IV

NIHILISMO SANSCULÓTICO

Hay mujeres de naturaleza de albatros; se comprende en ellas los vuelos largos por encima de las tierras y de los mares. Tales mujeres dan la impresión de que han cruzado en la vida zonas llenas de peligros, como los preteles en los mares tempestuosos.

Aun en el mismo crepúsculo de su existencia, estas mujeres albatros son sugestivas.

«Poder acompañarlas, piensa Joe, es demostrar el tener alas fuertes y poderosas.»

«Las mujeres albatros», Croquis sentimentales

En el grupo de aristócratas españoles hospedados en el hotel de los Tres Reyes, casi todos se creían enfermos, menos la duquesa de Paterno y el parásito; los demás, el uno tenía que ir a algún balneario o sanatorio a engordar, a adelgazar o a recomponer el hígado.

La altura sobre el nivel del mar, la alimentación, el ejercicio, eran motivos de conversación principales.

La duquesa y Larrañaga no se ocupaban de estas cosas y discutían furiosamente. La duquesa defendía los prestigios sociales, fueran democráticos o aristocráticos. Larrañaga los atacaba.

Los americanos invitaron a Soledad, a Pepita, a Fernando y a Larrañaga a ir con ellos de excursión.

Larrañaga se excusó, dijo que no tenía tiempo, pero le demostraron que no tenía nada que hacer, y les acompañó. Fueron a Neuchatel y luego a Lausana, donde pasaron la noche.

En el hotel se encontraron con un militar francés, ciego de la guerra. Esto trajo al momento la discusión sobre la guerra, entre Larrañaga y la duquesa.

—Para mí, en esta guerra —dijo Larrañaga—, todo ha tenido un aire de comedia atroz; se ha jugado con las masas, se ha engañado a los pueblos de una manera cínica, y cuando se ha perdido la partida no se han podido ni siquiera disimular las faltas cometidas. Los que pasaban por héroes no han sabido más que echar a correr.

—¿Qué iban a hacer?

—Algo más decente, más digno. Esa familia real alemana, por ejemplo, no ha tenido un gesto noble. ¡El káiser, que se escapa llevándose sus maletas cargadas de oro! El más pobre histrión hubiera hecho algo más. Yo nunca creí en él. Siempre me pareció un comediante vulgar. Los franceses eran los que le tenían por un grande hombre, Llevándose su maleta con su brazo atrofiado ha demostrado lo que era.

—No sé por qué se le iba a exigir heroísmo.

—Si a él no se le podía exigir heroísmo, a los demás, menos. Ya los reyes no pueden durar. Ni uno solo se ha mantenido a la altura de su jerarquía. En muchos de esos pequeños reinos o ducados alemanes, si los reyes o los grandes duques se hubieran quedado en sus palacios, nadie se hubiera atrevido con ellos. La mayoría de los reyes de Europa han demostrado que no creían en la dignidad de su oficio, que eran unos impostores y que a lo más que hubieran podido servir hubiese sido para lacayos.

—¿Y el zar?

—Ah, eso fue otra cosa lamentable, tristísima. Yo he pensado en esa familia real como en una familia amiga. Yo en parte soy monárquico, pero un monárquico sin la menor simpatía por las personas reales. Nunca me produjo pena el suplicio de Luis XVI y de María Antonieta.

—¿Por qué no? Eso no es humano.

—Me ha dado siempre una impresión de retórica, de mala literatura. Esta tragedia rusa ha sido una cosa triste. Es raro que aquel desdichado de zar no viera el peligro.

—Era un perturbado, un alcohólico.

—Era como el avestruz, que esconde la estúpida cabeza para no ver el peligro. ¡Pobre gente esta familia real rusa; él, borracho; ella, loca, histérica; el hijo mayor, hemofílico, desangrándose a cada paso; marchando por la Siberia en un medio hostil, lleno de amenazas, levantado por estos judíos siniestros hasta morir a tiros y a bayonetazos en la cueva de una casucha de Ekaterinemburgo! He visto una fotografía del zar y de su hijo en una azotea, no sé si en Tobolsk o en el último pueblo, donde murió, que da pena. Es un horror. Muchas veces he pensado yo cómo no veía aquel desgraciado que su palacio era como una jaula dorada colgada de un hilo próximo a romperse.

—Lo vio, pero cuando era tarde. No era inteligente. El káiser no hizo lo mismo.

