IX

FIGURINES ESPAÑOLES

Entre Hugo de Vries, Mendel y las aplicaciones de sus descubrimientos a la filosofía, han hecho pensar otra vez a los aficionados que, si no la gran libertad teórica y absoluta, hay una pequeña libertad práctica, una cierta espontaneidad espiritual que llaman indeterminismo.

«El indeterminismo», Fantasías de la época

Se encontraba Larrañaga en el hotel del Parque desayunando, cuando el mozo le dijo que dos españoles le invitaban a tomar algo con ellos.

Larrañaga se levantó y les dio las gracias, y habló un momento con los compatriotas. Eran dos jóvenes recién venidos de Alemania; el uno, militar muy atezado, muy moreno, y el otro, profesor de derecho de una universidad de provincia, muy pálido.

—¿Usted conoce Basilea? —preguntó el militar a Larrañaga.

—Sí.

—¿Qué se podía hacer para pasar el día?

—Hombre, pueden ustedes, primero, ver el pueblo; luego, comer en una de esas tabernas españolas que hay en la plaza, cerca del Museo Histórico; por la tarde, ver los alrededores y el jardín zoológico y cenar en el café del Casino.

—¿No quiere usted acompañarnos?

—No; yo tengo que ir a ver a unos parientes.

—De noche, ¿no está usted libre?

—Sí, de noche si están ustedes allá, iré al café del Casino a charlar un rato.

Larrañaga marchó, como todos los días, al hotel de los Tres Reyes; comió y cenó allí; por la noche fue al café del Casino, donde se encontró con sus dos españoles y se sentó con ellos.

De primera intención, el profesor no le fue simpático. Poco inteligente, muy pedante, de gran suficiencia, se creía hombre achicado por tener que vivir en su país; se consideraba un desterrado en España. Para él todo lo extranjero era mejor, porque sí.

Habló de Europa de manera ridícula, como si fuera una bienaventuranza mística que no le tocara nada a España; afirmó que hombres como él tenían que expatriarse.

—Para mí, Europa es una realidad geográfica y nada más —replicó Larrañaga—. Si Europa fuera sinónimo de civilización y de cultura, Albania y Serbia no serían Europa, pero, en cambio, lo serían Boston o Melbourne. ¿A qué establecer confusiones ridículas? Además, el expatriarse es cosa fácil. No se necesita gran cosa para ello más que dinero. La cuestión es poder vivir fuera del país natal.

El profesor no podía ver las cosas con sus ojos y creyó que no le comprendían, y dio largas explicaciones, complicadas y aparatosas.

A Larrañaga le pareció un majadero perfecto.

—Yo creo que todo eso que dice usted es palabrería —exclamó no muy amablemente Larrañaga—. ¿Qué es eso de ser africano de primera y europeo de segunda? Son gracias de profesor, majaderías, porque el cretino de los Alpes, o el habitante de las Hurdes, por torpes que sean no pueden dejar de ser de Europa; ni San Agustín, Tertuliano, Aníbal o Terencio por muy geniales dejan de ser africanos.

Larrañaga creía que estos distingos de escuela no podían interesar a nadie, más que a pobres alumnos, embrutecidos por las explicaciones de un pedante.

Desde que se convenció de que el profesor era un necio, no se ocupó de él.

El profesor y el militar, sin duda, se habían encontrado en algún pueblo de Alemania y volvían juntos, pero se sentían extraños el uno al otro.

El profesor desdeñaba la manera de ser del militar, y este no hacía caso del profesor.

Larrañaga los había creído amigos.

Una muchacha se acercó a la mesa y el profesor la invitó a sentarse, y se puso a hablar con ella en alemán, probablemente bastante mal, con la satisfacción del hombre estúpido que demuestra sus conocimientos, satisfacción que le rebosaba por todos sus poros.

El militar, tipo flaco, moreno, concluida una pensión de varias semanas, regresaba de Alemania y de Checoslovaquia. Había pasado tres años en el Tercio, en Marruecos.

