IMPRESIONES DE PARÍS
El jardín del Luxemburgo, en agosto, es algo triste, lánguido, pesado. Caen las hojas amarillas de los árboles en la avenida polvorienta, duermen los vagabundos en los bancos, los gorriones revolotean entre las ramas y los tordos saltan en la hierba. Los chicos miran pararse sus barcos de juguete en el estanque octogonal por falta de viento, modestas viejas de cofia hacen media, un solitario lee un libro. Algunos buenos burgueses de caricatura juegan al criquet o a la pelota, y en los equipos de tenis, entre muchachas sonrosadas, hay japoneses pequeños y gesticulantes. El pintor melenudo pinta en su caballete un cuadrito casi siempre detestable, y el poeta melenudo —aún quedan algunos— lanza una mirada de orgullo a su alrededor. Es ambiente de sueño, de aburrimiento, de pesadez; parece que no han de volver nunca las praderas verdes, los días frescos, el follaje húmedo, las flores de corolas brillantes.
Se recuerdan las llanuras de Castilla, las ramblas polvorientas de los pueblos del Mediterráneo.
Se sueña en sitios frescos, a orillas de los ríos.
Alrededor del jardín, las calles desiertas dan impresión de provincia, de letargo; los tejados grises, de pizarra, y las chimeneas se destacan en el aire azul.
El anochecer es largo, pesado, y se va uno acercando sin ganas al hotel, a encerrarse en el cuarto, de aire inmóvil y sofocante.
«El Luxenburgo en Agosto», Las Estampas Iluminadas.
—¿Dónde queréis ir a hospedaros aquí? —preguntó Larrañaga al llegar a París.
—A mí no me gusta vivir en un lugar bullicioso —contestó Pepita—. Ir a sitios animados, sí; pero luego prefiero volver a un sitio más tranquilo.
Larrañaga las llevó al hotel Lutecia, del bulevar Raspail. Él fue a su hotel, de la calle Vaneau, para evitar toda murmuración, y para no ver a Fernando, si venía, pues le había tomado odio.
—Este hotel Lutecia está en un sitio tranquilo y al mismo tiempo animado. A mí todo París me parece un poco triste.
—Es raro.
—Para la gente que viene a una gran ciudad, va al teatro, a los museos y anda en automóvil, todo parece alegre; pero al que ha vivido mal en un pueblo, ya no puede contrarrestar esta impresión.
—Esta vida solitaria que tú haces —dijo Pepita— tiene que ser triste, porque es desinteresarse de todo cuanto pasa alrededor.
—Sí; pero esta vida tiene sus ventajas. Se hace uno más recogido, más individualista. Yo, muchas veces, cuando vivía aquí o en Londres, y pasaba al anochecer entre la gente, por delante de los escaparates iluminados, no pensaba más que en si encontraría encendida la estufa de mi cuarto y si la sopa estaría quemada.
—Creo que haces mal en aislarte.
—¿Por qué? Es natural que todo el mundo se quiera defender del contacto vulgar y desagradable. A mí no me divierte oír hablar a dos comisionistas, es una cosa tan vulgar; en cambio, me gusta oír a dos labradores o a dos marineros.
Larrañaga llevó a sus primas por sitios raros de la orilla izquierda del Sena. Les acompañó a los sitios donde él había ido a pintar cuando era joven y andaba en busca de lo curioso y de lo extraño.
Vieron el barrio que hay alrededor de San Severino, ya destripado, del que no queda apenas nada, pero en el que se advierte aún la vida pintoresca de antes.
Vieron también esas calles tristes que hay detrás del Panteón y la animación de prenderos y de traperos de la rue Mouffetard. Muchas cosas no eran como se figuraba Larrañaga. En veinte años todo había cambiado mucho.
«No sé qué encuentras de raro en esto, Joshé», le decía Pepita.
