TRAGEDIA EN EL HOTEL
El estanque ha sido la belleza y la gracia del jardín durante largo tiempo.
En el agua, cristalina y pura, las ninfeas y los asfódelos brillaban con sus flores carnosas y pálidas; los cisnes blancos trazaban estrías en el líquido de cristal; reinaba la tranquilidad y la pureza.
El estanque dormía como las lagunas de los montes en sus lechos de roca, o como los pantanos que se forman en el fondo de los bosques.
Una planta exótica, la raíz de un árbol, hizo de cuña en las paredes y abrió un boquete, las hojas muertas obturaron el cauce de entrada y en el estanque, antes serenidad y perfume, comenzó la fermentación y la pestilencia.
Las plantas del fango se desarrollaron, las flores malsanas, de corolas espesas, comenzaron a exhalar sus perfumes embriagadores y estupefacientes. Al hálito puro y sano del agua viva, sucedió el aliento febril del agua inmóvil. Las raíces viciosas y retorcidas como serpientes salieron de los rincones, y los peces rojos aparecieron muertos en la superficie.
«El estanque», Croquis sentimentales
Unos días después, al llegar Larrañaga al hotel de los Tres Reyes, se encontró a la puerta con un grupo de gente.
—¿Qué pasa? —preguntó a un empleado del hotel.
—Que acaba de suicidarse una mujer.
—¿Aquí mismo? ¿Quién?
—Una austríaca, la condesa Bathori.
Larrañaga telefoneó al cuarto de Pepita para darle la noticia; la camarera contestó que la señora no estaba arreglada.
Larrañaga esperaba inmóvil en la escalera, cuando pasó una camilla. Traían a la suicida.
—¿Vive aún? —preguntó Larrañaga.
—No; ha muerto ya. El juez ha mandado que la lleven al depósito.
Uno de los empleados contaba en francés a un señor lo ocurrido. Hacía una relación que quería ser detallada y pintoresca.
—La condesa Bathori vivía aquí, con intermitencias, desde el final de la guerra —dijo—; era una mujer muy chic. ¡Oh, ya lo creo! Una dama de la alta aristocracia. Se decía que estaba arruinada. Probablemente, por la guerra. Se aseguraba que se había separado de su marido. ¡Vaya usted a saber! Aquí se había encontrado con el príncipe Carlos de Coburgo, paisano suyo, que había mandado un cuerpo de ejército austríaco durante la guerra. Estos dos grandes personajes, venidos a menos, la condesa y el príncipe, se hicieron muy amigos y vivían en plena intimidad. Después de tres años de intimidad, se dijo en Basilea que el príncipe Carlos iba a renunciar a su categoría de gran maestre y a sus títulos y a casarse con una viuda suiza de gran fortuna. La condesa pareció no dar importancia a la noticia. Yo la vi hace dos días y estaba alegre y sonriente; pero esta mañana se ha presentado en el hotel muy temprano, cuando limpiaban los mozos el pasillo. Los criados, como la conocían, la han dejado pasar. La condesa ha llamado en el cuarto del príncipe, y este sin duda ha abierto y ella ha entrado. Después se han oído voces dentro: primero, tranquilas; más tarde, furiosas; la condesa ha comenzado a gritar e insultar, y se ha visto salir al príncipe, demudado, por otra puerta. Luego se ha oído un tiro que apenas ha sonado. Los criados han entrado en el cuarto y han visto a la condesa en el suelo, con el traje manchado de sangre. Se había pegado un tiro en el corazón. Se ha llamado al médico; pero, cuando ha venido, estaba muerta.
Larrañaga subió al cuarto de Pepita y contó lo ocurrido.
—¡Qué lástima! —exclamó Pepita—. ¿Y era hermosa?
—Una mujer soberbia —contestó Larrañaga—; alta, esbelta, con unos ojos hermosos y una dentadura blanca y fuerte.
Durante el día no se habló en el hotel y en toda la ciudad más que de aquel suicidio de la condesa. Se dijo que el médico que la hizo la autopsia quedó asombrado de la gran belleza de su cuerpo.
El príncipe no apareció en el comedor del hotel; sin duda comía solo en su cuarto.
