharon al hotel Lutecia, donde se quedó Soledad con los dos niños de la francesa.
De allí, María Luisa, Pepita y Larrañaga siguieron hasta el hospital.
Entraron por una puerta en una plaza grande, con árboles y bancos. Era el patio del hospital; allí, una serie de tipos de convalecientes, vestidos con gabanes y con gorras, paseaban lánguidamente. Las enfermeras, vestidas de blanco, con algún jersey o chaqueta puesta encima de la cabeza se defendían de la llovizna.
Aquellos grupos de hombres y mujeres astrosos, cojos y mancos, decaídos, sin fuerza ni para hablar, tenían un aire muy triste.
La francesa y Pepita entraron en el hospital y salieron media hora después, acompañando a la enferma, que se apoyaba en un bastón y en una muleta e iba doblada, encorvada.
La madre de la francesa era flaca, esquelética, con la cara blanca, amarillenta, los ojos claros, el pelo gris y una costra en el labio. Tenía expresión triste, huraña y desesperada, vestía un traje viejo y llevaba toca negra en la cabeza.
Sin duda, no esperaba nada bueno de la clínica a donde la llevaban, a juzgar por su gesto malhumorado.
Era una momia viviente, de color amarillo terroso; sólo los ojos, azules claros, brillaban con una energía un poco animal.
Parecía que no le sostenían más que sus dolores y su desesperación. Miraba con verdadero odio a todo el mundo, empezando por su hija.
La vieja habló en francés, dirigiéndose a Pepita. Se quejó de unas ofensas, seguramente imaginarias, que le habían inferido en el hospital, echando la culpa a su hija, que la abandonaba.
—No creas que me lleva a una clínica… —añadió—; no… me lleva a una prisión para que me maten allí.
—Por Dios, mamá. ¡Cállate!
—No, no me callaré. Quieren acabar conmigo… les estorbo.
—Bueno. Vamos —exclamó María Luisa con dureza.
Larrañaga ayudó a subir al auto a la vieja.
Se instalaron las tres mujeres en el interior y Larrañaga subió al pescante.
La vieja tenía tan mal aspecto, tan extenuado, que Larrañaga pensó que se podía morir en el auto.
La vida de esta pobre mujer había sido muy triste, si era cierta la historia contada por Silvia en la tertulia de la calle de Babilonia. Había sido muy guapa. Casi en la niñez, la sedujo un primo, hombre joven, donjuanesco y brillante; después había acompañado a una tía suya de la aristocracia, señora vieja, y luego la casaron con un español. El marido la abandonó por completo. Ella se enredó con un hombre que era un déspota, y así vivió, sin darse cuenta de nada, en completa inconsciencia, hasta la vejez, en que se despertó en la miseria.
Sus parientes españoles la acogieron en Bilbao, en donde, al parecer, iba arreglándose su vida; pero el matrimonio de su hija había sido desastroso.
«Qué desdicha la vida de algunas personas», pensaba Larrañaga, mientras iba en el auto cruzando calles y más calles.
La clínica estaba en una avenida larga del barrio de Montrouge, avenida larguísima, de casas altas y negras.
Era un edificio pequeño y gris, con dos pisos y uno bajo; en cada piso se abrían tres ventanas; daba a la calle y a un callejón estrecho.
En el callejón había un jardín de dos metros de ancho, con unos cuantos rosales miserables, en cuyas ramas se veían algunas pobres flores marchitas.
Sacaron a la vieja del automóvil y la llevaron a la clínica.
La entrada era negra, siniestra; no prometía nada bueno. Salió a recibirles una mujer flaca, de cara dura y ojos brillantes y maliciosos de rata.
—Esta mujer será capaz de cualquier cosa —pensó Larrañaga, y la supuso envenenando a algún enfermo o provocando abortos.
La vieja enferma se echó a llorar.
Larrañaga se acordó de una impresión de la niñez.
Había, en la infancia, acompañado al médico del pueblo a visitar un caserío.
En este caserío, el hermano del amo se hallaba tísico. El amo y la mujer indicaron al médico que dijera al enfermo que estaría mejor en la Casa de la Misericordia. El médico se lo dijo y el enfermo, hombre de gran tipo, alto, flaco, de nariz aguileña y de cara larga, volvió la cabeza sin decir nada y la cara se le llenó de lágrimas.
—Aquí te encontrarás bien —dijo la francesa a su madre—. Esto, con sol, será alegre.
—Sí, seguramente —dijeron Pepita y Larrañaga, aunque ninguno de los dos estaba muy convencido de ello.
Al volver al hotel Lutecia, María Luisa recogió a sus dos niños y se fue con ellos.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Pepita a Larrañaga.
—Esa clínica da horror. Recuerda las clínicas del folletinista Montepin. Me parece que dentro no se pueden cometer más que crímenes.
—¡Qué exageración!
—Es la impresión que me ha producido. Indudablemente hay ocasiones en que la vida se parece al folletín, y ese momento en que llevábamos a la vieja a esa clínica tan sombría, era folletinesco. La naturaleza grande no recuerda nunca la literatura; pero el rincón ciudadano recuerda la literatura, no sólo la buena, sino hasta la mala. Estos sitios siniestros de París tienen aire para ser descritos por Montepin y Gaboriau.
A Larrañaga le entró al día siguiente la curiosidad de saber qué habría hecho la vieja en la clínica.