En los derribos, Larrañaga se paraba con entusiasmo. Estas casas viejas de París, un poco inclinadas por abajo hacia adelante y por arriba hacia atrás, con balconcillos, le gustaban. Cuando tenían una parte derribada se veían los sitios por donde pasaban las chimeneas, como una cinta negra en zig-zag, las cocinas y los papeles pintados.
El contemplar aquellos papeles con sus pastorcitos y pastorcitas, su Pablo y Virginia o su Hernán Cortés, conmovía a Larrañaga. Le recordaba la infancia y la literatura folletinesca leída por él en los primeros años de su vida.
Así miraba largo tiempo, enternecido, las viejas casas a medio derribar, con sus paredes sostenidas en el aire; algún árbol viejo en medio de un patio antiguo, las buhardillas y las vallas llenas de carteles modernos con colorines.
Otro día Larrañaga llevó a sus primas por los alrededores de la iglesia de Saint Merry, a ver aquellas callejuelas antiguas, estrechas, negras, llenas de hoteles sucios y de burdeles, refugio de gente maleante y de mujeres de vida airada.
Recorrieron el barrio de un extremo al otro.
—No creí que esto fuera tan negro —dijo Pepita.
—Hay mucho negro todavía en París, mucho callejón triste, sombrío, ahumado. ¡Qué entrada la de estos hoteles! ¡Da terror! Estos pasajes comerciales, llenos de tiendas, tienen un aire siniestro.
Eran calles angostas, de aire medieval, con casas vetustas, cuyo piso primero avanzaba con un voladizo por encima de las tiendas miserables.
En algunos puntos la calle se estrechaba de tal modo que se podían tocar las dos paredes al mismo tiempo con las dos manos.
De las tabernas salía gente y se veía en los fondos de aquellos tugurios una porción de hombres sentados a las mesas. Algunos golfos con la pipa en la boca miraban la gente que pasaba.
Hombres encorvados, lívidos, iban a comprar algo, llevando en la mano un plato o una botella. También salían de las casas mujeres pálidas y ajadas, con tipo descarado, que cerraban la puerta de la casa tras sí, y viejas prostitutas, grandes, gordas, adiposas, que hacían la guardia desde las puertas de los burdeles.
En alguno de aquellos tugurios tocaban un organillo de los antiguos.
«¡Oh, qué pena! —exclamaba Larrañaga—. ¡Qué triste! Parece que le duele a uno el alma al oír esto. Ya estos organillos no se construyen. Ahora es el gramófono y la radio, con su vulgaridad, lo que priva.»
Estuvieron también en ese barrio, entre los mercados y los bulevares.
—Nunca se me había ocurrido que hubiese tanto rincón pobre en París —decía Pepita.
—Pues todavía quedan. Hay aún en París calles oscuras, ahumadas, con casas grandes, tristes, que se tienden hacia adelante. En esas calles estrechas hay hoteles sospechosos, pasillos negros, patios húmedos, paredes desconchadas. Muchas de las casas echan vientre, parece que se quieren partir y tienen que ponerles grapas de hierro. Desde la calle, en los primeros pisos, se ven cuartos tapizados de papel marchito, con muchas cortinas. Los hombres que salen a los balcones tienen un aire cansado, derrengado; las mujeres viejas, un tipo horrible, parecen hombres.
Aquellas casas grandes, enormes, con el portal seguido de un pasillo que se dividía en varias galerías, eran imponentes. En los patios, llenos de humedad y de negrura, había lavaderos y tintorerías, y solía correr un arroyo de colores por el portal.
La vida en aquellos sitios debía de ser muy dura. El olor pesado, de comida barata, sin duda no desaparecería nunca.