Días más tarde, Pepita convidó a almorzar al poeta, y se trató, naturalmente, de la condesa Bathori.
El poeta habló de la condesa con melancolía.
Luego en el postre, un poco animado por el vino, dijo:
—Este final de la condesa Bathori me recuerda el caso fantástico que he leído hace tiempo en un libro antiguo, en latín, titulado: Disquisitionum Magicarum, de Martín del Río. En este libro hay un ejemplo, en el libro segundo, que comienza así: «Basilae quidam sartor ingenio simplex». Un sastre un poco simple de Basilea entró en una cueva, cerca de la ciudad, ya en ruinas, llamada Augusta Rauracorum, con una vela bendita, y se encontró en el fondo «in medio aulam magnifice ornatam spectari et virginem formossisimam pubetenus». Esta doncella, en vez de tener piernas como todo el mundo, terminaba en una horrible serpiente. La doncella estaba guardada por perros alanos, que la vigilaban y daban terribles alaridos. La muchacha enseñó al sastre una arca llena de monedas de oro, plata y cobre, y le dijo que era hija de un rey, que estaba encantada y que, para ser desencantada, un joven puro debía darla tres besos. El sastre le dio dos besos; pero al segundo, la doncella empezó a agitarse de tal manera, que nuestro sastre basilense se escapó asustado. El padre del Río, autor de la obra, supone que si nuestro sastre le llega a dar el tercer beso, la doncella serpentina le hubiera matado, porque era de genere lamiarum, y los perros eran también demonios. El padre del Río recuerda a la hada Melusina, de la casa de Lusignan; luego, al pensar qué objeto puede tener el demonio para vigilar los tesoros escondidos, del Río afirma que es para reservárselos al Anticristo. Ante esta reflexión no hay más remedio que callar.
—¿Y por qué esta doncella serpentina le recuerda a usted a la condesa Bathori? —preguntó Pepita.
—Hace un año, o cosa así —contestó el poeta—, estuvo en nuestra tertulia el maestro de un pueblo próximo, hombre sencillo, que hacía versos y que fue presentado a la condesa. La condesa y el maestro simpatizaron y se hicieron amigos. Él tenía gran entusiasmo por ella, y ella también por él; pero él no se atrevió a decirle nada y se marchó a su aldea y no volvió. Hizo como el simple sastre de la antigua historia. No se decidió a desencantar a la condesa, pensando también que era de genere lamiarum.
—¿Piensa usted que si el maestro hubiera insistido con ella su destino no hubiera sido tan fatal?
—Así lo creo.
—Hay que insistir —dijo burlonamente Pepita.
—¿En todos los casos? —preguntó Larrañaga.
—Yo creo que sí. En todos.
—Nuestra tertulia, a la que iba esta desgraciada condesa, ha tenido muy mala suerte —siguió diciendo el poeta—. Entre los contertulios había dos hermanos, uno comerciante y el otro profesor. En cuestión de unos meses, uno de los hermanos, el comerciante, se ha arruinado y suicidado; el otro se ha vuelto loco. Hace unos días fui yo con intención de verle al manicomio, pregunté por él y me llevaron a una celda, en donde apareció un loco, inquieto y displicente, que me dijo: «¿Qué se le ofrece a usted, caballero? ¿Con qué derecho viene usted a molestarme?». «Es que me he equivocado», le contesté yo. Este loco tenía el mismo apellido que el amigo a quien yo buscaba, y se habían confundido al llevarme a su celda.
—Es la locura de los cuerdos —dijo Larrañaga—. He conocido un hombre que fue en todo modelo: vivió con exactitud de cronómetro, fue buen estudiante, se casó a su tiempo, no hizo ninguna tontería, y, de pronto, en las proximidades de los cincuenta años, se apartó de su camino de tal manera, que se hizo un borracho inmundo, un degenerado, y acabó por suicidarse.
Después de almorzar salieron los cuatro a la calle.
El poeta conocía Basilea admirablemente.
