II

HOSTILIDAD

Según los antiguos astrólogos, hay años climatéricos, años de convulsiones, de supuestas grandes crisis.

Tales años, para algunos, eran los múltiplos de siete; en opinión de otros, los múltiplos de nueve. Como unos y otros no andaban muy conformes en las fechas, los partidarios del siete y los del nueve coincidían en fijar la gran edad climatérica para todas las personas en el año sesenta y tres de su vida, múltiplo al mismo tiempo del siete y del nueve.

En los días existía también algo semejante, y así había los días críticos y los días vacuos: en los unos no pasaba absolutamente nada, en los otros se precipitaban los acontecimientos.

«Épocas climatéricas», Evocaciones

Llegó Larrañaga a Basilea, al anochecer, cansado; se encontraba cerca de su hotel y se fue directamente a dormir.

Al levantarse de la cama y al ir a desayunar, el criado le dijo que le llamaban por teléfono del hotel de los Tres Reyes.

Había llegado Fernando, y Pepita le decía que hiciera el favor de presentarse en el hotel. Larrañaga no se apresuró a marchar.

Llegó poco antes de la hora del almuerzo. Al entrar en el cuarto de Pepita vio allí a Fernando. Por el aire que ofrecían marido y mujer comprendió que había borrasca.

Pepita quería explicarse delante de su marido y de su primo, y comenzó la explicación, trabucándose y confundiéndose.

Fernando no era hombre de gran inteligencia, pero como astuto se defendía admirablemente.

—Y luego el martes, por la mañana, el mismo día que llegamos a Viena… al salir tú de casa… —decía por ejemplo Pepita con vehemencia.

—Primero, perdona que te diga —interrumpía Fernando fríamente— que no llegamos a Viena el martes.

—¿Cómo que no?

—No. Eso, primero; luego, el día que llegamos a Viena yo no salí de casa por la mañana.

La pasión y la cólera impulsaban a Pepita a hablar con exuberancia y a decir lo que no era cierto. Se veía claramente que si en los detalles se equivocaba, en conjunto tenía razón.

Como las explicaciones entre marido y mujer tomaban el aspecto de convertirse en imprecaciones y en insultos, Larrañaga, con aire de profundo disgusto, se levantó con intención de marcharse.

—Quédate —le dijo Pepita.

—Sí, quédese usted —repuso Fernando.

—Haz el favor de quedarte —añadió ella—; tú darás cuenta a mi padre de esta conversación.

Larrañaga se sentó en un diván con la idea de no decir palabra.

Mientras Fernando hablaba, Larrañaga le iba estudiando y tenía la sensación de comprenderle perfectamente.

Con seguridad no era aquel un hombre recomendable. Le veía capaz de cualquier cosa. No manifestaba inteligencia, pero sí una gran cuquería, y sobre todo un sentido de mentira y de maquinación extraordinario. Sin escrúpulo ninguno, en seguida, inventaba una explicación, daba datos falsos y embrollaba y oscurecía lo más claro.

Un hombre inteligente y con un fondo de nobleza no se hubiera defendido así.

«Se ve que el buen burgués puede, si llega el caso, convertirse en un perfecto canalla», se dijo Larrañaga.

José no tenía una idea clara del estado psicológico de Pepita. ¿Estaba celosa? Difícil era saberlo. Hay indudablemente como unos celos puramente físicos y otros espirituales. Ella quizá se acercaba más bien a sentir estos celos físicos.

Los sentimientos de marido y mujer expresados en sus palabras revelaban odio; oscuramente se odiaban y se despreciaban. Tanto él como ella manifestaban rabia, cólera y deseo de mortificarse. Sin duda era resultado de los celos y del amor pasado. Hubieran querido herirse, ver sangrar la herida y humillar al otro.

Pepita demostraba el orgullo de la mujer inteligente, bonita, muy halagada, a la que nada asusta.

Fernando tenía una condición muy general en todos los egoístas, la facilidad de convencerse de que lo que a él le convenía era la verdad y lo cierto. Sus falsos convencimientos se convertían en él en verdaderas convicciones.

A cualquiera le hubiese asombrado la mala idea de Fernando por su mujer. A Larrañaga le maravillaba.

