TERTULIA PARISIENSE
Este salón de un piso bajo del faubourg Saint Germain tiene el aspecto de un fondo de estampa del siglo XVIII. Las puertas son altas, los techos son historiados, hay panneaux decorativos, espejos y arañas, todo muy rococó. Hay algún sillón Regencia, consolas y secretaires.
En este salón, una señora entonada y de pelo blanco, habla con sus amigas; las señoras jóvenes, toman el té y ríen, y se cuentan algo subversivo; las muchachitas se reúnen y charlan; unos jóvenes toman posturas y un señor de pelo blanco, filosofa.
Todos hablan como si cada palabra se acabara de inventar en aquel momento, como si fuera un dulce que hay que saborear.
Esta tertulia es como un concierto en el cual nadie desafina, pero que quizá es un poco monótono.
En el reloj dorado, una musa espiritual y refinada quizá la musa del lugar común, sonríe complacida a sus adoradores.
«La conversación francesa», Las estampas iluminadas
Unos días después, en uno de los grandes almacenes, Soledad encontró a una señora de Bilbao, con cuya hija había estudiado con ella en el colegio.
Esta señora se llamaba Silvia; era alta, pomposa, vestía a la última moda. Soledad presentó a Pepita y a Larrañaga a Silvia, y hablaron largo rato.
Silvia contó que volvía de Suiza de ver a un hijo suyo, enfermo, que pasaba una temporada en un sanatorio, y en el tren, al volver a París, había conocido a la mujer de un príncipe de Afganistán. Hablaron mucho las dos; la afgana marchó a su palacio y Silvia al Gran Hotel; dos o tres días después, la afgana fue a buscarla, y le enseñó su casa, una casa rara, absurda, completamente oriental, con divanes y mosaicos por todas partes, y una alcoba como una mezquita, que tenía en medio un elefante de ébano y sobre el elefante una cama.
—¿Y se acostaba esa señora sobre el elefante? —preguntó Pepita.
—Sí; yo la pregunté: «¿Cómo sube usted hasta ahí arriba?». Y ella me enseñó una escalerita que había a un lado.
—¿Y no ha tenido usted miedo de estar en un sitio así? —le preguntó Pepita.
—Sí, a veces me parecía que iba a salir alguno con un sable corvo a cortarme la cabeza, pero luego decía: «¿Gente tan rica, para qué me va a atacar a mí?».
—Y esa señora afgana, ¿es mujer civilizada?
—Civilizadísima —contestó Silvia, riéndose—; no come carne, ni bebe vino, y ha estado enamorada de un eunuco durante muchos años.
Silvia, al contar todo esto, se reía a carcajadas.
Dijo que tenía parientes en París. Solía ir todos los viernes a una reunión que daba una tía suya que vivía en la calle de Babilonia, en una casa antigua, muy parisién y muy elegante.
—Estas reuniones de mi tía suelen ser muy célebres; vayan ustedes. Iré a buscarlas a su hotel en automóvil el viernes, a las seis.
Efectivamente, al siguiente viernes, Silvia se presentó en el hotel Lutecia, y fueron todos a la calle de Babilonia.
La casa era antigua, con fachada de estilo Renacimiento y un espacio pequeño delante, que en las novelas románticas se llamaba entre patio y jardín.
Cruzaron el patio y tomaron por una escalera hasta el piso segundo, donde una criada vieja les pasó a un salón.
La señora de la casa, la tía de Silvia, les salió a recibir con gran amabilidad, y fue presentándoles a sus amigos. Siguió la conversación. Había una mujer rubia, casi roja, de ojos azules, boca muy pequeña, nariz fina, poca expresión y quizá poca inteligencia, era la mujer de un diputado.
A Larrañaga, el señor de al lado, señor que pretendía haber sido amigo íntimo del novelista Proust, le dijo que de esta señora se decía que tenía amantes y que el marido lo sabía; lo cual no era obstáculo para que la siguiera queriendo.
Otro tipo, que se destacaba en la reunión, era una mujer morena, de nariz fuerte, con ojos negros, y algo de prognatismo. Era una señora romana, casada con un viejo aristócrata francés. Tenía una manera de hablar enérgica y expresiva. El señor confidente dijo a Larrañaga que era violenta en sus simpatías y antipatías.
Como miraba con curiosidad a Larrañaga, el señor hizo que este se acercara a ella a hablarla.
Esta señora contó que su chófer era un aristócrata, exoficial del ejército zarista. El exoficial vivía muy bien e iba a casarse con una muchacha rusa, también de la aristocracia, empleada en su almacén.
—El mejor día heredarán y los veremos a los dos en la buena sociedad —añadió la señora.
—¿Y por qué no? —repuso otra—. A mí tampoco me parece mal.
