NOTICIAS DE ESPAÑA
Al español que viaja por la Europa central, le da la impresión de que hay un interés extraño en ennegrecer la cara de los españoles. A esto han contribuido los franceses e ingleses como antiguos rivales; los italianos y flamencos, como antiguos vasallos; los protestantes, los judíos, los masones, los portugueses y los americanos.
«El antiespañolismo natural», Las sorpresas de Joe
La excursión en automóvil no tuvo nada de curioso, más que las discusiones entre la duquesa y Larrañaga.
A la vuelta a Basilea, entre los huéspedes del hotel de los Tres Reyes, Larrañaga conoció a un yanqui que pensaba ir a visitar España.
En vez de marchar, ver y volverse quería tener una idea anterior, quizá para no variarla, y estaba leyendo libros.
Primero había comprado el Baedeker y después un libro en francés recomendado por esta guía, que se titulaba La España tal cual es. De esta lectura había sacado muy mala impresión. Había consultado a Larrañaga, que leyó el libro por encima.
—No haga usted caso de eso —dijo Larrañaga—. Es el libro de un francés de cabeza dura, de esos que creen, sin duda, que son el ornamento del mundo y que se asombran de que no les admiren en todas partes.
—¿Así que el autor no es un águila?
—No, es un escritor francés como tantos otros. Tiene esa petulancia y esa fanfarronería muy clásica de los escritores franceses cuando hablan de los demás países, naturalmente mayor en los escritores vulgares y un tanto mediocres, como Paul Morand o Pierre Benoit, que en los agudos e inteligentes como Stendhal o Merimée.
El americano dejó a un lado el libro del francés y compró el de un crítico alemán, judío de Berlín, sobre España, que entre las muchas cosas que decía, aseguraba que Velázquez no era un pintor hábil, si no aparatoso y pompier.
El yanqui fue a consultar a Larrañaga. ¿Realmente, Velázquez era un pompier?
—Pompier, es decir, ‘bombero’ —exclamó burlonamente Larrañaga—. ¿Qué quiere decir pompier? Nada. Lo mismo se puede decir de Homero, de Sócrates o del moro Muza.
—El autor parece inteligente.
—Sí, es un judío berlinés; todos esos tipos son mercachifles, que se las echan de geniales. Son las gentes más aparatosas y de menos probidad que se conocen; no debían de pasar de intérpretes y de proveedores de garitos.
El norteamericano preguntó entonces qué libro podría comprar para enterarse un poco de lo que era España.
Larrañaga no supo qué decirle.
El yanqui estaba un poco sorprendido, porque, al mismo tiempo que leía diatribas contra España, el historiador, amigo de los turistas aristócratas, le aseguraba que era el primer país del mundo por su clima, por sus costumbres y por su cultura.
Larrañaga le aseguró que era, indudablemente, muy difícil hablar de otro país con exactitud.
—¿Por qué este descrédito en los libros? —preguntaba el yanqui.
—El descrédito de España depende, en parte, de la pobreza del suelo; en parte, de nosotros, y en parte de una campaña metódica hecha por los protestantes, por los judíos y por los demócratas.
—Esta alternativa, esta diferencia tan grande de opiniones, no hay con relación a los demás países.
—Ah, claro. España es un país que ha figurado por casualidad. Lo principal de España es una meseta alta, árida y pobre. La gente sensual, comerciantes de tierra llana y húmeda de otras partes de Europa, encuentran en España una manera de vivir áspera, que no es la suya.
—¿Y está realmente el país dominado por el clero y la aristocracia?
—¡Ca! Curas y aristócratas no son más que figuras decorativas. Arabescos. Adornos de cartón. Pura carrocería.
—Pero, ¿es un pueblo original?
—Yo creo que es un pueblo amanerado como todos los pueblos latinos. De ahí que siempre estemos hablando de estilo. Pero el estilo, para nosotros, no es más que un pequeño gesto, una pequeña rutina… todo lo que vale algo en España se escapa de este concepto del estilo. El Quijote nunca se consideró obra de estilo.
—¿Y usted cree que España es un pueblo extraordinario?
