III

LAS DECADENCIAS

La veíamos en el paseo de la capital de provincia, de niña aún, todavía no adolescente, el aire provocativo, la sonrisa burlona, los ojos brillantes, recogiendo las miradas de los chicos, de los hombres y de los viejos.

Era una mariposa de colores espléndidos, pequeña Afrodita vestida a la moda. Cada día constituía para ella una jornada gloriosa; el coro de entusiastas, de galanteadores, de golosos, le daba la impresión de vivir sobre una nube dorada. Imposible pensar que habían de llegar para ella las horas de las pequeñas miserias tristes de la vida…

Pocos años después, con el maridito de cara agria y dos hijos raquíticos, cruza el paseo. Se acabó la gallardía y la juventud. A la pobre mariposa, si no le han clavado con un alfiler en un cartón, le quitaron el brillo de las alas.

«La mariposa», Croquis sentimentales

Silvia había dicho a Pepita que había visto a la amiga de Soledad en un hotel bastante malo, el hotel de Tours de la calle Jacob, hacía un año o cosa así.

—Entonces vivía en un cuarto malísimo, infecto —añadió.

—¿Vamos a ver a esa chica? —preguntó Pepita a Soledad.

—Sí, vamos.

—¿Está lejos esa calle Jacob?

—No, bastante cerca —dijo Larrañaga—, es una calle paralela al bulevar de San Germán.

—Entonces, iremos si queréis, a pie.

Así lo hicieron. Salieron los tres del hotel.

—Qué cara más triste y más cansada tienes —dijo Pepita a Larrañaga—. ¿Te pasa algo?

—Nada.

—¿Sabes? Tienes la expresión de alguna gente de aquí, pero no de la gente rica y satisfecha de vivir, sino de la gente que pasa así, como triste, preocupada. Andas por el pueblo como una fiera. Parece que para ti los demás no son hombres, sino cosas que estorban.

—Claro. Es el sentimiento general de todos los rechazados que no tienen nada de santos. Más bien odian que quieren. En el pueblo rico, piensan: «Esa casa será de algún canalla que se habrá enriquecido robando; ese automóvil, de algún comerciante fraudulento; esa mujer se irá con ese hombre, porque la habrá pagado».

—¡Qué mundo más feo es el vuestro!

—Es el mundo de los golfos; el mundo de la negación.

—Muy bonito mundo.

—Es, sin duda, el común denominador de todos los miserables y fracasados.

—No veo por qué te consideras en esa clase.

—Porque lo soy.

—Comprendo que vivir solo debe ser muy triste, y comprendo también que, en estos pueblos grandes, a la persona que sea un poco rara, como tú, en vez de hacerla como a todo el mundo, la convierta en más recogida y reconcentrada.

—Es natural.

—Es lo que se nota en tu cara; vas pensando en tus cosas sin preocuparte de lo que pasa por delante de tus ojos.

—¿Crees tú?

—Así me parece. Tienes aire de ser del montón.

—Es para mí bonito esto de no tener aspecto de nada, no ser ni muy alto, ni muy bajo, ni muy rubio, ni muy moreno, ni llevar grandes barbas, ni grandes anteojos, ni grandes melenas.

—Ser una persona vulgar.

—Ser ciudadano de Europa, pasar inadvertido en París o en Londres, en Berlín o en Madrid. Ser para los demás una figura sin carácter y sin color y, en cambio, ser para uno mismo, lo absoluto.

—La soberbia de Lucifer.

—¿Es que no es uno para sí mismo el universo entero? Uno es todo: el tiempo, el espacio, la causalidad, el mismo Dios si se tiene la veleidad de creer en él.

—¿Y los demás?

—Los demás son el Cosmos. Cosas que se mueven y que hablan.

—¡Qué absurdos!

Fueron a la calle Jacob, preguntaron en el hotel de Tours, y les dirigieron allí a otro hotel de la calle del Sena, el hotel del Volga.

Este día de domingo, día oscuro, lluvioso, caliente, la calle del Sena estaba desierta, las casas leprosas se alargaban a un lado y a otro; se veían los portales con sus pasillos negros.

El hotel del Volga era una casa vieja, alta, cerca del pasaje del Instituto de Francia.

Entraron en el portal hasta el despacho. Salió a recibirles la dueña. Era una mujer grande, roja, abultada, de unos cuarenta años, de cara ancha, con pechos monstruosos y bajos, vestida con una bata y con muchas pulseras y anillos. Tenía ojos claros e irónicos y aire cínico y atrevido.

Les habló con acento desdeñoso y desvergonzado.

Les dijo que la María Luisa y su marido, se habían marchado hacía ya bastante tiempo del hotel, dejando a deber algunos meses, y que, al parecer, estaban en el hotel de la Esperanza, de la calle de San Dionisio.

Al bajar del primer piso al portal, se cruzaron con una vieja alta que parecía un cargador.