«La desprecia, es evidente —pensaba Larrañaga—; y, sin embargo, todo se lo debe a ella. Sin ella no hubiera pasado de ser un pelafustán.»

Se veía que para Fernando su mujer, como las demás mujeres, no era más que uno de tantos seres lascivos, intrigantes, que todo lo embarullan y lo pervierten con sus coqueterías, sus murmuraciones y sus chismes.

Se da muchas veces el caso de que el hombre con más condiciones femeninas es el que siente mayor hostilidad por la mujer.

Fernando mentía con olímpica tranquilidad. Se hubiera dicho que aquella serie de mentiras, cínicas e impudentes, constituían faltas de estrategia en su lucha con Pepita; pero no lo eran, porque desesperaban a Pepita y le hacían decir mil tonterías.

No había en él el menor idealismo; consideraba a las mujeres como a un enemigo, del que hay que aprovecharse. A veces una especie de odio al sexo entero, y como un sentimiento de venganza contra él, se manifestaba en sus palabras.

Larrañaga al principio se asombraba y casi se divertía; pero al último experimentó disgusto profundo y gran indignación.

Cuando marido y mujer se hartaron de insultarse, Fernando, dando un portazo, salió de la habitación.

Al golpe de la puerta se levantó Larrañaga. Estaba pálido, demudado.

—Tu marido es un miserable —dijo.

—No, no es un miserable —replicó Pepita, asombrada de la dureza de la palabra y de la expresión.

—Sí, es un miserable, un chulo repugnante. Le oía y me ahogaba de indignación al ver un alma tan ruin, tan innoble, tan baja… No sé cómo me he contenido. Lo hubiera matado.

Larrañaga apretó los puños e hizo una mueca extraña con los labios.

—¡Por Dios! ¡No te pongas así, Joshé! Me das miedo.

Pepita comenzó a llorar.

Larrañaga tenía la cara pálida, descompuesta.

—¡Tranquilízate! Vete a descansar —dijo Pepita.

—Sí, me voy; pero no me vuelvas a poner delante de él, porque creo que le mataría.

A pesar de su decisión de no volver a ver a Fernando, no tuvo más remedio que convivir con él y comer en su compañía.

Una de las cosas que le indignaba de Fernando era que no retrocedía ante ningún procedimiento; así pasaba de la mentira al sentimentalismo falso con tranquilidad de juglar.

Para él no había recursos bajos ni impropios; todos los empleaba si llegaba la ocasión.

«Si este hombre fuera listo, sería un hombre peligrosísimo», pensó Larrañaga.

Le encontraba parecido con el padre de Nelly.

El fondo de su personalidad se componía de egoísmo, de mentira y de hipocresía.

Larrañaga quedaba asombrado. Seguramente un hombre de talento, de ideas nobles, no hubiera podido defender su conducta tan hábilmente como aquel hombre vil.

Era una táctica perfecta: sabía oscurecer la acusación general, los hechos, los detalles, volvía sobre los asuntos cuando le convenía, rectificaba los hechos.

Larrañaga vio inclinada a Pepita a hacer las paces con su marido.

«Se ve que las mujeres —pensó— no tienen idea de la dignidad», y se juró a sí mismo no intervenir en las disputas conyugales, dejando que el matrimonio fuera resolviendo su cuestión a su modo.

La cólera y la repugnancia que sentía por Fernando le fatigaba y le mareaba.

Por entonces Larrañaga tuvo un sueño raro: en medio de un puente muy largo vio dos hombres luchando a brazo partido; uno, flaco y fuerte; el otro, grueso, blando y blanco. El flaco atacaba a puñetazos al grueso, y este, tipo barbudo, con uñas de tigre en los pies, le arañaba en la espalda y le llenaba de sangre.

De pronto el flaco y fuerte se escondía entre las hierbas, preparaba un lazo en el suelo, donde el gordo caía, y al tenerlo en el suelo, le daba un golpe en la cabeza y se la abría como una nuez y lo echaba por el puente abajo. ¿Qué podía significar el sueño de los dos hombres que reñían? No se lo pudo explicar.