LA CIUDAD DE LOS OSOS
Berna, la capital de la confederación helvética, es pueblo de carácter algo áspero, con dibujo y sin color, típico, y, sin embargo, vulgar y sin gracia.
Desde las terrazas bernesas se ve el Jungfrau, con la blancura centelleante de la nieve.
En estas terrazas, las ropas blancas, puestas a secar, casi rivalizan en brillo y en esplendor con la nieve lejana. Según un literato pangermanista, esta blancura de las camisas y de los calzoncillos suizos, más que una consecuencia de la lejía o del jabón, es una consecuencia de la reforma protestante.
Donde no hay protestantismo, según el pangermanista, no hay ropa limpia y blanca. Esta opinión del pangermánico cronista, en vez de estar dentro del credo del pangermanismo, debía estar, según Joe, dentro del credo de la pantontería humana.
«La ropa de Berna», Las estampas iluminadas
Como habían pensado, decidieron ir a Berna.
«Yo voy también —dijo Haller—, tengo que hacer una visita en la ciudad, les acompañaré a ustedes y volveré por la tarde.»
Fueron los cuatro en el tren. Pepita no experimentaba mucha simpatía por el doctor; le parecía hombre orgulloso, despótico y agrio, pero se mostró tan amable, tan simpático con Soledad, que cambió de opinión acerca de él.
En un momento en que Haller se asomaba a una ventana, en el pasillo del tren, Pepita dijo a Larrañaga:
—Soledad es como ese personaje mitológico que domesticaba las fieras tocando no sé qué instrumento.
—¿Orfeo?
—Creo que sí.
—¿Por qué lo dices?
—Porque ha transformado a ese médico.
—Es que Haller es hombre muy inteligente y muy perspicaz, y ha comprendido que Soledad es encantadora.
Llegaron a Berna, y en la estación les esperaba Stolz, que los llevó a un gran hotel próximo. Admiraron la hermosa vista del Jungfrau desde el jardín del Congreso; vieron las arcadas, un poco sombrías, de la calle del Mercado, y contemplaron las escenas del juicio final esculpidas en la puerta gótica de la catedral.
—Es raro lo que me pasa a mí con estas iglesias —dijo Larrañaga.
—¿Qué te pasa?
—No sé por qué, de pronto, he perdido el entusiasmo por lo gótico. Se me ha pasado y ahora lo miro con indiferencia y hasta con antipatía. Lo mismo me ha pasado con las mujeres; antes me gustaban las morenas un poco narigudas, y ahora me gustan las rubias un poco chatas.
—A mí no me pasan esas cosas —replicó Pepita—; quizá porque no las tomo tan en serio.
Pasearon por los jardines de la terraza de la catedral.
Fueron después a la fosa de los osos, la Barengraben; vieron al público que obsequiaba, con zanahorias e higos, a los osos, y a una señorita, al parecer extranjera, que echaba de beber, desde lo alto, leche a un osezno.
«Es la zoófila», dijo el doctor Haller, en broma.
Comieron en un restaurante; el médico tenía que hacer su visita; Larrañaga le esperaría en el hotel; Soledad y Pepita irían, con Stolz, al Congreso, y se reunirían allí todos.
Soledad y Pepita, en compañía de Stolz, se cansaron de esperar en el Congreso y, al salir, se encontraron con Larrañaga.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Stolz—. ¿Por qué no han venido ustedes al Congreso?
—Hemos ido, pero nos han echado —contestó riendo, Larrañaga.
—¿Y Haller?
—Se ha ido ya.
—Pero, ¿cómo les han echado?
—Hemos intentado entrar Haller y yo en el Congreso diciendo que íbamos a ver al diputado Stolz. Haller, como tiene esta manera de hablar un tanto despótica, sin duda ha molestado al ujier y nos ha echado. Quizá ha creído que somos bolcheviques.
—Hombre. Diré al ujier… —advirtió Stolz.
—No, no; ¿para qué?
Después de cenar, Larrañaga dijo a Pepita:
—La verdad es que al doctor y a mí nos han echado ignominiosamente. ¡Y pensar que ha habido aquí un español intrigante, un chanchullero que estuvo en este mismo hotel tres o cuatro meses, que no pagó, y que entraba todos los días en el Congreso, y los ujieres le saludan inclinándose respetuosamente y a nosotros, dos ciudadanos modestos, pero decentes, nos han echado!
—Ah, claro. No me choca.
—Pues me alegraré que les caiga una nube de aventureros como aquel, ya que con su supuesta democracia, son tan imbéciles y creen que la distinción es cosa de sastres.
—Es que tú crees que el vestirse y el presentarse bien no es importante, y te engañas de medio a medio.
—Será importante para los tontos, para los que juzgan de las cosas por su apariencia.
—No, es importante para los tontos y para los listos.
—Importante, desde cierto punto de vista, es todo, y también nada; importante constantemente en la vida, no hay ninguna cosa.
—Esas habilidades y sutilezas, a mí no me convencen.
—Es importante, por ejemplo, para un hombre en la juventud, la sonrisa de una mujer, y es importante, para un viejo, que las sábanas de la cama estén bien secas y las zapatillas abrigadas.
—Es que para la sociedad, para el mundo, hay algo que es siempre importante.
—¡Bah!, ¿qué nos importa la sociedad y el mundo? Además, que la presunción ya no es para mi edad.
—Chico, no creo que seas tan viejo.
—¿Tú crees?
Pepita le contempló, riendo. Larrañaga le atraía por su espíritu, por su humildad. A veces le encontraba joven, lleno de expresión y de malicia, y en otros momentos le veía cansado, decaído, y entonces le parecía un viejo.
—¿Y qué pensáis? ¿Seguir aquí?, preguntó Larrañaga.
—No, nos iremos mañana. Esto ya basta.
—A mí, de todos estos pueblos suizos —dijo Larrañaga—, el que más me gusta es Basilea. Creo que debíamos pasar allí unos días.
—Bueno, pues iremos.
A la mañana siguiente, Pepita, Soledad y Larrañaga, salieron de casa temprano, pasearon por los jardines del Parlamento, fueron a la terraza de la catedral y luego subieron por la calle Mayor, viendo si había algo que comprar en los almacenes y tiendas. Subieron luego por la calle del Mercado mirando los comercios de las arcadas.
Al volver notaron que había público delante de la torre del reloj.
«Tengo idea de que en este antiguo reloj hay unos autómatas —dijo Larrañaga—. La gente debe estar esperando a verlos.»
Efectivamente; un momento después, antes de que sonaran las doce, vieron el juego de los autómatas; apareció primero, delante de la esfera, un gallo de madera y cantó dos veces, mientras un maniquí daba las horas golpeando con unos martillitos en una campana y una fila de oseznos pasaba delante de una estatua sentada sobre un trono, que indicaba las horas, abriendo y cerrando la boca y bajando el cetro.
Por la tarde volvieron a Zúrich, y como Pepita decía que se encontraba ya cansada del hotel y del lago, decidieron ir a Basilea.