VI

UN POETA

Hay hombres curiosos, viajeros demasiado sensibles que han ido dejando sus ilusiones y sus esperanzas hechas jirones por la vida.

Así como a otros el pasar del frío al calor, de la zona tórrida a la hiperbórea, los tonifica y les fortalece, a estos les ablanda y les hace miserables.

«Gente ruinosa», Croquis sentimentales

—Tiene usted que ir a visitar a un amigo mío en Basilea —le había dicho Stolz a Larrañaga en Zúrich.

—Muy bien; iré. ¿Quién es?

—Es un poeta empleado en una casa editorial como director literario, hombre muy distinguido, muy simpático. Ha estado en España y sabe bastante español.

—Pues iré, no tenga usted cuidado.

—¿A usted le gusta saber una cosa y guardarla sin decir a nadie nada?

—Saber las cosas no me interesa mucho; pero guardarlas las guardo con facilidad, porque no hablo más que de cosas generales y la chismografía me interesa poco.

—Entonces, le contaré rápidamente la vida de ese amigo poeta a quien usted va a conocer. Este hombre tiene su llaga espiritual. Es un escritor de valor literario positivo. Ha publicado un volumen de versos admirable, que ha firmado con un seudónimo, y ha escrito otras obras; pero es hombre tímido y sin energía, de los condenados, según el doctor Haller, a perecer. Este poeta tenía un amigo de la infancia, un médico hombre de mucha fibra. El poeta, mientras tuvo dinero, viajó y anduvo por España, por Italia y por América del Sur. Hacia los treinta años vino aquí, encontró al médico, a su amigo, casado con una mujer muy bonita, muy fina, muy espiritual, y se enamoró de ella y ella le correspondió. Fruto del adulterio nació una hija y pocos años después la mujer murió.

»El médico, el hombre fuerte, que era de carácter duro, riñó con el poeta, y este, tímido como es, no se atrevió a volver por la casa. Mi amigo comenzó a sentir por su hija, a la que no podía ver siempre que quería, cariño enfermizo y lleno de angustias.

—Mala situación debe ser —exclamó Larrañaga.

—Fatal. El hombre, cuando sabe que la niña está enferma, lo que es frecuente, no puede vivir. La chica tiene ahora catorce años; no está enterada de nada. Él vive como un alma en pena, siempre tras ella. Por eso yo —concluyó Stolz— soy partidario de la severidad católica en estas cuestiones. Lo mejor es cortar estos conflictos de raíz.

—Cuando se puede.

—Tiene usted razón, cuando se puede. ¿Así, que irá usted a ver a nuestro poeta?

—Si, en seguida.

Efectivamente, a los dos días de llegar a Basilea se presentó en la casa editorial donde trabajaba el poeta.

Era una calle próxima al río y al museo, la Rheinsprung. La casa, muy antigua, tenía por dentro aire de soledad y de tristeza y de gran reposo. Desde una ventana, hacia el Rin, se veían, a la derecha, las torres de la catedral, y a la izquierda, el puente.

Le pasaron a Larrañaga al despacho del director, cuarto blanco, con estanterías llenas de libros, y algunas estampas, de Holbein y de Durero, en las paredes. Era el poeta más bien bajo que alto, de cincuenta a sesenta años, con el pelo y la barba blancos, vestido muy modestamente, con traje oscuro y corbata azul.

Parecía hombre simpático, resignado, humilde; la mirada vaga, de hombre abstraído y preocupado; ojos azules claros, llenos de bondad y de ingenuidad.

Al principio se le vio un tanto inquieto, hasta enterarse bien de lo que quería Larrañaga; cuando lo supo, se mostró alegre y habló de España.

Le enseñó algunos libros, y como Larrañaga le dijo que era gran entusiasta de Basilea y de la vista del Rin, tomó un libro de un estante.

—¿Lo conoce usted?

—No.

—Es de la colección de libros españoles raros y curiosos, el de las andanzas y viajes de Pedro Tafur.

Luego abrió el libro y leyó en español, con muy poco acento, este trozo que habla de Basilea. «Esta cibdat esta sobre la rivera del rio que viene de los Alpes e del lago Chafiza, es rio muy furioso por la grant corriente e caesce muchas veces traer los tormos de la nieve elada como piedra e dar en algún edificio así como puente e otra cosa e derribado: en esta rivera los que navegan van a grant peligro de topar doquiera que se faria pedaços aunque ellos en esto son muy proveydos e la barca que va jamas nunca torna que no podría prohejar contra el agua tan corriente y sin duda tanto es camino que face que desvanece onbre la cabeça cuando lo mira».

—Está bien la descripción del Rin, ¿verdad?

—Sí, muy bien.

Después hablaron largamente de muchas cosas: de política, de la guerra y del porvenir de los diversos países.

Al despedirse, el poeta preguntó:

—¿Dónde puedo volverle a ver a usted?