—Estas viejas francesas tienen un aire horrible —dijo Pepita—. Las viejas españolas parecen brujas, pero estas tienen aspecto de cargadores.

—Sí, tienen mal aspecto.

—Y pensar que quizá en la juventud esta mujer era guapa.

—¿Tú crees?

—Es muy probable.

—¿Está muy lejos la calle de San Dionisio?

—No; hay que cruzar el río, pero no está lejos.

Cruzaron el río y Larrañaga les dirigió a la calle de San Dionisio. Como no sabían el número, recorrieron casi toda la calle para ver si daban con el hotel, y no encontrándolo, Larrañaga preguntó en una taberna. El tabernero le indicó hacia dónde estaba el hotel, en una esquina.

Era una casa bastante grande, negra y siniestra. Tenía esa sordidez y esa mezquindad francesa que no está reñida con cierto aparato.

—Es difícil tener aquí esperanza —dijo Larrañaga.

La frase era demasiado cierta y demasiado triste para tomarla a broma.

En el portal, una mujer gruesa y roja hacía la guardia.

—Esto es desolado —exclamó Pepita.

—¿Pues qué creías, que aquí era todo alegre?

Siguieron un pasillo, a cuyo extremo estaba la oficina del hotel, con un llavero, y en el fondo, un cuarto iluminado por una luz eléctrica, en donde escribía un señor rubio de grandes bigotes.

Preguntó Soledad por su amiga.

—Esa señora —dijo el de los bigotes— está en el número 47, en el quinto piso.

Comenzaron a subir las escaleras despacio y llamaron en el número 47.

—¡Adelante! ¡Entrad! —dijeron de adentro.

Pasaron Soledad y Pepita, y después pasó Larrañaga.

El cuarto era pequeño, tapizado con papel marchito; tenía cama, chimenea con espejo y un reloj parado, una ventana al patio, una alfombra raída y una butaca. Olía a comida y a perfume.

María Luisa, la francesa, reconoció en seguida a Soledad, le estrechó la mano y la besó.

No parecía muy contenta de que le vieran en aquel rincón. Tenía dos chicos; el mayor, rubio, con aire francés y gestos franceses; la niña, con más tipo de española. Ella estaba ya vieja; miraba, con envidia mal disimulada, los trajes de Pepita y de Soledad, y sin duda los comparaba con el suyo.

—Si tienen ustedes que hablar —dijo Larrañaga—, yo iré a dar una suelta y volveré dentro de poco.

—No, no, puede usted quedar aquí.

María Luisa empezó a contar su vida. Durante la guerra habían sufrido una miseria horrible, sin carbón y sin medios de ninguna clase. Su marido, hecho un vago, se pasaba la vida en los cafés y en los bares.

En el período de la guerra conocieron a un aristócrata que negociaba en antigüedades y su marido se había asociado con él. En este tiempo, su marido parecía formalizarse, pero cuando comenzaban a marchar mejor, y estaban para establecerse, al socio aristócrata lo llevaron a la cárcel como cómplice de vender cocaína.

Desde aquella época, su marido, hundido en la crápula, no hacía nada, y ella se había separado de él.

Su marido era un canalla, estafador, vicioso, hundido en todos los vicios. Ella le odiaba profundamente.

El socio aristócrata estaba, por entonces, en la cárcel, en una celda sin luz; los meses de verano aún podía resistir, pero durante el invierno su vida había sido terrible. Lo malo era que, probablemente, lo expulsarían de Francia y con esto se acabaría el negocio de antigüedades, que todavía a ella le daba algo.

El aristócrata era más decidido que su marido. Ella no le tenía ninguna simpatía, porque era un cínico y a ella le había hecho proposiciones indecorosas.

—Ya ves mi romanticismo a donde me ha llevado —le dijo a Soledad—. No quisiera volver a España.

Soledad registró su portamonedas e iba a dejar, probablemente, su dinero sobre la cama, pero María Luisa le agarró de la mano y le dijo:

—No quiero nada; únicamente quisiera pediros un favor. Mi madre está, desde hace mucho tiempo, enferma en el hospital, y por un amigo he conseguido llevarla a una clínica. Quisiera que mañana o pasado viniérais aquí con un automóvil, fuéramos a buscar a mi madre y la lleváramos a esa clínica.

—Sí, con mucho gusto.

—Pues bien, entonces os telefonearé.

Después de charlar otro rato se dispusieron a salir.

En la escalera se les acercó a saludarlas el marido.

Este vivía en el mismo hotel, pared por medio, de su mujer. Se presentó a ellos.

Era un hombre pálido, calvo, casi harapiento, indiferente, la nariz larga, el bigote caído, la mirada burlona. Les acompañó un rato en la calle, hablando.

No quería más que justificarse.

Se veía en él al hombre caído en la crápula, sin voluntad, cínico, capaz de cualquier cosa. Su mirada y su sonrisa eran de lo más bajo y miserable.

