LA ANTROPOSOFÍA
Un francés del siglo XVIII, al ver en el teatro un baile inspirado en una tragedia de Racine, dijo que por este camino se llegarían a bailar las Máximas de la Rochefoucauld.
«Bailes», Fantasías de la época
—El carácter cómico-lírico-bailable de las Máximas de la Rochefoucauld, parece que no se ha comprobado aún —decía Larrañaga—; pero, en cambio, se ha comprobado y se ha llevado a la práctica, el de Goethe. Esto lo ha comprobado el escritor profeta fundador de la antroposofía: Rodolfo Steiner.
—¿A qué viene esto? —preguntó Pepita.
—Viene a que vamos a ir a visitar el templo antroposófico, que hay cerca de Basilea, con nuestro amigo Stolz.
El día anterior había llegado Stolz a Basilea con su chaquet y su puro; necesitaba, según dijo, ver a sus amigas españolas. Habló por los codos, divagó y dijo que tenían que ir a visitar el Goetheanum, el templo antroposófico, próximo a Basilea. El antiguo templo se había quemado. Los amigos de Steiner achacaban el incendio a los católicos. Los enemigos sospechaban que lo habría quemado, antroposóficamente, el mismo Rodolfo Steiner, el fundador de la secta, para cobrar el seguro de incendios, que era muy crecido.
Al parecer, se estaba construyendo otro Goetheanum. Así, a la muerte de Steiner, seguiría la apoteosis de sus ideas y la reconstrucción del templo.
Stolz era enemigo de la antroposofía de Steiner. Suponía en ella una gran cantidad de superchería y de falta de honradez. Pensaba que el fundador del Goetheanum era hombre de cultura, pero medio perturbado, medio simulador. Todo aquello de los colores de los espíritus y de las voces de la naturaleza, tomado en sentido estricto y material, como lo tomaba el fundador de la antroposofía, le parecía repugnante.
La introducción al conocimiento de los mundos superiores y la invención de un estado anterior de la tierra, en que las almas se entendían por sensaciones gustativas y olfatorias, le molestaba.
Eran fantasías mistagógicas, estilo Flammarión, al alcance de las más mínimas fortunas intelectuales, pero sobre todo, lo que más ofendía y molestaba a Stolz, era que Steiner, con sus discípulos y discípulas, hubiera convertido en bailables las poesías inspiradas del viejo Goethe, el santón de la intelectualidad alemana.
Stolz convenció a Pepita y a Soledad que debían ir a Dornach a ver el nuevo Goetheanum.
«Bueno, pues iremos», dijeron ellas.
Marcharon en tranvía hasta la estación central, y Stolz les llevó al café, que estaba lleno de público elegante. En una mesa se encontraba el poeta, que fue a saludarles, y se unió a ellos. Stolz sonrió y habló por los codos.
—Pero, bueno. ¿No vamos a ver eso? —preguntaba Larrañaga.
—Hay tiempo. Está cerca.
Como Larrañaga insistía, salieron al andén y entraron en un vagón. La tarde estaba oscura y gris. Iba a llover de un momento a otro.
En el campo había todavía árboles frutales en flor.
Dos o tres estaciones después de Basilea llegaron a Dornach. Bajaron. Comenzaba a llover.
Subieron por caminos estrechos, después por un sendero, hasta llegar a un portillo, que cerraba el paso. Se detuvieron. Al lado del portillo, debajo de un chozo, había un joven con chaqueta impermeable de caucho, sombrero de grandes alas y una capa, leyendo un libro.
—¿No se puede entrar a ver las obras? —preguntó Stolz.
—No, todavía no; no hay nada que ver.
Stolz habló largo rato con aquel joven. Al parecer, vigilaba el templo para que no intentaran otra vez pegarle fuego.
El joven explicó varios milagros hechos por el doctor Steiner y aseguró que cuando murió el doctor, con sus propios dedos se cerró los ojos. Para qué hizo esta fantasía, no lo dijo.
Stolz contó, lo que había dicho, a Larrañaga.
«Es extraño que estas estupideces puedan creerse todavía.»
