I

DISCUSIONES DE LA ENGADINA

Todo es nuevo en el mundo —ha pensado Joe—. Esta mañana es nueva. El aire que respiro no es el de ayer, ni el de mañana; la mariposa que vuela es la de hoy, ayer probablemente no existió, mañana no existirá; tal es la brevedad de su vida. La alegría experimentada por mí en este momento es también actual, única y diferente a todas las demás; ni la que le precede, ni la que le sigue son iguales. Todo es nuevo en este mundo, nuevo a cada instante.

«Todo nuevo», En voz baja

Por entonces Fernando, el marido de Pepita, escribió a su mujer que iba a venir a Basilea. Pepita mostró la carta a Larrañaga, una carta redactada con habilidad y con astucia, sin confesar las faltas, preparando un arreglo.

Al mismo tiempo Stolz convidó a pasar dos días en la Engadina a José Larrañaga.

—No voy a ir —dijo José a Pepita.

—¿Por qué no? Debías ir. Ese viaje te entretendrá.

«Quizá Pepita no quiera que yo esté presente al llegar su marido», pensó Larrañaga, y como se hallaba dispuesto a entender las medias palabras y las medias intenciones, se fue a acompañar a Stolz.

Marcharon en tren hasta Coira, y después, en un tranvía eléctrico, entraron en el centro de los Grisones, admirando las perspectivas de los montes nevados, los picachos erguidos y los torrentes que caían espumosos desde las alturas.

Estuvieron en Saint Moritz y en Pontresina. Los hoteles se hallaban atestados de judíos venidos de todas partes.

«Es una inundación de judíos —decía Stolz—. En todos los sitios agradables del mundo no se ven más que judíos. Los morenos todavía tienen cierta gracia; pero esos judíos rubios son muy desagradables. Una señora me decía que parecen cucarachas rojas.»

A Stolz le estorbaban los judíos; en cambio, el campo le entusiasmaba.

Aquella Naturaleza grande, pomposa; el aire vivo y puro de la altura, produjo también a Larrañaga sensación de alegría y de ligereza.

Stolz y su amigo discutieron largamente.

El tiempo era admirable; el cielo, claro, magnífico; los montes, nevados. En el fondo de los valles brillaban los lagos y de los bosques de abetos y de alerces llegaba un hálito fresco y perfumado.

Los prados se conservaban verdes y esmaltados de flores. A veces el aire de cromo del paisaje impulsaba a Larrañaga a encontrar la Naturaleza un poco teatral y falsa.

Uno de los Goncourt, no precisamente un águila del pensamiento, decía que no veía nada en la Naturaleza que no le recordara alguna cosa artística ya realizada. Esto, en parte, nos ocurre a todos los amanerados y vulgares, pero seguramente al que tiene grandes dotes de creación artística no le debe pasar.

Stolz quiso decidir a Larrañaga para que fuesen juntos al glaciar del Bernina, pero Larrañaga no se decidió. Desconfiaba de sus condiciones deportivas.

Estuvieron en Sils María; vieron su anfiteatro de montañas nevadas, su lago y el lago próximo de Silvaplana.

Allí, al parecer, se había inspirado Nietzsche para componer su poema Así hablaba Zarathustra. Stolz era partidario del filósofo alemán; Larrañaga lo encontraba muy kolossal.

—Los rusos —dijo Larrañaga— suelen decir: Nietzsche, nitchevo. Es decir: ‘Nietzsche, nada’.

—Pero eso no es cierto —replicó Stolz—. Queda mucho de Nietzsche. Su crítica tiene gran importancia.

—Yo nunca he sido nietzscheano —replicó Larrañaga—. Toda la parte afirmativa de Nietzsche: aristocratismo, clasicismo, superhombrismo, me ha parecido aparatosa y huera, quincallería, tendencia a lo kolossal, Zarathustra no me gusta nada; es como una ópera de Wagner. La parte de crítica de Nietzsche es lo que a veces me ha parecido bien.

—Era un ario.

—Amigo Stolz, usted sabe muy bien que esto de los arios y de los semitas es una fantasía que parece que no tiene más que un relativo valor lingüístico.

—Yo creo que lo tiene étnico, y sobre todo espiritual.

Del Zarathustra de Nietzsche pasaron a hablar de Zoroastro el antiguo, del verdadero. Stolz quería creer que Zoroastro era un completo germano; pero Larrañaga aseguró que la existencia del fundador del magismo persa era muy insegura, y que, probablemente, si no en su existencia, en sus teorías, había, como en la de todos los fundadores de religiones, elementos extraños de Asiria y de Babilonia.

—¿Usted tiene buena idea de la religión, o la considera usted, como los ateos, cosa vergonzosa? —preguntó Stolz.

—Yo creo que la religión es una interpretación de la Naturaleza con su disciplina subsiguiente. No creo que honra, no creo tampoco que deshonra.

—¡Hum! Me parece que está usted en el grupo de los ateos.

—Más bien entre los agnósticos. Es indudable que nadie puede mirar por encima de sí mismo. La religión parece que a veces está alta; a veces la ve uno muy baja. No sé si es perfectamente exacta, pero yo me he forjado una teoría sobre las religiones históricas, que supongo, naturalmente, que no será nueva.

—Veámosla.

—Supongo que hay en las religiones adultas, filosóficas, dos ramas: Una, que tiene por base el monoteísmo y el dualismo; la otra, que tiene como fundamento el panteísmo y el monismo. La primera encuentra grandes contrastes: Dios y el diablo, el mal y el bien, la luz y las tinieblas, el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo; la segunda lo funde todo, y apenas tiene Dios. La primera me parece que nace en los pueblos de la Europa oriental y del Asia próxima a Europa, en países donde hay predominio de los semitas. Es religión ardiente, optimista, de hombres de acción, con un Dios que manda y reclama. La otra nace en el Asia central: es religión más fría, más filosófica, pesimista, de gente contemplativa, y se puede decir que no tiene Dios, porque en ella la Naturaleza es como divina.