El marido aseguró que él no tenía la culpa del desastre de la familia. Los asuntos no habían salido bien, él se arruinó y arruinó a su mujer. Había hecho todo lo posible para salir del atranco; María Luisa se consideraba con derecho a vivir bien, porque sí.

Se dedicaba a la venta de antigüedades, industria que no daba más que para mal vivir.

Se quejó de su suegra, la pintó como mujer de genio insoportable, capaz de deshacer, no un matrimonio, sino todos los matrimonios habidos y por haber.

María Luisa le odiaba por su fracaso; él pensaba que su mujer se hubiera marchado con un hombre rico, de encontrarlo, con todas sus alharacas de moralidad; lo que pasaba es que no lo había encontrado.

A pesar de esto, su mujer tenía un protector, amigo del socio, que era un invertido, joven aristócrata, marqués, a quien llamaban el Marquesita.

Su suegra contaba cómo el Marquesita había aparecido una vez en el cuarto del hotel vestido de frac, a socorrerles y a llevarles dinero. La suegra lo comparaba con un ángel; era, según dijo con sorna el marido, el ángel del homosexualismo.

El cinismo del hombre produjo un movimiento de repulsión en Larrañaga.

Este advirtió que tenían prisa y que tenían que tomar un auto.

«Está bien, está bien, les acompañaré», repuso el marido, que comprendía la mala impresión que causaba, pero que, sin duda, no le importaba.

Seguía el marido marchando por el arroyo y hablando, cuando se le paró delante un tipo grueso, con la cara roja, ancha y brillante, de bigote pequeño y sombrero de paja. Parecía borracho, cínico y crapuloso.

El marido hizo una mueca de disgusto e intentó separarse, pero el otro no se dio por vencido y le agarró del brazo.

El marido, resignado, se despidió de Larrañaga y de sus primas, mientras el hombre gordo, saludando ceremoniosamente con el sombrero de paja, decía en tono melodramático:

—Perdón, señores y señoras. Yo no puedo permitir que un amigo me desprecie. Ustedes son españoles… Los españoles son orgullosos… pero la Francia está por encima de todos los países.

—Bueno, bueno. Has hablado demasiado —dijo el marido en francés, con mal humor—. Basta de necedades.

—Esto es lo peor de la miseria —dijo Larrañaga al quedarse los tres solos—. La miseria lo disuelve todo, no deja ni rastro de los resortes morales.

—¡Pobre gente! —exclamó Soledad.

—¡Qué pareja! —dijo Pepita—. Ella, cansada, fea, agria, y él, odioso, cínico.

—Ese desdichado —repuso Larrañaga— habrá sido un joven con ilusiones, con cierta dignidad y habrá ido cayendo, cayendo poco a poco, hasta sonreír de una manera cínica del horror y de la repulsión que produce. Yo no sé si el granuja se forma o surge de pronto. Es un punto que no he dilucidado. Realmente no se puede tener mucha confianza en la vida —añadió Larrañaga—. ¿Y era, de verdad, tan bonita esta María Luisa?

—Muy bonita —contestó Soledad—, muy alegre, muy coqueta.

—Pues ahora no lo parece.

—En el colegio le decían la Mariposa y a mí la Mosquita Muerta.

—¿Y era buena chica? ¿No era embustera?

—Sí. Era un poco embustera y fantástica. Hablaba de que tenía parientes entre la aristocracia francesa, de que había viajado… Nos divertía mucho con sus ocurrencias.

—Sí, en general la vida es terrible para la gente de imaginación. Bueno. ¿Qué hacemos? ¿Queréis que comamos por aquí?

—Bueno.

—Antes había aquí tabernas siniestras; pero han desaparecido. Todos estos hoteles deben ser casas de citas.

En las puertas de los hoteles, las mujeres que hacían guardia avanzaban en la calle a detener al que pasaba. Algunas cantaban con voz ronca. Se veían grupos de chulos con trajes de mecánico o de chóferes.

—Este es el vicio siniestro —dijo Larrañaga.

—Nunca me ha parecido todo esto tan triste.

Cenaron en el Escargot d’Or.

Larrañaga hizo algunas reflexiones acerca de la vida de las grandes ciudades y de las sorpresas de la edad.

—Uno era el chiquito entre los grandes —dijo con aire melancólico—. Sus palabras hacían sonreír por ser dichas por un pequeño. Al cabo de algún tiempo se convierte uno en uno de tantos, hasta que un día, ¡extraña sorpresa!, es uno el más viejo de todos. Es la historia vulgar, la eterna historia, y que, sin embargo, sorprende como algo raro.

—Mira, cállate —le dijo Pepita—; yo prefiero ver la vida de manera superficial; tú todo lo intentas penetrar y no sacas a flote más que cosas tristes y feas.

—¡Qué quieres! Yo no tengo la culpa.