Pepita preguntó qué era un edificio extraño que se veía a pocos pasos del Goetheanum. Era únicamente la chimenea de una fábrica de electricidad.
Vieron vagamente lo que se podía ver desde lejos del templo antroposófico, hermano espiritual de la Sagrada Familia, de Barcelona, y después de Dornach marcharon a una aldea próxima, llamada Arleshein. Arreciaba la lluvia; llegaron a la plaza del pueblo, con su iglesia católica de dos torres, con cúpula, como el bulbo de una cebolla. Destacándose Stolz de los demás, entró en una fonda. Los otros le siguieron. Stolz inspeccionó las tres o cuatro habitaciones de la fonda y escogió la mejor y el mejor sitio.
La cena fue abundante y suculenta. Stolz comió como siempre, como un ogro, y Larrañaga, el poeta y él se lanzaron en plena divagación.
Se discutió de todo, de lo divino y de lo humano.
Pepita y Soledad hablaron de sus cosas, porque las discusiones tomaban un carácter para ellas poco ameno.
De cuando en cuando oían sentencias como estas:
—La ciencia no es más que método y técnica —aseguraba Stolz—. No exige capacidades superiores.
—El socialismo se va realizando diariamente, sobre todo en países como Suiza, sin grandes gritos ni revoluciones —decía el poeta—; todo se va aclarando a fuerza de estadística y de policía.
—Si las mallas de la red de la policía y de la estadística se han estrechado de tal manera que ya es imposible el misterio —aseguraba Larrañaga—, los pasos de las personas más insignificantes se conocen. Bastaría que la luz del reflector viniera a cualquiera de nosotros para que todas las huellas insignificantes que uno ha dejado en su vida aparecieran. Dónde ha nacido uno, dónde ha vivido, en qué hoteles ha estado, toda la historia vulgar aparecería clara.
—¿Y eso te parece mal? —preguntó Pepita.
—Muy mal; repugnante. El Estado va a crear los hombres que necesita por la educación, que hoy es un molde fortísimo. Antes, el hombre completo era más un producto de la naturaleza que de la pedagogía, y a medida que aumenta el socialismo la estadística y la escuela, el hombre completo se dará menos y el especialista más. Porque el hombre fabricado por estas escuelas es un especialista y, al mismo tiempo, es un pedante.
—Tiene usted razón —afirmó Stolz.
—El estado socialista, con su pedagogía —siguió diciendo Larrañaga—, hará de los hombres lo que hacen los cultivadores con las vacas sin cuernos. Grifones, lebreles o galgos, los fabricará en sus laboratorios, que para los hombres serán las escuelas. Quizá puedan emplear, al mismo tiempo que las explicaciones, el cinematógrafo y los libros, las inyecciones de suero y los injertos de glándulas.
—¡Quién iba a creer —añadió Stolz— que todas las furias de la libertad, los entusiasmos de los eleuteromanos, iban a acabar en una cosa tan prosaica como la democracia y el socialismo, en la vida dirigida por la economía y por la estadística!
—¡Cómo hablan! —dijo Pepita a Soledad.
—Son como chicos —contestó esta, riendo.
Tras de comer, beber, fumar y discutir, se vio al poeta que iba quedando más sombrío y más triste.
—¿Qué le pasa? —preguntó, disimuladamente, Pepita a Stolz.
—Le entra la murria y la melancolía, y es cosa triste verle. ¿Vámonos?
—Cuando ustedes quieran.
—Señores. Nos faltan diez minutos para coger el tren. ¡Hala!
Pagó Stolz y salieron a la calle. Hacía una noche magnífica.
—Usted, Larrañaga, se queda para acompañar a las señoras. El poeta y yo vamos corriendo, no sea que se cierre el despacho de billetes. ¡Hala! Vamos.
Se vio a Stolz corriendo por la carretera con su chaquet y su puro, y tras él al viejo poeta.
—¡Qué tipo! —exclamó Pepita.
—Si; es como un chico.
Cuando llegaron a la estación venía un tren, que tomaron. El poeta había dominado su tristeza.
Stolz y Larrañaga acompañaron a Pepita y a Soledad hasta el hotel, y después volvieron juntos.