—Lo del káiser fue una cobardía pobre, miserable; lo del zar, una locura.

—Es un demagogo —dijo riendo Paquito el parásito—, pero es de los míos.

—No, no soy demagogo, pero me gustaría serlo. Tener una fe fuerte debe ser agradable. Creer que el mundo y la vida tienen su objeto, que la Religión es algo serio, está muy bien. Hoy, la mayoría no creemos en nada de eso. La ciencia, la literatura y el arte nos empieza a parecer supercharlatanismo, y las únicas verdades que se nos imponen son la miseria, la enfermedad y la muerte.

—Yo no veo razón para ese pesimismo —dijo la duquesa.

—Al menos, antes de la guerra la mayoría nos habíamos dado francamente al diablo, en vista de que toda la palabrería democrática no llevaba a nada. Toda esa charlatanería de los Víctor Hugo y de los Michelet, y en España de Castelar y comparsa en nuestro tiempo, era cosa desacreditada y, como digo, nos habíamos dado francamente al diablo.

—¿Al diablo?

—Aquí el diablo era la técnica, pero la técnica nos ha resultado tan mentirosa y tan falsa como la democracia. Sobre todo en política no hay técnica. Cuando nos aseguraban que la había, no había más que pedantería fanfarrona.

—¿Y la democracia le parece a usted sin valor?

—Cosa huera también. ¿Que viene el gobierno de muchos cada vez de más?, es indudable. Naturalmente, en una región y en una ciudad hay cada vez mayor número de ricos, de profesores, de altos empleados, de industriales y de comerciantes. Cada uno quiere mandar, y como esto no puede ser se unen todos en ciertos intereses comunes. A esto se llama democracia. Está bien; cuanto más ricos haya, cuanto más personas importantes e influyentes, se ensanchará más, prácticamente, esa manera de gobernar. Es algo automático, pero no es para producir grandes entusiasmos. Hoy la geografía tiene más entusiastas que la democracia; hay explorador que arriesga la vida por marchar al Polo o al Everest; por la democracia no muere nadie, y hacen bien. Es una cosa tan automática que marcha por la fuerza de los hechos económicos. Esta democracia, en momentos de peligro, tiene que defenderse y que emplear procedimientos antidemocráticos. Cuando llega el momento de defensa, entonces abandona sus ideales. Así, su política es una mentira y una farsa. Lo único que se ha visto en esta guerra, es que ya no hay país que pueda cantar el aria de bravura, porque los demás le muelen a trancazos.

—Pero esta época es peor que las otras, según usted —preguntó la duquesa.

—Quizá en conjunto sea igual.

—Pero hay más capacidades.

—Es lo que no vemos. Es también una de las cosas que nos ha desilusionado de esta guerra. Esos políticos, sobre todo los alemanes, eran unos ilusos y unos falsarios; esos hombres que dirigían la guerra, que parecían tan terribles, eran unos pobres diablos, casi unos idiotas. ¿Dónde estaba la técnica de que tanto nos hablaron? Yo creí que los alemanes comenzaban la guerra submarina con mil o dos mil submarinos. Luego resultó que tenían sesenta o setenta. Todo bluff y fanfarronería.

—Eso se ve ahora.

—Naturalmente, esto se ha visto cuando han sido vencidos y han aparecido iguales o peores que los demás, por lo menos más indignos y más bajos. En la derrota es cuando se nota la fuerza de espíritu de un pueblo, y en la derrota los alemanes se han mostrado innobles y mezquinos. El entusiasmo por lo alemán ha pasado y probablemente no volverá jamás. Claro, eso no importa para que Kant y Alberto Durero, Beethoven o Mozart sean grandes hombres; pero creer, como llegamos a creer, que como pueblo era un pueblo excepcional y genial, ya es imposible.

—Puede venir de nuevo un renacimiento alemán.

—Me parece muy poco probable. Como todos los pueblos civilizados, Alemania se va alejando de los valores puramente espirituales, y en fuerza mecánica nunca podrá competir con los Estados Unidos.

—Puede venir un resurgimiento del arte.

—No creo; la mecánica triunfa sobre todo. En otro tiempo, en una ciudad italiana un cuadro de Miguel Ángel o de Rafael, era un acontecimiento; hoy, aunque hubiera genios así, el pueblo no los comprendería y hasta los miraría con desdén; hoy triunfa la mecánica y el sport.