—No hay que dudar de que usted, de profesar alguna religión, estaría con los segundos.

—Es verdad.

—¿Y usted supone a Zoroastro como brote de la primera rama?

—Más bien su religión me parece intermedia. No se encuentra el Dios fuerte, exigente y reclamador de las religiones semíticas, pero existe el dualismo exagerado del bien y del mal. La tendencia monista, en la cual lo natural y lo divino se mezclan y se consideran como una misma cosa, yo creo que produce espontáneamente la magia y después la ciencia; en cambio, la tendencia dualista: arriba Dios, abajo la tierra; a un lado la luz, al otro la tinieblas, produce la religión dogmática, fanática, la idea de dependencia del hombre con su Dios.

—¿De Zoroastro ha leído usted algo?

—He leído hace tiempo la traducción del Zend Avesta, creo que de Anquetil-Duperron.

—¿Y es interesante?

—¡Oh, no! Muy aburrido. El viejo Zarathustra dice casi tantos absurdos en el original como en la rapsodia de Nietzsche.

—¿Y se advierte en él al ario?

—No lo creo; además, se cree que Zoroastro, si existió, no era de la Bactrania ni de país claramente ario, sino un forastero nacido en alguna región de vida nómada y probablemente semítica.

—¿Cree usted?

—Es lo que he leído. Parece que es cosa comprobada que en el Avesta hay elementos semíticos. La creación con su Dios único y sus seis días o períodos, el diluvio y otra porción de cosas, en el Avesta son iguales que en el Génesis. No puede chocar nada el semitismo de Zoroastro dada su tendencia dualista y su creencia en un espíritu absoluto del bien y en otro del mal. Esta tendencia concuerda indudablemente con las doctrinas de Moisés, de Jesucristo y de Mahoma.

—Yo no lo creo así.

—A mí hasta Nietzsche no me chocaría nada que fuera un judío disfrazado.

—Hombre, no —exclamó Stolz riendo.

—Ese optimismo rabioso no tendría nada de particular que fuera de algún Aschkenasin venido de algún ghetto de Polonia.

—Yo considero a Zoroastro como un ario, como un abuelo del buen europeo, del germano puro.

—Pero el europeo, el buen europeo que dice usted, es sin duda un hábil mecánico, un buen científico, un excelente relojero, un perfecto ciclista; pero en cuestión de religiones no puede competir con los semitas. Lutero, Calvino, San Ignacio, el general Booth, son ridículos al lado de Moisés o de Mahoma. Hay que reconocer que para inventar religiones el europeo no ha servido. El europeo está bien en su sentido de lo relativo, de lo científico; pero cuando se entusiasma y quiere marchar a lo dogmático, a lo absoluto y ponerse altisonante, se convierte en ridículo. En esto un moro zarrapastroso está mejor que él.

—Exagera usted.

—Cierto; no digo que no. Esos pequeños profetas ariófilos, como Chamberlain, quieren demostrar que el ario, el germano, es el hombre templado, inteligente y de buen sentido, cosa que es posible, pero gentes así no inventan la religión. Las religiones las crean indudablemente tipos de visionarios, enloquecidos, febriles, exaltados. Ya sabe usted lo que pensaba Hume de las religiones.

—¿Qué es lo que pensaba?

—Él decía que eran imaginaciones fantasmagóricas de monos semihumanos. Si el Chamberlain y sus congéneres quieren hacer un ramillete de lo mejor que encuentran en el mundo para atribuírselo a los germanos, eso ya es una ridiculez.

—Sí, es verdad; antes que nada, hay que ser veraz.

—No comprendo bien la actitud de Renán con relación a los judíos y semitas —añadió Larrañaga—: por un lado entusiasta y por otro no. Tan pronto parece que el genio hebreo le atrae como le rechaza. La teocracia, fundada por los profetas, seduce a este cura fracasado. Para él un gobierno de curas y de profesores sería el ideal.

—¿Para usted no?

—Para mí, no. Yo casi preferiría el de los soldados y el de las cocottes. Tampoco comprendo cómo el buen cristiano, ilustrado, puede ser antisemita. Es como el hombre que sea enemigo de su padre.

—¿Y usted qué se siente?

—Yo, poca cosa; pero me alegro de no tener que ver con ninguna de esas dos grandes ramas de los arios y de los semitas. Esclavitud, régimen abominable de castas de la India, vendedores de esclavos de los fenicios, matadores de ilotas entre los griegos. No experimento ningún entusiasmo por ellos. ¿Qué quiere usted? Preferiría proceder directamente de un sencillo cazador o pescador que viviera en su cueva pirenaica en el período paleolítico.

Fueron Larrañaga y Stolz en el tranvía eléctrico por las orillas del Inn, que corre con sus aguas verdes y grises hasta la frontera del Tirol.

En Guarda, donde comieron, encontraron un chico y un viejo, los dos italianos del Mediodía, que iban hacia la Valtellina. El viejo llevaba un acordeón al hombro, con un letrero que decía: «Academia Armónica Stradella Milano».

El chico tenía una cara de ingenuidad y de inteligencia extraordinaria.

Stolz y Larrañaga estuvieron hablando largo tiempo con los dos; se enteraron de sus proyectos y adonde iban.

Al día siguiente, Larrañaga y Stolz volvían a Basilea.