UNOS ARISTÓCRATAS
Todo es viejo en la vida, todo está usado. El sol que alumbra estas calles alumbraba otras parecidas hace mil años e iluminará otras semejantes dentro de otros mil. El pájaro que canta en la rama canta igual que el del principio del mundo; la ola que agita la superficie del agua es la misma que la agitaba en edades prehistóricas.
«Todo es viejo», Fantasías de la época.
Así como en su viaje por la parte alta de Suiza Larrañaga había vivido días de optimismo y de serenidad, al volver a Basilea le pareció que todo se tornaba negro, frío y viejo. La convivencia con Fernando le molestaba y hacía siempre lo posible para no encontrarse con él.
Días después de su vuelta se presentó en el hotel de los Tres Reyes, de Basilea, un grupo de turistas españoles llegados de Italia.
Viajaban en dos automóviles. Habían cruzado la región de los Dolomitas, estos montes espectrales, desnudos y extraños, y seguido el camino del Stelvio.
Eran un americano rico; su mujer, una señora española; su bija Charito; una amiga, dama de la aristocracia con título ducal, antiguo y decorativo, y dos amigos del marido: un exdiplomático madrileño y un historiador, hombre al parecer de alguna fortuna, que publicaba libros sobre personajes del siglo XIX.
El americano, de familia de banqueros, señor cincuentón muy servicial, se mostraba amable. Su mujer, de abolengo aristocrático español, era una dama muy imponente, muy guapa, con los ojos negros y el aire dominante.
La hija, Charito, había heredado de su madre los ojos negros y vivos, pero no su belleza, y de su padre, su aire bondadoso. La muchacha, sin ser bonita, tenía su encanto, y una voz un poco aniñada, agradable.
La duquesa de Paterno, amiga de la señora del americano, alta, flaca, de cara larga, muy elegante, medio austriaca, medio española, estaba casada con un duque italiano y separada de él. Tendría unos cuarenta años, quizá más; llevaba para salir trajes sastre muy elegantes y en casa usaba túnicas muy escotadas, llenas de lentejuelas y abalorios, que brillaban al moverse.
—¡Qué guapa! ¡Qué elegante es! —dijo Soledad al verla.
—Yo la encuentro el aire de la gran serpiente de mar —dijo Larrañaga—. Cuando la veo bailar me recuerda a los monstruos marinos pintados por Boecklin; creo reconocerla, escamosa, entre nubes de espuma.
El aristócrata parásito, flaco, moreno, seco, con un bigote pequeño y recortado, hablaba mucho; el historiador, chiquito, canoso, afeitado, con unos anteojos de cristales muy convexos, no hablaba.
Al encontrarse el grupo de Pepita y el de los turistas españoles en mesas próximas se entablaron relaciones entre unos y otros, y los aristócratas les invitaron a jugar al poker.
Pepita tenía por aquellos días mal humor y no hizo nada por acercarse a los turistas. No le gustaba jugar a las cartas. Le parecía cosa estúpida y aburrida, lo mismo si el juego tuviera un nombre inglés o se llamara la brisca o el tute. Fernando, a quien la calidad de aristócratas de los compatriotas seducía, se acercó a ellos; Charito y Soledad se hicieron pronto amigas, y el americano galanteó a Pepita.
Stolz, que apenas conocía españoles, observó con curiosidad a los turistas y habló de ellos con Larrañaga.
—Ser joven, lo bastante rico para no preocuparse de las cuestiones materiales y tener como novia una muchachita española, apasionada y católica ferviente, debe ser algo admirable, algo como la teología del erotismo.
—Sí; pero no crea usted que esto es tan frecuente.
—No; lo comprendo.
—La riqueza no es tan común. El joven rico, aun el español, tiene sus preocupaciones; no es completamente estólido siempre y la familia pesa sobre él.
La actitud de Pepita y de su familia, con relación a los aristócratas, fue muy distinta. Pepita estaba preocupada y no se mostró ni muy efusiva ni muy amable con ellos.
Larrañaga trató con gran facilidad a los españoles; no así Fernando, quien daba la impresión del burgués presumido y obsequioso que tiende a la adulación cuando habla con gentes de superior categoría a la suya. Fernando miraba muy serio a la duquesa, con los ojos brillantes. Pepita notó mucho el contraste. Se habló y se discutió con los aristócratas.
Estos tenían sus preocupaciones y sus dudas.
¿Era mejor vivir en España o en la Europa central para un español? ¿Valía la pena de viajar o no? ¿Existía un arte moderno o no había tal cosa? ¿Los alemanes podían considerarse como gentes distinguidas o eran sólo tipos vulgares que no servían más que para trabajar y para descubrir medicinas y tintes? ¿La moda tenía más valor hoy que ayer o tenía el mismo? ¿Cuándo querría usted vivir con los griegos, con los romanos, en la Edad Media o en el período romántico? ¿Le gustaría a usted vivir en un período de guerra o en un período de paz? ¿Es usted amigo o enemigo de los judíos? ¿Cree usted que en América se podrá hacer algo artístico o los países americanos habrán llegado definitivamente tarde para las actividades artísticas?
Larrañaga tenía una cualidad, y era el hacer hablar a los demás. Le interesaban los pequeños detalles de la vida de los otros y sabía dirigir preguntas oportunas y escuchar.
A veces se exaltaba y hablaba con fuego, sobre todo si estaba Pepita delante.
Stolz, que lo notó, dijo a Pepita:
—Tiene usted el don de hacer rejuvenecer a su primo.
