V

LAS JERARQUÍAS

Europa es lo clásico, la belleza un tanto amanerada y rutinaria. Australia es la fantasía absurda: el canguro, alto como una persona, con la cabeza pequeña y una bolsa en el vientre, donde lleva a sus hijuelos; el ornitorrinco, cuadrúpedo y ovíparo, que tiene olor a pescado; los loros con patas de gaviota. Parece que la Naturaleza, un poco aburrida de formar una fauna amanerada y rutinaria, una fauna para ser descrita en francés por Buffon, se lanzó en la Australia a la locura. En el mundo de la literatura y el arte la Europa actual pretende ser una Australia.

«Europa y Australia», Fantasías de la época.

Al día siguiente los americanos alquilaron un vaporcito para dar una vuelta por el lago Leman. Visitaron, en Coppet, el palacio de madama Staël.

Después de recorrer la casa y el pueblo entraron en un café a orillas del lago. La duquesa tenía cierto entusiasmo aún por la autora de Corina; Larrañaga decía que le bastaba ver el retrato de David, que había en el palacio, para que le pareciera antipática. Llevado por su espíritu de negación, aseguró que la Recamier, la amiga de madama Staël, que tantas pasiones había producido en hombres y en mujeres en su tiempo, no le parecía nada de particular, a juzgar por sus retratos; la encontraba un tipo de modista guapa de las que hay en París a miles, con belleza y gracia vulgares y corrientes.

—Es la falta de sentimiento de respeto, la que le hace pensar así —dijo la duquesa a Larrañaga.

—¿Pero se puede tener respeto por lo que no se aprecia? —replicó Larrañaga—. Siempre se está en un círculo vicioso. Si se tiene respeto, se aprecia; si se aprecia, se tiene respeto. Al contrario, si no se tiene respeto, no se aprecia, y si no se aprecia, no se tiene respeto.

—Usted no aprecia ni esta época ni la pasada.

—¿Qué quiere usted? El siglo XIX lo ha gastado todo a fuerza de manosearlo y violentarlo.

—¿Por qué? A ese pobre siglo XIX, ahora, todo el mundo lo desacredita y lo ataca.

—Es que ha dejado una herencia mermada y estropeada. La literatura y las artes han perdido prestigio. La ciencia, que parecía ir consolidándose y avanzar con seguridad, se ha dividido y subdividido, y ha empezado también a cojear. El arte literario ha venido cayendo, hasta dar en una época en que los periodistas intentan dirigir la opinión y el gusto a fuerza de vulgaridades y de lugares comunes, y los críticos judíos a fuerza de mercantilismo.

—Pero eso no es toda la literatura, ni todo el arte.

—Sí, el arte y la literatura están industrializados; no puede ser de otra manera. A medida que la democracia aumente todas estas actividades espirituales, se harán dependientes de ella.

—¿Usted cree que en eso hay algún mal?

—Yo creo que sí. El escritor, para acertar alguna vez, tiene que ser independiente; el escritor asalariado nunca ha sido más que un adulador disfrazado. El escritor y el artista han vivido independientes en estos últimos tiempos. Esa época de burguesía del siglo XIX será una época que, pasado el tiempo, se considerará por los artistas como la edad de oro. Pero eso no puede volver.

—¿Usted cree que no? ¿Por qué?

—Por muchas razones. Primeramente, porque la burguesía decae y pierde los medios de tener palacios llenos de obras de arte. Por otra parte, el Estado va apoderándose de todo y no permitirá que el escritor o el artista, sobre todo el escritor, sea como un reyezuelo independiente.

—Es lástima.

—Hay que recordar esos pintores franceses del siglo XIX, la mayoría medianos, ¡cómo han vivido! Festejados, condecorados, ganando mucho dinero, desdeñando a la burguesía; en verdaderos semidioses. Eso ha pasado ya y no puede volver. A la gente le interesa poco la literatura y las artes y no comprende la ciencia.

—¿Qué comprende entonces?

—Comprende las cosas que están a su alcance: a los toreros, cantantes, boxeadores, corredores.

—¡El vulgo!