«Sí. ¿Iría por allá? ¡Eh!, ¿para qué?», se dijo.
Al tercer día, decidido, tomó el metropolitano con intención de preguntar por la enferma.
Al pasar por el callejón con el jardincito estrecho en donde estaba la entrada de la clínica, se encontró con un joven elegante que esperó con él en el vestíbulo.
El joven elegante era de palidez extraña.
Larrañaga hubiese dicho que llevaba los ojos y los labios pintados.
Vino la conserje y dijo a Larrañaga:
—Esa enferma por la que usted pregunta acaba de morir.
—¿Cuándo?
—Hace unas horas.
El joven elegante había preguntado también por la madre de María Luisa y quedó impresionado al saber su muerte.
—¿Es que quizá es usted pariente de esa señora que acaba de morir? —preguntó el joven efebo a Larrañaga.
—No; yo vine el otro día con una prima mía, amiga de la hija de esta señora, a traerla a la clínica, y ahora quería saber su estado.
—¿Vino usted con una señora española?
—Sí.
La conserje les dijo que podían subir a ver el cadáver, si querían.
Larrañaga vaciló, pero subió con el joven elegante. Pasaron por un pasillo estrecho, donde olía a algo como yodoformo mezclado con éter y a alguna otra droga. Se hallaba la vieja muerta en la cama, en un cuartucho pequeño, tapada con una sábana. Ya no tenía la cara huraña y rencorosa de la vida. La muerte le prestaba serenidad y cierta belleza. Debía parecerse a lo que había sido en su juventud.
—Era una pobre mujer muy buena, muy desgraciada —dijo el efebo—. La vida es muy dura para algunas gentes.
Larrañaga y el joven bajaron al portal y salieron a la calle.
—¿Quiere usted que le deje en su hotel? —preguntó el joven.
—No, muchas gracias.
—¿Por qué no?
—Tomaré el metropolitano.
—No, hombre; yo le llevaré a usted.
Larrañaga accedió y entraron en un automóvil elegante.
—Pobre mujer; ¡qué vida más perra ha llevado! —repitió el efebo—. ¿Usted la ha conocido?
—No. Hace unos días la vi por primera vez al acompañarle a esta clínica con una prima mía.
—¡Ah, sí, la española!
—Sí.
—En fin, la pobre mujer ha acabado.
El joven cerró los ojos y bostezó.
—¿Tiene usted sueño? —le preguntó Larrañaga.
—Sí. No me he acostado esta noche.
—¿Por capricho?
—Hace uno una vida absurda, ridícula.
—¿Pero no puede usted cambiarla?
—Lo que usted dice. No la puedo cambiar. Tengo buenos propósitos, buenas intenciones; pero no los realizo. ¿Usted cree que se puede dar ese caso de un hombre con ideas del deber, de pundonor, de nobleza y que sea un pervertido, un crapuloso?
—Sí se puede dar, teniendo poca voluntad.
—Pues eso me pasa a mí. Por mis deseos sería un caballero intachable, pundonoroso, digno… Bueno; pues por mis actos, soy un cerdo. ¡Y al menos, ya que soy un cerdo, si tuviera la moral del cerdo!… Pues no la tengo; no la tengo y no la voy a poder tener. Es lo peor eso de no ser hombre de una pieza. Yo a esos tipos los envidio. Es uno ladrón, pero tiene la moral del ladrón; es uno asesino, con la moral del asesino… Eso está bien. Lo demás es ridículo. Una cocotte que quiere ser novicia, un Landrú sentimental… Eso es despreciable. ¿No le parece a usted?
—Sí; es una ética literaria la de usted.
El joven suspiró.
—Mi vida ha sido también absurda —dijo.
—¿Pues? ¿Qué le ha pasado?
—Figúrese usted. Hasta los veintitrés años he vivido en la mayor miseria, en la bohemia más terrible, y a los veintitrés años he heredado una fortuna y un título.
—Pero eso es una gran suerte.
—No lo creo yo así.
—¿Pues qué hubiese usted deseado? ¿Lo contrario? ¿Haber vivido bien de joven y luego de viejo pasar miserias?
—Eso hubiera sido mejor para mi alma.
—¡Bah! Eso es una broma.
—No, no. Para mí no es una broma. La salvación de mi alma no es una broma.
—¿Piensa usted de veras en la salvación de su alma?
—Sí… ¿Usted, no?
—Yo, no. Yo no creo en una vida futura.
—No. ¡Un español! Le compadezco.
—Sí, es lógico que un creyente compadezca al incrédulo.
—Pues yo creo, creo con toda mi alma, y creo que por muy pecador que haya sido, o que sea, obtendré el perdón de la misericordia divina. Un día abandonaré mi riqueza y me iré a un rincón a pedir a Dios que tenga piedad por mí.
El joven efebo, al decir esto, palideció más y juntó las manos temblorosas. Larrañaga se le quedó mirando asombrado. Indudablemente no bromeaba. El elegante sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos. Se los secó, indudablemente, con cuidado para no estropearse la pintura.
Llegaron hasta parar delante del hotel donde se hospedaba Larrañaga.
—Adiós, señor —dijo el joven—. Si le ve usted a María Luisa, dígale usted cómo se encontró conmigo en la clínica, con el Marquesito.
—Muy bien. Se lo diré.
Larrañaga pensó que aquel joven era a quien el marido de María Luisa había llamado con sorna el ángel del homosexualismo.