—¿Pues? ¿Por qué?
—A su lado se anima, le brillan los ojos, habla con inspiración. Pierde ese aire sombrío y rencoroso de Catilina, que va a pegar fuego a Roma. A veces parece que tiene veinte años.
Pepita sonrió. No le disgustaba hacer este efecto en José.
Entre los españoles recién venidos había dos que llevaban la voz cantante: la duquesa y el aristócrata un tanto parásito, a quien llamaban Paquito.
Probablemente la duquesa y Paquito explotaban la generosidad de la familia rica.
La duquesa se manifiesta entusiasta furiosa del dinero y de las gentes de posición. Quería pensar que el brillo de las grandes fortunas había sustituido modernamente al de las casas aristocráticas, así que ella se creía encargada de defender los prestigios de la familia amiga.
La duquesa hablaba mucho, con la voz un poco ronca. Le gustaba decir palabras en diferentes idiomas y creía encontrarse muy al tanto de los acontecimientos artísticos, literarios y políticos del mundo.
Solía hablar y fumar tendida en el sillón, con las manos detrás de la nuca.
A Larrañaga le daba la impresión la duquesa de una naturaleza enérgica, de una máquina fuerte.
Larrañaga hablaba mucho con ella y discutía. Si ella le daba algunos alfilerazos, él contestaba con estocadas a fondo.
La duquesa se extrañaba de la actitud indiferente, hacia los ricos, de Larrañaga; notaba que aquel hombre no tenía ni curiosidad ni atención por ellos. Esto le producía un enorme asombro.
Cuando la duquesa iba a dejar de hablar, considerándose ya vencedora, una objeción de Larrañaga le impulsaba a una nueva explicación.
«¿Qué ha dicho su pariente de mí? —preguntó una vez a Pepita—; le he debido parecer una charlatana insoportable.»
Pepita indicó a su primo cómo su actitud ante los aristócratas y ante la duquesa les parecía extraña.
—Trata a la duquesa como a la mujer de un carpintero —dijo Soledad, riendo.
—¿Y por qué no? —preguntó Larrañaga.
—Juzgando así, no hay aristocracia.
—Indudablemente, para mí no la hay.
En el poco tiempo que estuvieron juntos la duquesa y José, llegaron a gran intimidad. A pesar de la divergencia de sus opiniones, se sentían como de la misma raza.
En cambio, la duquesa miraba a Fernando con indiferencia marcada y con cierta hostilidad del que necesita echar atrás al intruso.
—Nos ha tocado vivir —dijo una vez Larrañaga— en una época estúpida. Hay que tener resignación.
—Yo no la encuentro tan estúpida —replicó la duquesa.
—Es una época en que ya no se habla, porque no hay nada que decir; se anda en automóvil, se dan patadas a un balón, se llega hasta a volar. Las que no vuelan son los ideas. Las mujeres actuales, en general, tienen poco interés, sean duquesas o criadas.
—¿Lo dice usted por mí? —preguntó ella.
—No, lo digo por todas. Que las mujeres tengan miedo de la aventura, me parece bien; ahora, que tengan miedo de la pasión, me parece mal.
—¿Por qué?
—Porque eso está en contra de la Naturaleza.
—Usted, sin duda, quisiera que bastase el que un hombre mirase con gusto a una mujer, para que ella abandonase sus relaciones ya hechas para marcharse con él.
—Se cree siempre eso —replicó fríamente Larrañaga—. Se cree que cuando un hombre mira con entusiasmo a una mujer, si ella dijera: «Vamos donde usted quiera», el hombre, en seguida, loco de contento, abriría sus brazos. No hay tal. Nuestra vida no es como la de los pájaros que encuentran la comida fácilmente en el campo ni mucho menos. Además, la posesión de algo termina en una serie de obligaciones, y si se puede decir, en un sentido figurado, que un hombre tiene la posesión de una mujer, esa posesión es, por otra parte, esclavitud.
La otra de las voces cantantes del grupo de los aristócratas era Paquito, el parásito que, en su juventud, había sido diplomático. Paquito hablaba con acento andaluz y se expresaba por sentencias.
—¿Oye tú, Paquito —le decían—, qué opinión tienes tú de un pastor protestante?
—Un pastor protestante es casi siempre un miserable, cuando no es un idiota.
En su conversación soltaba una porción de máximas. Larrañaga le oyó estas.
—Por los judíos y por los alemanes no se debe tener ni simpatía ni desprecio. Si tienen interés en hacer algo a favor de uno, lo harán sin hacer caso del desprecio; si tienen interés en hacer algo malo, lo harán también, sin tener en cuenta la simpatía. Lo mismo el judío que el alemán, es inteligente e innoble. Los suizos son militares comprimidos. Como a los moros les gusta jugar con las armas de fuego; pero los moros tiran al aire y los suizos al blanco. El ruso es un burócrata, es un hijo del francés y del chino. Los italianos, unos son cómicos y otros fascistas; cuando se les ve juntos todos parecen cómicos. El argentino es muy europeo. Se le nota en lo roñoso que es. Es tan roñoso como el francés, tan roñoso como el italiano, es tan roñoso como el belga; con esto está dicho todo. Cuando se piensa en los holandeses se recuerda el queso de bola.
—Esto lo dicen por usted —le dijo la duquesa a Larrañaga.
—¡Bah! Yo vivo en Rotterdam y Rotterdam no es Holanda —contestó Larrañaga.
Las frases de Paquito, aunque la mayoría muy chabacanas, tenían su fondo de exactitud.