—¡Quién no es vulgo! Indudablemente, la idea del progreso es una ilusión más. Únicamente la ciencia progresa, y eso es precisamente lo que la gente no puede comprender por demasiado complicado; así que la ciencia se va alejando tanto y tanto de los medios generales de conocer, que va a llegar a una altura inaccesible para la mayoría. Llegará el día en que una especie de magos tendrán toda la ciencia en su cerebro. El resto de la Humanidad será la manada de gentes estúpidas y vulgares a quien se conducirá como un rebaño. En cualquiera de estas ciudades, si nos preguntan a la mayoría de los que andamos por las calles cómo funciona este teléfono automático, el tranvía eléctrico, o la telefonía sin hilos, no lo sabremos decir. Un ingeniero calculará una cosa, el otro otra, un fundidor hará agujas, el otro volantes, otro armará el aparato, y así crearemos esos artefactos que están como por encima de nosotros, porque la mayoría no sabemos cómo funcionan.

—Eso ocurrirá en la ciencia, pero no en el arte, que comprendemos todos.

—No estoy muy seguro. Antes, al parecer, los prestigios artísticos y literarios tenían alguna garantía; hoy no ofrecen ninguna. Es muy frecuente oír decir que Beethoven es muy aburrido, que Velázquez es pompier, que en los museos de pintura no se aprende nada, que Kant y Schopenhauer son pedantes; ¿se puede convencer de lo contrario al que no quiere convencerse, ni hacerle entrar en razón? Es cosa difícil. No se ve cómo. Hoy, el que posee más aspecto de tener razón, es el que más grita.

—Esto no puede ser.

—Sin embargo, así es. Todo esto nos lleva a unos al individualismo un tanto salvaje; a los otros, al charlatanismo. Unos dicen: Pondremos una barraca, gritaremos mucho y nos oirán hasta los sordos. Los otros decimos: Iremos lo bastante lejos de la barraca, para no oír el estruendo de los platillos y del bombo. ¿Quién puede sentir entusiasmo y confianza en la verdad en un momento así? Nadie.

—¿Y tú crees —saltó Pepita, dirigiéndose a su primo— que el arte tiene de verdad esa importancia? ¿Qué puede dirigir a la gente?

—No tengo seguridad de ello; pero así parece. No sabe uno nada. Antes, indudablemente, el arte era mucho en la vida. Hoy, es poco; por lo mismo salen voceadores más desvergonzados. Un cubista es comparado con un inventor; un mamarrachista cualquiera, que tiene cierta audacia y que apenas sabe firmar, con un sabio que se ha pasado la vida estudiando. Todo esto es completamente ridículo. Nos hablan de la inquietud del alma de los pintores. Es cosa cómica. Estos ganapanes de la brocha quieren demostrar que son espíritus selectos y que la estupidez del cubismo es como una locura sublime.

—Habrá también entre ellos inteligentes, no cabe duda.

—Sí, es posible; pero la mayoría no debían pasar de pintar puertas.

—Sin embargo, el cubismo es un adelanto —dijo la duquesa.

—Sí, es un adelanto ridículo. Es un adelanto para snobs, para gente vulgar, para profesores alemanes llenos de pedantería, para críticos judíos y para señoras marisabidillas. Llegar a trazar figuras más toscas y menos graciosas que las pinturas que hay en el fondo de las cavernas, dibujadas hace veinte o treinta mil años, es un progreso cómico.

—¿Pero eso de los dibujos de las cavernas es verdad? —preguntó Pepita.

—Completamente verdad.

—Pues en Bilbao un señor nos decía que no.

—¡Bah! Sería algún sacristán.

—No, no era ningún sacristán. ¡Qué tonto! —dijo Pepita.

—¿Pero no ha podido hacer esos dibujos modernamente algún aldeano para divertirse? —preguntó la duquesa.

—¿Pero cómo supone usted que un aldeano actual en una zona, por ejemplo la Cantábrica, se va a poner a pintar en el rincón oscuro de una cueva bisontes, elefantes o renos, sin haberlos visto nunca, y con tal perfección, que no los pintarán jamás la mayoría de los pintores, y menos si son cubistas?

—¿Y cómo antiguamente los pintaban, si tampoco los veían?

—Porque antiguamente, en la época en que los pintaron, los veían; los había en el norte de España y en el sur de Francia.

—¿Hace cuánto tiempo?

—Hace treinta, cuarenta o cincuenta mil años.

—¿Pero hace tanto tiempo que el hombre vive en el mundo?

—Más, mucho más; doscientos, trescientos mil años; quizá medio millón.

—¿Y Adán y Eva?

—Eso es leyenda, literatura, mitología.

—Pues es lo que nos han enseñado —dijo Pepita.

—¡Nos han enseñado tantas tonterías!

—Ahora estamos en una época de negaciones. Todo se quiere destruir, todo se quiere hacer nuevo —repuso la duquesa.

—Sí, es lo mejor que tiene nuestra época: el gusto de la novedad y de la juventud. Claro, la juventud actual no responde del todo, pero la de mañana responderá.

