VII

PASEANDO Y RECORDANDO

El Rin, en Basilea, es de noche imponente. Al borde del río, el paseo de la orilla derecha, tiene aspecto verdaderamente fantástico y romántico. En los bancos se ven algunas parejas de enamorados; en una institución católica próxima, suenan cánticos e himnos religiosos. El río corre con su terrible y amenazadora corriente. En la orilla opuesta se destacan, negras y sombrías, las masas de follaje y las torres de la catedral. Algunas luces brillan aquí y allá, los faroles del puente se reflejan en el agua y aparecen iluminadas las ventanas de un gran hotel.

«El Rin de noche», Las Estampas Iluminadas.

Las explicaciones entre Pepita y Fernando no debieron de terminar de buena manera. Fernando dijo que necesitaba volver a Bilbao a pasar unos días y que después iría a París, a reunirse con su mujer.

Soledad estaba en Davos, con sus nuevos amigos los americanos.

—¿Por qué no te trasladas a este hotel? —preguntó Pepita a Larrañaga.

—Es demasiado caro. A tu padre, a quien le parece muy bien que tú vayas a los grandes hoteles, le parecería muy mal que yo hiciera lo mismo.

—Pues ven más cerca.

Larrañaga se trasladó al hotel del Rin, en la orilla derecha del río, cerca del puente antiguo. Pepita seguía muy incomodada y muy irritada contra su marido. Sin embargo, no le gustaba el desprecio profundo que tenía por él Larrañaga ni podía pensar tranquilamente que su primo calificara a Fernando de miserable.

Larrañaga no se lo decía, pero ella comprendía que lo pensaba.

Como para disimular y comprender el caso de su marido en el caso general, Pepita decía pestes de los hombres. Larrañaga, unas veces se reía, otras se mostraba completamente de acuerdo.

—¿Qué quieres? —decía él—; las mujeres se enamoran de los hombres más vulgares y más estúpidos.

—Eso mismo creemos las mujeres de los hombres —replicó Pepita con viveza—. Vosotros siempre os entusiasmáis con mujeres tontas e insignificantes.

—Pero las circunstancias son diferentes. En la vida del hogar, la mujer no necesita, en general, tener ni mucho valor ni mucha inteligencia; en cambio el hombre sí; necesita tenerlos en algunos casos.

—No estoy conforme.

—¿Tú no habrás leído, por casualidad, esas memorias de María Bashkirtseff?

—No. ¿Quién era?

—Era una señorita rusa que vivió en París, de gran talento, que quería ser pintora y que contó su vida y sus aspiraciones.

—Y ¿por qué la recuerdas ahora?

—La recuerdo, porque pienso que vivir con una mujer genial, exaltada por las ideas artísticas, debe ser poco agradable.

—Eres un conservador.

—No, soy un observador, bueno o malo; la moral la dejo a un lado. Yo creo que una mujer puede hacer su hogar con un tonto, con un hombre mediano y con un hombre extraordinario. En cambio, un hombre puede hacer su hogar con la mujer tonta y con la mediana, pero con la extraordinaria, imposible.

—No veo por qué.

—Sí. Esos grandes hombres que llaman genios, lo han sido casi siempre para la calle. Dantón, Napoleón o Bismarck, eran genios para la calle, para la galería, pero la mujer de talento es el genio en casa, lo que debe ser antipático.

—¿Crees tú?

—Oh, una madama Staël, una madama Jorge Sand, o una María Bashkirtseff, de testigo de las vulgaridades de uno. Debe ser horrible.

—Tú consideras que la vida de la mujer es más baja que la del hombre.

—Te equivocas. No hay tal cosa. En general, la vida de la mujer es mucho más seria y más fuerte que la del hombre. Claro que esos hombres que citaba antes, Dantón o Bismarck, tuvieron una vida mucho más intensa que sus mujeres respectivas; pero en las parejas corrientes la vida de la mujer es mucho más seria, más dramática, con muchos más peligros y responsabilidades que la del hombre.

—¿Tú crees de verdad?