—Yo vivo en el hotel del Parque; pero como tengo unas primas en el hotel de los Tres Reyes, suelo estar con ellas casi siempre. Así que, si quiere usted verme, me telefonea allí.

Se despidieron los dos efusivamente.

Al volver a los Tres Reyes, Pepita le preguntó:

—¿Qué has hecho por la mañana?

—He visitado a un amigo de Stolz, un poeta que es director de una casa editorial.

—¿Y qué tal?, ¿es hombre simpático?

—Muy simpático. Lo que me ha chocado es que estos intelectuales suizos son bastante pesimistas con relación al porvenir de su país. Parece que una Sociedad italiana, la del Dante Alighieri, hace una gran propaganda italianista en los cantones suizos italianos. Estos suizos suponen que si siguen así los italianos arrastrarán al cantón del Tesino; los franceses se llevarán Ginebra, y los alemanes, lo demás, descomponiéndose de esa manera Suiza.

—¿Y ese señor poeta sigue haciendo versos?

—No sé; por lo menos, no los publica. Hoy, por lo que me decía él, la mayoría de la gente cree que es importuno el escribir, sobre todo cosas poéticas. Mucha gente cree que el tiempo de la literatura pasó ya.

—¿Tú no lo crees?

—Yo, no; la tesis me parece absurda. Lo mismo se puede escribir hoy que hace cien años, que dentro de cien años.

—¿Y ese poeta es hombre amable?

—Sí, es hombre inteligente y amable. No tiene detrás de sí el público que sigue a los escritores en Francia o en Inglaterra, y eso le hace, naturalmente, más independiente.

—¿Es viejo?

—Sí, más viejo que yo. Debe ser hombre que tiene su tragedia en la vida. Esto le da una actitud irónica y burlona. Me ha contado la historia de un compañero, escritor de fama, que vivió aquí con una mujer, con quien riñó, y la mujer vendió todos los libros de la biblioteca anotados por el escritor, sin que él lo supiese. Los amigos, los conocidos del escritor agenciaron estos libros y ahora se divierten cuando leen los artículos del literato en confrontar el origen de sus ideas. Este poeta, antes de la guerra, era muy germanófilo.

—¿Y ahora no lo es?

—No. Él dice que lo era por curiosidad y por la idea de que el mundo podía cambiar radicalmente con el triunfo de los alemanes. Ahora se ha hecho patriota y antialemán, y se alegra de la derrota de los alemanes. Muchos de estos intelectuales, perfectamente incrédulos, tienen gran simpatía por el catolicismo y creen que la cultura tendría una base más sólida en la religión católica que en la protestante.

—Si es hombre simpático, convídale a almorzar o a cenar con nosotros.

Efectivamente, Larrañaga invitó al poeta a cenar con ellos en el hotel de los Tres Reyes. A Pepita le pareció un pobre viejo, suspicaz, de mirada penetrante y aire triste.

A veces un movimiento de cortedad y de timidez paralizaba sus efusiones.

Manifestó gran entusiasmo por la belleza de Pepita y Soledad.

De sobremesa, pasó por delante de la mesa un señor alto, de barba, de gran aspecto, ya de unos sesenta años, que saludó inclinándose ceremoniosamente.

El poeta se levantó y correspondió al saludo con grandes demostraciones de respeto.

—¿Quién es? —preguntó Pepita.

—Es el príncipe Carlos de Coburgo.

—¿Lo conoce usted?

—Sí; asistíamos a una tertulia en casa de una señora, y solía ir el príncipe y una condesa austríaca, la condesa Bathori.

—¡Hombre! ¡La condesa Bathori! La conozco —dijo Larrañaga—. La he visto en Nuremberg.

—Ahora parece que las relaciones del príncipe y la condesa se han enfriado y ya no tenemos reuniones.

El poeta bebió una copa de vino y habló de sus viajes por España y por Italia, y se puso melancólico.

—Hay que decir como el Dante —murmuró:

… Nessum maggior dolore

che ricordassi del tempo felice

nella miseria.

Larrañaga protestó.

—No me parece eso exacto —dijo.

—¿No? —preguntó el poeta.

—No; no sé por qué la mayoría de estas sentencias, al parecer lógicas, pero íntimamente falsas, tienen tanto éxito. Indudablemente, al menos para mí, eso no es verdad. Tener algo agradable que recordar, es tener un enriquecimiento interior. Lo terrible es la pobreza del recuerdo. Cuando la inquietud pasa, el recuerdo es siempre agradable, de lo bueno como de lo malo. Uno supone dos viejos metidos en un asilo. El uno ha tenido aventuras, amores, ha pasado peligros; el otro no puede contar nada, no le ha pasado nada. ¿Quién es el más feliz? El que ha vivido. Para mí, es indudable.

—Sí, quizá —murmuró el poeta y sonrió, sin duda pensando vagamente en sus penas.