Una gran sorpresa para Pepita fue el encontrarse con una mujer muy elegante, que le dijo que su padre conocía al padre de Pepita, de Bilbao.
Un poco asombrada Pepita, le preguntó su apellido y, al decírselo, recordó que, efectivamente, se había hablado mucho de esta familia y del padre, que de obrero de minas y capataz en Bilbao, había ido a Inglaterra y entrado, primero en la aristocracia del dinero y después en la aristocracia francesa.
Esta muchacha le presentó a su hermano, que era un aristócrata amable, sonriente, modesto. Nada de la satisfacción ni del empaque del plebeyo que sube, se sentía tan firme en su lugar, que probablemente no le hubiera importado nada hablar de su abuelo, el minero bilbaíno.
Cuando Pepita explicó a Larrañaga quiénes eran, este dijo: «Eso es subir. Hay que tener pulso, acierto para marchar así. Lo que me gusta comprobar es que cuando veo alguien que ha progresado, pero ha progresado bien, no me produce antipatía. Y eso que uno no ha hecho más que desatinos».
Había en la tertulia otra mujer pequeña, bonita y con los ojos grandes. Era, por lo que dijeron, de una familia de la gran nobleza francesa. Tenía el tipo de parisiense de teatro, vestía con cierta extravagancia, y su conversación estaba constituida por una serie de frases ingeniosas, acompañadas de gestos y de guiños.
«Ya en París —le dijo aquel señor confidente que se preciaba de haber sido amigo del novelista Proust—, la mujer mundana no tiene amante, sino un gigolo. Aquella frase de sentimentalismo un poco ridículo, de que una entretenida tenía un amant de coeur, se ha convertido en tener un gigolo, un querindango que no llega a querido.»
Se habló de la duquesa de Paterno, a quien habían conocido Larrañaga y sus primas en Basilea. Se aseguró que aquella dama, que estaba en mala situación, cotizaba, según malas lenguas, el título de su marido entre rastacueros y judíos ricos, haciéndoles comprender que intimaban con una dama de sangre casi real.
Se burlaron de otra señora, a quien consideraban como muy snob. Esta señora andaba siempre buscando algo con que llamar la atención; había lanzado ya a la publicidad a un poeta y a un pintor; echaba la sonda por los talleres y los cafés, de los barrios artísticos, para ver si luego podía sacar a flote alguna gloria, aunque durase un par de días, cuyo prestigio sirviera para ella.
El confidente de Larrañaga habló mucho de Proust y de su homosexualismo. La obsesión del homosexualismo, parecía respirarse por todas partes.
Se contó lo ocurrido con un príncipe de familia real, cogido por la policía en un cabaret de invertidos y llevado a la Inspección con unos supuestos marineros holandeses.
Un redactor de un periódico parisiense, quien en su vida había pecado por ingenuidad, habló del príncipe como de un héroe, e hizo su apología pintándolo como un valiente que se había pegado con unos matones para defender a un jovencito, hasta que se averiguó la verdad y se supo la clase de aventura que había corrido el príncipe y su secretario en un infame tugurio entre gentes envenenadas con éter y cocaína.
Se habló también de cierto político español, con aire de judío, que en París se dedicaba a satisfacer su erotismo de viejo semita, y de otro político español, de aspecto basto y satisfecho, que se las echaba de conquistador y de tenorio, y que había dicho a una duquesa:
—Perdone usted, duquesa, que no le haya hecho la corte —dando a entender, sin duda, que de intentarlo, el asunto hubiera sido pan comido.
Al oír esta historia, Silvia se reía, o a lo más, decía: «¡Es insólito! Nunca lo hubiera creído».
Después, un joven elegante, muy amadamado, leyó una poesía, o algo como poesía, contando las impresiones de un viaje en aeroplano. Eran impresiones tan fugaces, que no se notaba la relación entre ellas. Se pasaba de una cosa a otra con rapidez telegráfica. Se hablaba, además, de la inmovilidad vertiginosa, de las desesperaciones alegres, de la ironía cándida, de las blasfemias benditas, de los terrores amables y de la santidad de los poetas malditos.
—Es el arte nuevo —dijo una señora, convencida.
—¿Qué te ha parecido? —preguntó Pepita a Larrañaga.
—Bien, muy bien. Es la estética del camelo.
Pepita se echó a reír y dijo la opinión de Larrañaga a Silvia, que se rio también a carcajadas.
Silvia habló a Pepita de una condiscípula de Soledad, llamada María Luisa, que vivía hacía tiempo en París; Soledad la recordaba y decidió que tenía que ir a verla.
Silvia sabía la historia de esta muchacha y de su madre, historia triste, de desgracias y de mala suerte.
La gente comenzó a marcharse de casa dé la tía de Silvia, y Soledad y Pepita hicieron lo mismo, acompañadas de Larrañaga.