—El olor es algo horrible. Contra lo feo y lo negro se puede reaccionar, pero contra los olores es imposible —decía Larrañaga—; cada pueblo tiene su olor. Este olor de los patios y de los pasillos parisienses, en donde se mezcla el vaho de la comida pobre hecha con coles, con la humedad y las aguas que fermentan, es muy diferente al olor de pobreza mezclado al espliego de la casa de vecindad de Madrid, al olor de manteca y de agua podrida de Ámsterdam, al de cerveza y alquitrán de Londres y a los olores de productos químicos, agrios y penetrantes, de los pueblos industriales de Alemania. Al lado de esos, el olor irritante de aceite de los pueblos del Sur es casi un perfume agradable.
—Esto es lo que queda de viejo en una ciudad —dijo Pepita en uno de sus paseos por estos barrios—; pero lo nuevo no es así.
—Entre lo nuevo hay sitios también muy tristes.
Fueron al anochecer hacia la Villette, y a Pepita no le pareció el lugar muy agradable. Había un bulevar por encima del cual, sobre grandes columnas, pasaba el metropolitano. Por detrás de las columnas salían mujeres y golfos de mal aspecto.
—Sí, esto no es tampoco muy alegre.
—Estos pueblos grandes son tétricos —dijo Larrañaga—; únicamente viviendo en el centro, y teniendo dinero, parece la vida alegre, pero no lo es. Todo es un espejismo. La vida en las ciudades grandes es triste.
—¿Y en el campo?
—En el campo es imposible.
—Pues sí que eres tú animador. Aquí debe haber grandes miserias.
—A mí, las grandes miserias de estas ciudades enormes, quizá porque estoy a salvo de ellas, no me dan tanto horror como las pequeñas miserias. ¡Se hace la vida tan pobre en estas grandes ciudades! He conocido a un hombre cuya única diversión era ir a una estación, a la sala de espera, para convencer a los demás, y convencerse a sí mismo, de que tenía que hacer un viaje; conocí otro señor que hacía cola en la lista de Correos, sabiendo que no iba a recoger ninguna carta; otro visitaba los grandes almacenes, sin tener idea de comprar nada, ni siquiera de robar, y otros paseaban en los pasajes arriba y abajo, con las manos metidas en los bolsillos del gabán.
—Habrás conocido tipos raros aquí y te habrán pasado aventuras.
—No, no me ha pasado nunca nada de particular. Es decir, casi nada. Una noche me ocurrió, al volver al hotel y entrar en el cuarto, encontrarme con una mujer pálida, de ojos negros, vestida de negro, en la cama, que me miró atentamente.
—¿Y quién era? ¿O era una alucinación?
—No. El hotel tenía los pisos muy simétricos, y yo, equivocando el piso, había entrado en un cuarto del segundo, en vez de entrar en uno del tercero.
—¿La mujer gritaría?
—No. Me contempló tranquilamente, sin decir nada. Yo, al pasar la mirada asombrado por el cuarto, comprendí que no era el mío, y salí. Después me entró el pánico. ¿Quién demonio era aquella mujer? ¿Por qué no se había alarmado al ver a un desconocido entrar de noche en su cuarto?
—A nosotras —dijo Pepita— nos pasó, en un viaje que hicimos hace mucho tiempo a Burdeos, una cosa parecida. Yo me metí confundida en un cuarto en donde había en la cama un señor grueso, con un gorro de dormir, y al verle empecé a gritar, mientras él me decía: «¡Señorita! ¡Señorita! No grite usted; no tenga usted miedo».
—Tiene gracia.
—Esto, en un hotel moderno, en donde hay criados en los descansillos de cada piso, es difícil. Y, a propósito: ¿Tú cómo estás en el hotel? ¿Bien?
—Sí. Muy bien. Ahora hay allá —dijo Larrañaga— una nube de chinos. Se los encuentra uno en el ascensor, en el rellano de la escalera, en el balcón de al lado. Hay uno que, al verme, sonríe amablemente; pero siempre me queda la escama de que si le tuviera a uno bajo sus manos no sería muy benévolo. Cuando lo veo, recuerdo que el geógrafo Elíseo Reclús asegura que ninguno de los europeos que viven en China, ni los misioneros, ni los empleados, puede decir: «Yo he conocido a fondo lo que es un chino».