—No lo creo. Es como casi todos los pueblos modernos, un pueblo ramplón.
—¿Por qué?
—Yo supongo que lo es, porque ha perdido su norma de vida. Indudablemente, era antes un país quijotesco, que se creía a sí mismo distinto de lo que era. Árido, se creía fértil, pobre, se creía con grandes recursos, y tenía tal confianza en sí mismo, que realizaba cosas extraordinarias casi sin recursos.
—¿Y ahora?
—Ahora ya no hay posibilidad de confusiones ni de ilusiones. Se van viendo las cosas claras. Nosotros, los españoles de hoy no tenemos la culpa de no poder tener fe en nosotros mismos. Antes, en el período de aventuras a España, la dirigía Don Quijote; de ahora en adelante, la tendrá que dirigir Sancho Panza. Un Sancho Panza culto, desbastado y democrático.
—Es una lástima.
—Sí; es una pérdida en el capítulo de lo pintoresco, pero no puede ser de otra manera. Es evidente que la razón, el buen sentido, no han bastado para vivir a los pueblos; al menos hasta ahora, han necesitado la locura, la embriaguez de unos alcoholes espirituales. De aquí en adelante, ¿bastarán la razón, el sentido común? Es lo que no sabemos.
El yanqui preguntó a Larrañaga si se hacían estudios sobre el arte árabe de España.
—No sé —contestó Larrañaga—. Creo que sí. Hay mucho entusiasmo por eso. A mí es cosa que no me interesa nada.
—¿Por qué?
—No lo siento. A mí me parece una cosa que no está arraigada en el país que no lo siente el pueblo.
—Lo ha desnacionalizado la presión de la iglesia católica —dijo el americano.
—No lo creo. He leído que ese arte árabe no es árabe, sino una aportación medio persa; los árabes parecen que no inventaron nada, pero, en fin, sea lo que sea, yo creo que no está dentro de las entrañas del pueblo español. Es un arte de baratijas, un arte que maneja el yeso pintado y la escayola, que huye de la figura humana. Insignificancia. La Alhambra podría ser un buen kiosco de refrescos.
—¿Y la mezquita de Córdoba?
—Horrible. Es un sótano con arcos de herradura.
—¿Y el Alcázar de Sevilla?
—Sería un bonito modelo para un pabellón en una exposición de Chicago.
—Entonces, ¿qué les gusta a ustedes de España?
—Muchas cosas. Toda la huella de Roma es magnífica; los acueductos, los puentes, los anfiteatros como el de Mérida; luego, las iglesias románicas, las góticas, lo plateresco, lo barroco y El Escorial.
—Chateaubriand encontraba que El Escorial era un cuartelón.
—¡Bah! Chateaubriand era un jorobado petulante y no muy inteligente. No hay que hacer mucho caso de él.
—Pero, entonces, ustedes, ¿prescinden de la España árabe?
—Yo prescindo de muchas cosas. Para mí, por ejemplo, tiene más importancia la guerra de la Independencia y las guerras carlistas que la conquista de América. El Empecinado o Zumalacárregui me interesan más que Colón o que Hernán Cortés.
—Sí, pero esa no es la España para el mundo.
—Bien; pero es la España de un español. La España para el mundo es un lugar común que no vale la pena de tener en cuenta. Para la gente de fuera, en España, la región de más carácter, es Andalucía; a mí me parece lo más vulgar de España.
—Oh. No, no es cierto —dijo el yanqui, rechazando la idea como si quisieran engañarle.
—A mí me parece lo que tiene menos carácter. ¡Qué cantidad de pueblos ramplones, grandes, mediocres, insulsos, anémicos, sin tradición, hay allá! Parecen pueblos construidos ayer en un país colonial. ¡Y el campo andaluz! Es la monotonía absoluta. Cuando de Andalucía se va a Castilla, a León o a Navarra, todo toma un tono de violencia que asombra, un aire de tradición, de peligro, de guerra.
—Eso, para nosotros, no es nada.