—Naturalmente; compara tú entre la burguesía, en cualquier matrimonio con hijos, el marido con la mujer. El papel de la mujer es mucho más alto, más serio; embarazos, partos, enfermedades de los hijos, placeres y dolores graves. Al lado de la vida de ella, la vida de él, del marido, no es nada; que va a la oficina, que va al café, que le quieren hacer votar por los negros o por los blancos… nada, insignificancias. De ahí que la mujer del empleadito, del cagatintas, cuando trata con la princesa o con la señora del ministro habla de igual a igual, de la enfermedad del primer chico, o de la lactancia del segundo. En cambio, ese empleadillo, al lado del príncipe, del banquero o del diplomático, aparece humillado.

—Sí, tienes razón.

—Yo estoy convencido de que el día en que se pueda hacer desaparecer la guerra y la aventura, viene el gobierno por las madres, el matriarcado.

—A mí, chico, no me importan mucho las teorías. Lo que me fastidia es engañarme, y nosotros nos hemos engañado. Mira nosotros dos; yo, casada con un hombre egoísta y presuntuoso; tú, enamorado de mujeres que no valían la pena.

—Eso no es verdad; mi pequeña Nelly era una muchacha encantadora.

—Sí; una muchacha pobre, abandonada.

—¿Y qué? Tú podías elegir; yo, no. Tú tenías gran posición; eras y eres mujer guapa y solicitada. Yo, modesto empleado y viviendo en el extranjero. ¿Dónde y cómo iba a elegir?

—A ti siempre te ha perdido la timidez y la cobardía. Y lo malo es que no sólo te fastidias tú, sino que fastidias a los demás. Si cuando me conociste hubieras tenido energía, hubiera sido mucho mejor para los dos.

—Pedir energía al que no la tiene, es como querer encontrar oro en unas arenas en donde no lo hay.

Después de las asperezas entre los dos, vinieron las suavidades.

Paseaban por los alrededores de Basilea, por las avenidas anchas y modernas, donde los buenos burgueses han construido las casas con sus jardincillos delante.

—Es un jardín pequeño, probablemente como sus aspiraciones —decía Larrañaga—. El buen burgués basileano, mirará contento el pino que le oculta la calle, y los dos o tres lilos que en primavera se llenarán de flores.

—A mí me gustaría vivir así —decía Pepita.

—Quizá este orden, este pequeño horizonte, es lo que puede dar tranquilidad y satisfacción al espíritu.

—A mí me gustaría vivir aquí, en una casa de estas, con un hombre como tú…

—Bueno, bueno. Mañana te entenderás con tu marido —dijo sarcásticamente José.

—Olvida el mañana. Pues sí me gustaría vivir en una casa así, contigo; tú serías empleado o profesor…

—Me produce tristeza el pensar eso.

Por las mañanas iban los dos a la terraza de la Catedral a sentarse en los bancos; por la tarde oían la música en el parque y algunos días remontaron el Rin en un vaporcito.

Por las noches paseaban por la orilla del río, por Oberer Rheinweg.

Hablaban de mil cosas: de la infancia, de la juventud, de sus cortos amores en Deva.

Discutieran o estuvieran de acuerdo, siempre se entretenían y pasaban las horas para ellos rápidamente.

—¿Pero, qué hora es? —preguntaba Pepita.

—Son las doce.

—¿Las doce ya? ¡Qué escándalo! Me voy al hotel.

—Yo te acompañaré.

Tomaban por el muelle y cruzaban el puente; pero encontraban un nuevo motivo de discusión o de charla y se paraban a hablar y se les pasaba el tiempo.

—Bueno; ahora ya va de veras. No me entretengas —decía Pepita.

—No haré más que acompañarte hasta la puerta.

A veces este acompañamiento hasta la puerta se convertía en una hora de charla.

Al último, Pepita decía:

—¡Adiós! ¡Adiós! Hasta mañana.

Y echaba a correr.

Larrañaga volvía por el puente al hotel del Rin, y pensaba que nunca había pasado días tan agradables como aquellos.