PASEOS
La orilla izquierda del Rin en Basilea; una mañana primaveral, de sol claro, es algo espléndido y admirable. Hay en esa orilla, a un lado y a otro de la terraza del Munster, masas tupidas de árboles, jardines, murallones dominados por las hiedras. Abajo, el río pasa veloz, con sus aguas verdes, y la barca cruza, de una orilla a otra, sujeta al cable, por donde corre una polea.
«El Rin en Basilea», Las Estampas Iluminadas
Llegaron a Basilea; Soledad y Pepita fueron al hotel de los Tres Reyes, donde se instalaron cómodamente, y Larrañaga al hotel del Parque. No quería que si, por casualidad, aparecía Fernando, les encontrara a los tres en la misma fonda.
Larrañaga acompañó a las dos hermanas por la ciudad.
La conocía bastante bien. Pepita encontró muy agradable Basilea, pero le pareció un poco triste.
—Me gusta más que Zúrich y más que Berna; tiene gracia, pero a pesar de esto la encuentro triste, no sé por qué.
—En estos pueblos de Suiza —dijo Larrañaga— se siente la melancolía del orden y del ahorro. No se ha desperdiciado nada, no ha habido guerras y la gente en pueblos tan bien dirigidos y administrados, se entristece o se emborracha.
—¿Así, que hay cierta ventaja en el desorden, según tú?
—Siempre hay alguna ventaja, hasta en la muerte. En estas pequeñas ciudades suizas, yo me figuro que hay una presión social que es como el terrorismo blanco. No creo que los ciudadanos de estos pueblos sean muy libres. Claro que le pueden preguntar a uno: «¿Qué entiende usted por libres?». Es posible que la libertad, como la imagina uno, español individualista, sea una utopía irrealizable, por lo menos no realizable con la democracia.
Por la mañana estuvieron en la terraza de la catedral sentados en un banco del pretil del Munster.
—¡Qué bien me encuentro aquí! —exclamó Soledad.
—A mí me da tristeza —replicó Pepita—; esta terraza, con sus árboles; estas piedras rojas del pretil, donde han grabado sus nombres con sus cortaplumas algunos novios; los montes de ahí enfrente, el río amenazador y el sol un poco pálido, me dan pena.
—Es una melancolía de sensualidad, pecaminosa —dijo Larrañaga tomando en broma un aire de cura.
—Sí, es muy posible —contestó Pepita.
Un vaporcito remontaba el Rin, le vieron acercarse; se notaba la gente sobre cubierta y se leía el nombre del barco: Rheinfelden.
—Rheinfelden es un pueblo de la orilla del Rin —dijo Larrañaga—. El barquito irá a ese pueblo.
Fueron, de la terraza al claustro de la catedral, leyendo las lápidas colocadas en las paredes, y vieron un gran bajorrelieve destrozado a martillazos por los iconoclastas.
—Os tengo que hacer una fotografía aquí —dijo Soledad.
Mientras arreglaba su máquina fotográfica, Pepita y Larrañaga contemplaron el jardín del claustro.
Llegaban ahora los sonidos del órgano.
Celebraban, sin duda, los oficios en la iglesia.
—¡Qué pena! ¡Qué pena me da todo esto! —exclamó Pepita, y apoyó su mano sobre el brazo de su primo.
—Bueno. A ver dónde os ponéis —dijo Soledad.
Pepita y Larrañaga cambiaron de sitio, hasta que Soledad escogió un punto en donde la luz le parecía bien.
—Ahora, ponte tú con Pepita —dijo José—. Prepárame la máquina, porque yo no sé hacerlo.
Soledad la preparó, y Larrañaga, después de enfocarla, la disparó.
—Habéis salido debajo de la lápida de Jacobus Bernouilli, mathematicus incomparabilis. Ahora os haré otra al sol, por si acaso esta ha salido mal, en la terraza.
Cansados de pasear, fueron a comer al hotel de los Tres Reyes.
En el hotel, archimonárquico a juzgar por su nombre, se gastaba una etiqueta bastante pomposa; solían verse con frecuencia príncipes y aristócratas marchando al comedor, llevando del brazo a damas escotadas y llenas de alhajas.
De sobremesa, Larrañaga y sus primas charlaron largo rato y a media tarde salieron a la calle.
Al pasar por la vía principal de Basilea, Freie Strasse, vieron una comitiva de negros.
Eran abisinios de Somalilandia que estaban en el jardín zoológico de la ciudad y pasaban exhibiéndose por las calles.
Iban todos vestidos con telas blancas, el pelo negro, ensortijado; siete u ocho a caballo, diez o doce a pie, mujeres y hombres y al último dos dromedarios. Algunos llevaban lanzas y miraban a la gente sonriendo, mostrando su dentadura blanca.
La tarde del sábado era lánguida, gris, triste. No había gente por las calles; los chicos salían a las ventanas a contemplar la comitiva.
—¡Pobres! —exclamó Soledad mirando a los negros.
—Pobres, ¿por qué? —preguntó Pepita—; tan pobres somos nosotros.
—Naturalmente —repuso Larrañaga con ironía—. Entre ser blanca, guapa, joven, rica, llamar la atención, ir bien vestida, y ser negro, feo, pobre tuberculoso y estar exhibiéndose como un animal en un jardín zoológico, no hay diferencia apreciable.
—¡Qué tontería! ¡Qué necesidad hay de hacer esas comparaciones!
—En eso tienes razón, no hay necesidad ninguna; pero lo digo para legitimar la compasión que le producen esas pobres gentes a Soledad. Estos somalíes son sesenta, entre hombres, mujeres y chicos, y, por lo que me han dicho esta mañana, la mayoría están tuberculosos.
Volvieron al hotel.
—Creo que no debemos cenar aquí —dijo Pepita—. Es muy ceremonioso.
—Buscaremos algún sitio más agradable.
Anduvieron por los jardines de Basilea. Era, sin duda, época de elecciones en la ciudad. Los carteles de propaganda aparecían fijados por todas partes. Había un cartel revolucionario que representaba una mano roja agarrando la casa del Ayuntamiento de la ciudad y un burgués de sombrero de copa que aparecía en un tejado, espantado sin duda y dispuesto a huir.
En un cartel bolchevique se veía la estrella roja y dentro de ella el martillo y la hoz.
En otro cartel aparecía un cura, un gendarme y un burgués dando dinero y ofreciendo un bock de cerveza a un hombre del pueblo.
Estuvieron Larrañaga y sus primas en el Jardín Zoológico; se rieron viendo las marmotas y fueron a cenar a un restaurante italiano.
Mientras cenaban se presentaron varios alemanes en grupo, llegados sin duda alguna de un pueblo próximo a celebrar el sábado.
Eran ocho o diez, tipos de cara reluciente de grasa, sin cogote, con los ojos hundidos en los mofletes.
Al poco tiempo de comenzar su cena empezaron a reír, a brindar y a gritar.
No había nada agresivo para los demás en su fiesta; pero, sin embargo, producían un poco de molestia.
—¡Qué brutos! —exclamó Pepita.
—Pues este es el ario sublime de que nos habla Chamberlain —dijo Larrañaga.