—¿Pero la vida allí, debe ser horrible? —le dijo Larrañaga.

—¡Pchs! Se acostumbra uno.

—La gente con quien andarían ustedes, sería de lo peor de cada casa.

—Ah, claro; pero creo que a mí me ha convenido estar allá.

—¿Y va usted a volver?

—Creo que sí. Y eso que tengo en Madrid mujer e hijos. La guerra, para el militar, es la única escuela. Se forman otros valores que en tiempo de paz. En una tropa como la del Tercio, se vive entre gentes capaces de lo más bajo y de lo más heroico.

Larrañaga contempló con curiosidad al militar.

—¿Y cómo se le ocurrió a usted meterse en el Tercio? ¿Por necesidad?

—No. ¿Pensará usted que fue una idea literaria la que me impulsó a ello?

—¡Una idea literaria! Es extraño.

—Mi padre es también militar. Es contemporáneo de los que hicieron la guerra de Cuba. Estuvo allí con el general Lachambre, y fue condiscípulo de Enrique Ibarreta, de Álvarez del Manzano, de Fortunato López Morquecho y de otros tipos por el estilo. Estos hombres eran valientes, pero indisciplinados. Mi padre suele contar anécdotas de ellos. Ibarreta, que fue condiscípulo suyo en la Academia de Guadalajara, muchas veces se levantaba de la cama, y en camisón, en días de invierno, corría por una cornisa, a veinte metros de altura, a riesgo de estrellarse.

—¿Y para qué hacía eso?

—Para nada, para divertirse con el peligro. Ibarreta estuvo en la guerra contra los yanquis, luego se hizo explorador y murió en el Chaco asesinado por los indios. Parecía que se había casado con la hija de un cacique. López Morquecho, Manzano, Lolo Benítez y otros compañeros de mi padre eran por el estilo.

»En la juventud, locos, desesperados, desatados, y luego, en la vejez, prudentes y escépticos. Mi padre consideraba bien el haber sido un poco aventurero en su juventud; pero creía que su hijo debía ser todo lo contrario. Concluí yo la carrera y estuve en todos los sitios seguros y sin peligro gracias a las recomendaciones de mi familia. Llegó un día en que comencé a cansarme, y por entonces conocí a un médico militar un poco loco.

»Me habló, me exaltó, me prestó unos libros, y un día me dije: “Nada; mañana me voy al Tercio”, y así lo hice, en contra del padre, de la madre y de la mujer. He visto horrores; he ascendido a capitán, y me he templado para la vida.

—Me parece muy bien lo que ha hecho usted y le felicito —dijo Larrañaga—; pero no sé si la obra de ustedes en África valdrá algo. Hay que reconocer que ocupar ese trozo de Marruecos no es un gran ideal para España.

—Estoy de acuerdo; pero creo que el militar tiene que tener la idea de que hay que hacer lo necesario con energía y generosidad, sea la obra grande o sea pequeña. La cuestión sería purificar el ejército y luego el resto de España.

—Está bien; me parece muy bien que tengan ustedes un plan así. Es algo más que esta idea estúpida de su compañero de usted, que cree que porque sabe cuatro cosas ya no puede vivir en España. ¿Y usted no ha sido herido?

—Sí, pero levemente. He tenido suerte.

El militar contó alguna de sus aventuras en Marruecos, ninguna muy extraordinaria. Lo único curioso que se destacaba en su relato era que en medio de una turba de mala índole, canallas en su mayoría, había gente joven de buenos sentimientos, infantiles, para quien el capitán, con sus veintiocho años, era ya como un padre.

Larrañaga, después de escuchar algún tiempo, se despidió del militar y del profesor y se fue a su casa pensando en los nuevos figurines que iba presentando su país.

Seguramente se hubiera reído si hubiese oído lo que le decía el profesor al militar. «Este señor debe ser algún ricacho de Bilbao, de esos conservadores rabiosos».