—Sin embargo, ¿usted no cree que los alemanes son todavía capaces de hacer muchas cosas? Es una raza privilegiada.

—¡Bah! No hay razas privilegiadas. Nos hemos engañado mucho con esas teorías de los arios y de los no arios, de los dolicocéfalos y braquicéfalos. Nuestro tiempo, que nos parecía tan firme, estaba basado como todos los tiempos, en ideas pasajeras sin valor eterno. Ariel, el dolicocéfalo rubio, y Caliban, el braquicéfalo moreno, eran disfraces de la época que no tenían valor. Este amigo suizo, que estaba con nosotros días pasados, me contaba su desilusión al ir a Suecia y al ver a los suecos altos, rubios, fuertes, muy desarrollados por el sport y la gimnasia y, sin embargo, tan decadentes como los de los demás países.

—¿Y qué ideas cree usted que han de ser las del porvenir, señor Larrañaga? —preguntó la duquesa.

—Quién lo sabe. Hemos vivido con la pedantería germanófila y con la francófila. Los unos creían que los alemanes eran todos disciplinados serios, sabios, técnicos; los otros, que los franceses llevaban cada uno, en el bolsillo, la declaración de los derechos del hombre y rendían culto a la diosa razón.

—Pero alguna verdad tiene que haber.

—Es lo terrible, la verdad se nos escapa. Toda la organización y la disciplina del catolicismo, basados en una verdad, ¿qué hubieran hecho del mundo? La misma obra del jesuitismo, si en vez de basarse en fórmulas muertas, hubiera encontrado una verdad fuerte. ¿Adónde no hubiese llegado? Por ahora, la mentira tiene tanta fuerza, o más fuerza, que la verdad. Todas las invocaciones a la verdad, todas las oraciones delante de la Acrópolis estilo Renán, son ejercicios de profesores de retórica. Por ahora, es indudable que ni Kant, ni Darwin, ni Pasteur, han arrastrado a las masas como lo ha hecho el general Booth con su Salvation Army, o como lo han hecho otros generales y otros oradores. La mentira produce siempre mucho más entusiasmo que la verdad; de ahí una confusión del demonio. Por otra parte, la religión, con todas sus huestes, mira con simpatía lo que sea confusión en el campo de las ideas no religiosas, cosa, después de todo, muy natural. Hay gente que cree que el espiritismo es científico y que la prehistoria es falsa; otros suponen que la metapsíquica es una ciencia y la microbiología, no; hay quien supone que el cubismo es un gran invento y que el darwinismo es una mixtificación.

—¿Quién va a orientar a la gente?

—Nadie. Además, ¿para qué? Lo mismo da que las masas vivan en el error. Sabíamos que éramos ridículos en una naturaleza seria, en un espacio inmutable. Ahora parece que somos grotescos en un espacio cómico-lírico-bailable. Cuando en pleno siglo XIX, un hombre como Guillermo Booth, puede crear el Ejército de Salvación en un país como Inglaterra, que se considera como uno de los más civilizados, está dicho todo. Este tiempo es el tiempo del misticismo y de la locura. Una época como la nuestra, que se ha pasado consultando a los veladores, ¿qué va a ser? Estos entretenimientos de militares retirados y de empleados de capitales de provincia que se creen muy espirituales, son típicos del tiempo. Kant, Pasteur o Darwin, yerran; los veladores, aciertan siempre.

—¿Quién sabe si lo que dicen esos Kant y esos Pasteur es la verdad?

—Nadie; es una verdad relativa, como todo lo humano, no una cosa absoluta. Toda la obra de la humanidad, está dentro de lo relativo, menos la religión, que ha querido buscar lo absoluto. El hombre, en medio del progreso científico, duda, porque muchas veces se ha supuesto que los problemas vitales, místicos, no se resolverán, pero se suprimirán, y como a pesar de esto vuelven, el hombre se queda perplejo. Yo, como la mayoría de las gentes de mi tiempo que no sean dogmáticas, empiezo a pensar si una teoría religiosa o metafísica, valdrá tanto como un descubrimiento científico, porque si la teoría religiosa pasa y se olvida, al descubrimiento científico le ocurre lo propio; pasa también, se olvida y se sustituye por otro. Se avanza en la civilización; pero no en todos los sentidos. Lo que se gana en una dirección, se pierde en otra. Cuando se hace el balance de una época, no se ve que se haya mejorado íntegramente, sino que se ha avanzado en una dirección y se ha retrocedido en otra.