En sus paseos por la ciudad hacía de cicerone sin querer. Este pueblo tranquilo y burgués, donde vivió Erasmo y nacieron Holbein, Euler y los Bernouilli; donde explicaron Paracelso, Burckhardt y Nietzsche, era para él un mundo. Explicó cómo algunos humanistas españoles del siglo XVI, Luis Vives, Fox Morcillo y otros habían publicado allá sus libros, y habló luego de la famosa danza macabra de la iglesia de San Juan, que constaba en otra época de cuarenta y dos tablas, de las que no quedaban más que unas pocas y entre ellas una en la cual está predicando el reformador de Basilea, Ecolampadio.
—¡Ecolampadio! —exclamó Pepita—; qué nombre más raro para un suizo.
—No se llamaba así —dijo el poeta—. Fue de los que tradujeron su nombre al griego. Él se llamaba Hausscheim (‘Luz de la casa’). Hizo, como el otro reformador alemán, Melanchthon, cuyo nombre de familia en alemán era Schwartzerde (‘Tierra negra’).
—¡Ah, vamos! Me chocaba un apellido tan claro, con tantas vocales: Ecolampadio.
Cruzaron el puente y fueron al otro lado del río.
El poeta les mostró un restaurante italiano popular donde, sin duda, el amo había mandado pintar hacía unos meses, en la muestra, un lazarone napolitano comiendo macarrones con los dedos. El cónsul de Italia en Basilea protestó al verlo, diciendo que los italianos comían los macarrones con tenedor, y hubo que pintarle al chico napolitano de la enseña un tenedor en la mano.
El poeta se burló de la suspicacia y del nacionalismo de los italianos, que se consideraban por cualquier motivo ofendidos.
—Al pobre italiano ¡Benedetto!, le calumnian —dijo el poeta con ironía—. ¡Que come los macarroni con los dedos! Esto es higiene. Que maneja con frecuencia el puñal y el veneno… pero es por altruismo.
—Hombre, a mí me parece bien el puñal y el veneno —dijo Larrañaga—. Lo que no me parece tan bien es la banalidad, la cursilería del italiano moderno. Yo creo que el Gran Maestre de la cursilería mundial, es D’Annunzio. Quizá se pueda decir, en esta cuestión de la cursilería, que D’Annunzio es Alá y Mussolini su profeta. ¡Qué gente más chabacana! Verdad es que todo el Mediterráneo es igual. Como antes se decía que la luz venía del Norte, hoy se puede decir que la cursilería es mediterránea. Esa Italia de Mussolini es de lo más grotesco que cabe. En España tendremos que imitarles, diremos que nuestros aldeanos llevan sombrero de copa, casi tan ridículo como los que usan los alemanes y los suizos los días de fiesta; aseguraremos que bailan el shimmy y que usan manicura.
—A mí me parece bien que cada cual defienda a su país —dijo Pepita—. El burlarse del país de uno, es como burlarse de uno.
—No creo que tanto.
—Tú no aprecias nada. Tú crees que las cosas no tiene valor, y no es cierto.
—Comprendo que esto tiene su explicación, que es natural.
—Pues, ¿entonces?
—Es natural, pero es una exageración tomar las cosas así, a punta de lanza. No podremos nunca llegar al conocimiento de todo y quizá ni valga la pena. La señora rusa de Zúrich, la suegra de Haller, suponía que yo me pasaba la vida con mi calañés y mi capa tocando la guitarra y dando serenata a una muchacha guapa. Está bien. Yo supongo que un ruso es un hombre de grandes barbas y un caftán, que, en caso de necesidad, come velas de sebo y bebe Vodka; que un alemán es un joven rubio, pecoso, con las piernas al aire, anteojos y un cacharro de aluminio al cinto, o un señor gordo, barbudo y profesor, y que un inglés tiene los dientes largos y los pantalones a cuadros, y que dice a cada paso: «Aoh yes». ¿Qué importa que no nos conozcamos?
—Yo creo que mucho; por eso me parece muy bien lo que ha hecho el cónsul de Italia y lo que hace Mussolini.
Larrañaga no sentía ninguna simpatía por Mussolini. Le parecía, sobre todo, un cómico malo, sin originalidad, hecho a base de lugares comunes de literatura d’annunziana, infecta.
El poeta creía lo mismo. Encontraba a Mussolini de elegancia y dandismo falsos.
No creía que fuera valiente y decidido; más le parecía un simulador, quizá por dentro blando y tímido.