—Ah, claro. Para el extranjero hispanófilo no hay más España que la del Mediodía. El aficionado al lugar común de la leyenda española quisiera que nosotros nos inmovilizáramos en esos viejos lugares comunes, que cultiváramos el pastiche; pero ustedes, por si acaso, no cultivan su lugar común, no son sólo tocineros, pastores y mineros, sino que tienen museos, universidades, poetas… no llevan sotabarba. Que los demás pueblos se dediquen a practicar su lugar común y nosotros nos dedicaremos a torear, a bailar y a llevar babuchas, y el mundo será un magnífico carnaval.
El yanqui oyó estas explicaciones con aire de mal humor, y como persistía en tener, antes de ir a España, una idea exacta del país, siguió comprando libros.
Se marcharon los aristócratas a Saint Moritz.
Charito, la hija del americano, comprometió a Soledad para que estuviera dos o tres días con ellos. Fernando se fue a Bilbao, y quedó en el hotel, sólo, el señor pequeño de los anteojos.
—¿Por qué se queda este señor aquí y no sigue con los otros? —preguntó Pepita.
—Este señor, al parecer, es especialista en la historia de España del siglo XIX. Ha visto que, en el teatro municipal de Basilea, se anuncia una comedia española que se llama Maroto y su Rey, y quiere ver esa comedia.
—Iremos también nosotros a verla —dijo Pepita.
—Muy bien.
Tomaron unos sillones altos y por la noche fueron al teatro, que estaba lleno.
Se levantó el telón.
Se encontraban en los alrededores de Madrid, en el Pardo, en la casa de Campo o en el Campo del Moro, entre árboles.
Salía un grupo de hombres del pueblo. Una mujer cantaba una canción, que lo único que tenía de español era que se oía de cuando en cuando decir «olé, olé», y se hablaba en ella de Cabrera.
Entraba el pretendiente Don Carlos, el de la primera guerra civil, hombre muy pálido, con patillas, envuelto en una capa azul y diciendo a cada paso: «Ave María», y persignándose. El pretendiente venía acompañado de su amigo el barón de los Valles, francés que había tenido una librería de viejo en Madrid y hablaba con él.
Estos dos personajes se sentaban a la mesa.
Un mendigo comenzaba a importunarles pidiéndoles limosna, y al cabo de un rato se tendía a pocos pasos en el suelo para espiar la conversación. Un sistema de espionaje, verdaderamente primitivo, cándido y sencillo, como el alma de un buen suizo.
El pretendiente Don Carlos tenía una cita con María Cristina, venía esta y se sentaba con el pretendiente, y cuando estaba hablando Don Carlos y la Reina gobernadora, aparecía Muñoz, el duque de Riansares, vestido de papagayo, de verde y con pantalón corto. Celoso, amenazaba a la Reina y a Don Carlos con un puñal. Al marcharse todos, el mendigo se levantaba, decía su nombre al público y añadía: «Soy un conspirador».
Al caer el telón, Pepita preguntó a Larrañaga:
—¿Has comprendido algo?
—Poco, pero he comprendido lo bastante para comprender que esto es un absurdo.
En los otros actos, la hija de Maroto se enamoraba del conspirador; después, venía una escena en un salón, en donde se veía un telescopio que no servía más que para estar allá y dar al público la impresión de que los carlistas se dedicaban, como los caldeos, a la astronomía. En este salón prendían al conspirador.
Después aparecía la corte del pretendiente y en ella la caricatura de un duque español y otra caricatura de un obispo. Cosa pesada, grosera, de alemán. El actor, un judío de Berlín, se esforzaba en dar carácter grotesco y odioso al obispo, haciéndole echar bendiciones de manera ridícula.
—Es repugnante —dijo el historiador, indignado.
—¡Qué gente más bestia son estos alemanes! —exclamó Pepita—. ¡Qué raza más ordinaria!
—Si yo también me siento español monárquico, católico y hasta carlista, al ver estas estupideces —aseguró Larrañaga—. Ese Maroto, con un anillo en la oreja; el Fernando Muñoz, con su traje verde de papagayo y su puñal, y el obispo, son verdaderamente ridículos.