—¿Usted tiene simpatía por el protestantismo?

—Por el protestantismo actual, ninguna. Como hecho histórico, mientras sirvió para luchar contra la tiranía católica y afirmar la libertad de conciencia, estuvo bien; ahora, como queda sin enemigo, no es nada o casi nada. Y es que el origen en las religiones es lo que no tiene exactitud ni garantía de ninguna clase. ¿Cómo un partidario del libre examen se va a quedar en la Biblia? Porque es como si a uno le dijeran: «Recorra usted este valle y no mire usted más que él». No. Cuando le conozca querrá reconocer el valle próximo vecino y si tiene tiempo y curiosidad, el mundo entero. Yo, actualmente, no tengo simpatía ninguna por los protestantes. Cuando estoy entre protestantes y judíos me siento católico; ahora; cuando estoy entre católicos me siento enemigo suyo.

—¿Usted cree en esas cosas de la transmigración de las almas?

—¿Por qué voy yo a creer en eso? Para mí son fantasías. Es el cuadrúpedo que quiere demostrar que tiene alas como la paloma y que vuela. Son ilusiones de cuadrúpedo… La metapsíquica, la visión no retiniana… majaderías para pasar el tiempo… es como si se dijera medición sin medida, suma sin sumandos. Hay una frase de Séneca, muy acertada, que puede referirse a esta clase de tipos crédulos. Les llama niños que quieren saltar por encima de su sombra. Es lo mejor que se puede decir de ellos. Esas necedades son buenos hallazgos para magos. Se toma una máscara de estupidez misteriosa, se habla en tono sacerdotal barajando lugares comunes, solemnes, y se gana dinero, que es lo que generalmente se proponen nuestros magos actuales.

—Es que tú no tienes ningún espíritu religioso —dijo Pepita, que escuchaba.

—Quizá más que tú… pero, en fin, la mayoría de las cosas de las religiones dogmáticas no las siento profundamente… la idea del pecado… la necesidad de la confesión.

—Eres un orgulloso.

—Es posible. No me siento cristiano, porque no me siento pecador; no creo en el pecado. La verdad, no me cabe en la cabeza que yo pueda ser mejor ni peor. Mis condiciones morales me parecen tan fatales que encuentro imposible el modificarlas. Por eso no puedo envidiar a los demás, más que cosas materiales exteriores; pero no valores espirituales interiores. Envidiaré la fortuna, el éxito, cuadros o libros.

—¿Pero tú tienes seguridad de que no hay otra vida? —preguntó Pepita.

—¡Cómo la voy a tener!; tampoco tengo seguridad de que no hay hombres en la luna o en el sol.

—Pero bien, ¿no crees en otra vida?

—Yo, no.

—Pero si no hay otra vida estamos haciendo el tonto.

—¡Bah!; no tanto. Tú no lo has pasado tan mal aquí. Ya, desde hace muchos siglos, ha habido hombres que han comprendido que todas sus ideas y todos sus conceptos no eran más que medidas humanas. Así dijo un filósofo griego, que no sé por qué se llama sofista. «El hombre es la medida de todas las cosas».

—No comprendo qué quiere decir eso.

—Quiere decir que todos nuestros conceptos, todas nuestras ideas, provienen de la comparación que el hombre ha hecho de las cosas naturales con algunas condiciones suyas. Hoy, por ejemplo, cuando se mide por metros, parece que esta unidad del metro no tiene la menor relación con algo humano, pero seguramente la tiene y las primeras medidas lineales son siempre algo humano, como la pulgada o el pie. Todo lo que se hace está hecho por el hombre y para el hombre. Ahora, tener una gran idea del hombre, me parece una simpleza. Comprendo también que todo se haga para mejorar el planeta; pero a pesar de esto me parece muy difícil tener gran entusiasmo por este planeta y por la vida humana, que es lo que puede ser y nada más.

—Hablando contigo se siente el vértigo.

—Tiene usted razón —dijo la duquesa a Pepita.

—Es que todo es caótico. Nuestras ideas están hechas con la misma substancia de las locuras. Vamos cruzando sobre la cuerda floja por un abismo. Estamos rodeados de caos y no sabemos cómo saldremos de él.