—¿Tan impenetrables son?
—Tienen alma distinta a la nuestra.
Larrañaga pasaba largo tiempo en el salón del hotel Lutecia.
El hotel Lutecia, donde se encontraban, estaba lleno sobre todo de familias yanquis. Solía haber concierto por las noches, y Soledad se sentaba con frecuencia a escuchar. En el salón, Soledad conoció a una familia de comerciantes ricos de Chicago, formada por los padres y por dos muchachas que se esforzaban en manifestar su personalidad de alguna manera, riendo alto, fumando, sentándose en los brazos de los sillones, haciendo todo aquello que hacía años se consideraba como propio de gente mal educada.
Las muchachas americanas quisieron hacerse amigas de Soledad, y la convidaron al teatro varias veces. Le presentaron también a un joven alto, elegante, muy bien vestido, a quien admiraban profundamente. Era un marino de guerra norteamericano que estaba en Europa con licencia.
—Es guapísimo —dijo Pepita al conocerle.
Realmente tenía muy buen aspecto y su acicalamiento contrastaba con el descuido de Larrañaga.
A pesar de su guapeza y de que comenzó a galantearla asiduamente, Soledad no se entusiasmó con él.
—¡Qué chica más tonta! —decía Pepita—. No le hace caso. ¡A un hombre tan guapo!
—Es que a Soledad no le basta que un hombre sea guapo —replicaba Larrañaga— para enamorarse de él. No es una ternera, que le ha de gustar por necesidad un becerro hermoso.
El marino era un poco petulante.
Contó a Soledad cómo su hermana quería casarle con una hermana de su marido, blanca, sonrosada, y con el pelo claro; pero a él no le gustaban las mujeres del Norte; las encontraba frías, sin expresión y sin interés. Para que a él le gustara una mujer, tenía que tener ojos negros, ojos como los de Soledad, por ejemplo.
Soledad se reía y le decía que todos los hombres eran insoportables por fatuos y presuntuosos, los españoles como los americanos.
—Puede que yo sea igual a los demás hombres; pero usted, desde luego, no se parece a las demás mujeres.
Siempre había oído decir que las españolas eran mujeres ideales, románticas y encantadoras.
—La señorita con quien quiere casarme mi hermana se parece mucho a mi cuñado —dijo el marino.
—Comprendo —replicó Soledad— que si se parece a su cuñado le sea antipática. No hay nada tan desagradable como los cuñados.
—Sí, yo tengo varios; todos mis hermanos y hermanas están casados; yo soy el más pequeño de todos y también me quieren casar. Me presentan una porción de amigas y parientes; yo me enamoro enseguida de todas, y sufro muchísimo si no me hacen caso.
—¿Si se enamora usted de todas no le debe durar mucho su enamoramiento?
—A los quince días normalmente se me pasa y estoy deseando escapar. ¿Usted cree que es posible querer a una persona más de un mes seguido?
—Yo creo que sí.
—Quizá para usted sea posible. Yo soy, en general, muy versátil. Además, tengo demasiada buena suerte.
—¿Siempre tiene usted buena suerte?
—Sí.
—Pues conmigo no la va usted a tener.
—¿Le parece poca suerte haberla conocido?
—Verdaderamente; ¿a ver si, se va a enamorar de mí, durante estos días, entre un fox-trot y un shimmy?
—No me chocaría nada, y, además, presiento que me va a durar lo menos un mes.
—¡Por Dios! Siquiera hasta que nos volvamos a España.
El joven marino había quedado impresionado, y, al despedirse de Soledad, quiso que ella le permitiera escribirle.
—Escríbame usted, si quiere —le contestó ella—. Según lo que me escriba, le contestaré a usted o no.