—O no.

—Nunca, hasta ahora, ni en la política, ni en la vida, ni en el arte, han influido como en este momento los jóvenes y hasta los niños. Me contaba un paisajista holandés que había expuesto sus cuadros en París. Una señorita americana había querido comprar uno, y cuando le señalaron el autor, y vio que era viejo, dijo que no lo quería. Hace algunos años hubiera pasado lo contrario: el ser viejo hubiese parecido una garantía.

—Esto me parece más lógico —dijo la duquesa.

—¿Por qué? Hay épocas históricas de patriarcas, de solemnidad, un poco pedantescas, y épocas de juventud, de turbulencia, de infantilismo. También hay épocas en que mandan las mujeres. Ahora pretendemos estar en una época juvenil. Creo que la época de mi padre era época de viejos. La mía no era nada: época sin carácter; esta actual es época de jóvenes. Cada vez más el joven se impone. Cuanto más se imponga el predominio del joven, el viejo se hará más insignificante. Lo vemos en el teatro. Si las damas jóvenes no pueden resistir más que hasta los treinta años, las que pasan de esta edad tienen que hacerse características.

—¡Al menos, si estos jóvenes tuvieran un poco de cortesía y de amabilidad! —dijo la duquesa.

—No la tendrán. La cortesía y la amabilidad son virtudes de viejo, de acomodación. El ser joven hoy es una ventaja, no sólo para vivir y para ser fuerte, como lo será siempre, sino para tener prestigio. El ser viejo hoy no supone nada: ni saber más, ni tener más experiencia. Es un tiempo este en que se quiere mirar únicamente para adelante.

—Pero eso no puede ser; hay que mirar adelante y mirar también el camino recorrido.

—Lo que encuentro yo bien en esta época en que se está variando la forma del esnobismo. Llevamos cuarenta años con la misma moda, y para moda es demasiado. Ya la gente está cansada de France, de D’Annunzio, de Oscar Wilde, de Gauguin y de Cézanne. Que los que valgan pasen al panteón de hombres ilustres, está bien; pero la moda, para ser moda, debe ser algo cambiante y no una cosa pesada e inmóvil.

—Lo bueno debía de tener valor siempre.

—Y lo tiene. Riemann no borra a Euclides, Darwin no hace desaparecer a Linneo, ni Mendel y Hugo de Vries a Darwin. La fauna de Australia no impide que sea cierta la del viejo mundo.

—Algunas de sus ideas me recuerdan a las de Anatolio France —dijo la duquesa, pensando en halagar a Larrañaga.

—No creo que las ideas de Anatole France, ni las mías, sean exclusivas. Son de cualquiera, de todo el mundo.

—¿Ha leído usted ese libro France en zapatillas?

—Sí; lo he leído en parte.

—¿Y qué le parece a usted?

—France, como escritor, no me gusta mucho. Ahora, como hombre, me parece poco estimable.

—¿Y por qué?

—¡Un hombre como él, que en plena vejez frecuenta la prostitución! Para mí esto indica un hombre sin finura, sin delicadeza. A mí me parece mucho más digno, aunque más peligroso, robar.

—¡Qué disparate!

—No; robar siempre ha sido una cosa noble; conquistar y robar es lo mismo. En cambio, comprar el esclavo o la mujer, es indigno.

—Según.

—Para mí siempre es indigno. Se puede comprar una mujer prácticamente; si se la compra, a esto llama France poseerla. Si se pudiera comprar la sangre de un niño, la compraría también y haría la competencia a Tiberio y a Gil de Retz. Un amigo mío, escritor de Madrid, me decía que Galdós, el novelista español, era en este sentido igual que France. De estos que les parece lícito entenderse con la mujer del secretario o del escribiente, porque ella es una pelandusca y él un hombre sin medios y sin dignidad; de los que protegen a la señorita pobre, haciéndola su querida y pagándola lo menos posible. Sainte Beuve era también de la misma escuela. Yo conocí a la madre de una bailarina que era por el estilo; prostituyó a sus dos hijas y a su hijo de una manera consciente y deliberada. Tenía en el fondo la misma idea que esos escritores. Todo lo que puede comprarse está bien el comprarlo; todo lo que puede venderse está bien el venderlo. Si el mundo entero tuviera esta pauta, el mundo sería verdaderamente agradable. Los septuagenarios detrás de las busconas, las septuagenarias conquistarían con dinero a los limpiabotas y a los vendedores de periódicos. Las mujeres se ofrecerían al mejor postor y los hombres lo mismo. Sería el mundo delicioso.

—No tiene usted benevolencia.

—Yo, ninguna. El mundo actual ya nos repugna un poco por su bellaquería; pero si estuviera dirigido por los France y los Galdós, por las madres de las bailarinas y por los comerciantes judíos, sería una perfecta pocilga.

—¿Pero no ha leído usted todo el libro sobre France?

—No; la verdad. Me ha parecido desagradable.

—Pero usted lo mira todo desde un punto de vista moral —dijo la duquesa.

—Naturalmente. ¿Qué otro punto de vista hay para poder juzgar la vida? Ellos dicen: «¿Hay prostitución? Yo me aprovecho de ella». «¿Se vende la mujer o el negro? Pues yo los compro». Si hubiera esclavitud, dirían: «¿Hay esclavitud? Yo tengo esclavos». Y si se vendiera sangre de niño, y esta sirviera para algo, dirían: «¿Se vende? ¿Sirve? ¿Por qué privarnos de ella?». Es el egoísmo sin la dignidad. Además, estos viejos libidinosos quieren equiparar el erotismo senil, feo, de un sesentón que va a regatear con una prostituta que los acepta con asco, con el entusiasmo de un hombre joven por una muchacha joven. Estos viejos libidinosos son unos Landrús cobardes. A mí, entre France y Landrú, me parece más noble y más gracioso Landrú.

—De esa manera se va a la moral frailuna.

—Sí, hay mucha gente que cree que no hay más términos que estos dos. El de los viejos libidinosos, que consideran lícito explotar la prostitución, a pesar de su humanitarismo literario y retórico, o el de los curas de pueblo, que quieren medir la moral por los centímetros cuadrados de tela que llevan las muchachas sobre los brazos. Entre una cosa y otra hay un abismo. Dice en ese libro France, hablando de Dickens, que este autor tiene un sentimiento exagerado de su dignidad de escritor, y añade: «Si una oscura golfilla de Picadilly ha sido maltratada por un borracho, la queja de la mísera chiquilla se elevará por encima del humo de la ciudad, hasta el radiante empíreo en que mora la justicia eterna». «Envidio a Dickens —añade France— esa credulidad genial». Esa credulidad la sienten todos los hombres que creen en la solidaridad humana, sin pensar en empíreos ni en justicias eternas, porque el sentimiento de fraternidad humana está ya cuajado en nosotros. El Galdós, el France, o el Sainte Beuve no creen que la golfilia sea un producto humano tan intangible, tan incomprable como la princesa o como el sabio; ellos creen que hay criaturas humanas que se pueden comprar y utilizar en menesteres viles. Ellos creen que hay categorías dentro de lo humano, que hay Humanidad de primera, de segunda, etc.

—¿Y realmente no la hay? —preguntó la duquesa.

—No. Habrá jerarquías sociales, científicas; pero no humanas. Estamos en un pueblo sitiado, haciendo cola en una panadería, y hay en la fila un hombre sabio, una mujer distinguida. No le hacemos paso. Estamos esperando en la casa de un médico, y tampoco perdemos el puesto ni invitamos a pasar primero al más rico, al más sabio o a la mujer más guapa. Quizá renunciaremos a nuestro puesto y cederemos el sitio al más desdichado, porque tomamos para esto un punto de vista humano, que no tiene nada que ver con la categoría intelectual o social. Yo creo que no hay más que eso: o todos en lo humano iguales, no en lo legal, que es una cosa fría y sin valor, de programa político, o si no la sociedad con jerarquías, con policía que pega, con ejército que mata en las huelgas, con razón o sin ella, con política maquiavélica que puede anular a las gentes por motivos utilitarios.

—Pero en la práctica así es.

—¿Entonces, a qué ese humanitarismo ridículo de los libros de esos señores? En el fondo, esas gentes creen que hay hombres que son como obras de arte, copas artísticas, platos repujados, tapices, cuadros, y otros son cacharros de uso vil, que se pueden aprovechar sin escrúpulos. Llegaría el caso, y nos preguntarían: «¿Se puede sacrificar personas que son tontas, de las cuales no se puede esperar nada, en beneficio de otros más inteligentes?». Nosotros diríamos rotundamente: «No».

—Yo estoy contigo completamente de acuerdo —dijo Soledad.

—Yo, no en todo.

—Es un romanticismo infantil —concluyó diciendo Fernando con sorna.

—Cuando se conoce a los hombres —dijo Larrañaga con dureza—, el que le comparen a uno con un chico, no sólo no le molesta, si no que le agrada.