III

LA BROMA DEL PSICOANÁLISIS

Cuando el hombre se ve a sí mismo con delectación —es difícil que se mire con indiferencia— se considera como un ejemplar raro y precioso, lleno de contrastes; muy noble y muy vil, muy ángel y muy bestia.

Cuando empieza a verse sin entusiasmo como un ejemplar corriente, no es a consecuencia de tener la vista mejor y más clara, sino de haber perdido las ilusiones y la juventud.

«El hombre como ejemplar precioso», Fantasías de la época.

Tres días después, estaban reunidos a tomar café varias personas en el salón de la casa de Haller. Había, entre ellos, dos médicos jóvenes: uno, de un sanatorio, y el otro, de un manicomio, y una señora, profesora de un liceo.

Se habló mucho del psicoanálisis.

—Eso del psicoanálisis, ¿es algo? —preguntó Larrañaga.

—Yo creo que no es nada; pura palabrería —contestó Haller—. Freud ha publicado libros que son una colección de anécdotas, estirándolas, para darlas una significación. Con un poco de ingenio se les podía dar significación diferente y hasta contraria.

—Sí; pero puede haber algo ahí —dijo el médico del manicomio.

—Para mí, este psicoanálisis —replicó Haller— no tiene de nuevo nada más que el nombre; es un interrogatorio largo, como cualquier otro. Que las imágenes de los sueños, que las equivocaciones están motivadas, lo sabemos. Todo tiene su motivo; ahora, como funciona ese motivo, es lo que no conocemos.

Un señor que allí estaba, cliente de Haller, contó que le habían hecho en una clínica, hacía un año, una operación en la vejiga, a consecuencia de la cual había pasado cerca de cuarenta días sin moverse en la cama.

—Después —dijo— no he soñado nunca con la operación ni con la clínica. Únicamente, hace poco, soñé que experimentaba una dificultad en la vida, que se iba agravando por momentos y me obligaba a colocarme delante de una ventana, desde la cual se veía un paisaje desagradable que me molestaba. Luego, de pronto, en esta ventana aparecía un rectángulo rojo. Discurriendo sobre ello, por haber leído un artículo sobre la interpretación de los sueños, pensé que la ventana y su espectáculo desagradable podía ser la perspectiva de la operación y el rectángulo rojo un frasco de sangre mía que se dejaba para analizar, en el alféizar de la ventana, los días siguientes de la operación.

—Sí, es muy posible que esa fuera la interpretación verdadera —dijo Haller— si es que usted mismo, inconscientemente, no ha ido acomodando el sueño a la interpretación.

—Creo que no.

—De todas maneras; de cien sueños, uno se puede interpretar y los demás, no. Además, para el diagnóstico y para el tratamiento, esa interpretación no sirve para nada.

El médico del sanatorio, que era un joven humorista, dijo que a fuerza de leer cosas sobre la relatividad había soñado una vez que el espacio euclidiano se le había convertido en no euclidiano. Durante el sueño había quedado muy alegre pensando que ya entendía el espacio no euclidiano, pero al despertarse vio que era una ilusión.

—Lo mismo pasa leyendo a Einstein —dijo Haller.

—¿No cree usted en la relatividad? —preguntó Larrañaga.

—Me produce gran desconfianza.

Larrañaga aseguró que él no entendía las teorías de Einstein; cierto que decían que para comprenderlas íntegramente había que saber matemáticas, pero él profesaba el pragmatismo humilde un poco estilo Homais, de la novela de Flaubert, de creer que toda la Europa culta no se equivocaría.

—Yo no creo que haya una teoría de la cual no se pueda hacer un resumen racional —dijo Haller—. De la teoría de Einstein, lo que se deduce para la razón no tiene nada de nuevo. Es el subjetivismo de las nociones elementales tiempo, espacio y causalidad, cosa que ya está muy bien explicada en Kant. Lo demás, lo matemático, no lo entiende uno.

—Pero puede ser, la de Einstein, una teoría exclusivamente físico-matemática.

—¿Sin posibilidad de explicación racional? Es extraño. Es lo mismo que aseguraba Steiner, el farsante de la antroposofía; según él, había que saber matemáticas especiales para entender su doctrina de los mundos superiores, que terminaba, en la práctica, en sacar dinero para su templo y en bailar.

El médico joven del Sanatorio insistió sobre la comedia bufa del psicoanálisis.

—En el sanatorio donde yo estoy de médico —contó— se ha hablado mucho del psicoanálisis. Conocí allá a ciertas señoras austríacas y a unos judíos, gente que se aburría y quería ensayar el psicoanálisis. Me dijeron si yo podría dirigirles. Les contesté que no había inconveniente. Me exigieron que no debía decir nada de cuanto me comunicaran. Naturalmente que no; les contesté.

—¿E hizo usted la experiencia? —preguntó Larrañaga.

—Sí.

—¿Qué resultado dio?

—Un resultado bastante cómico. Entre las mujeres había siete u ocho que estaban descontentas de sus respectivos maridos; tres señoras honestas me dijeron que hubieran querido ser cortesanas y dos confesaron que tenían inclinaciones sáficas. Entre los hombres aparecieron un masoquista, dos sádicos, con tendencias ocultas de sátiros, y un señor, padre de varios hijos, que se encontraba a sí mismo, inclinaciones de homosexual. Con esta experiencia estuve a punto de hacer una especie de novela que se llamaría Las afinidades antifísicas, y sería como la parodia de la novela de Goethe. Se trataría de dos matrimonios de neurasténicos y amigos: Eduardo y Carlota, por un lado, y Otilia y el Capitán, por otro. Los dos matrimonios estarían tratados por el psicoanálisis, y a consecuencia de sus análisis respectivos, acabarían Eduardo y el Capitán yendo a vivir a un mismo cuarto en el hotel y Carlota y Otilia a otro.

El médico joven explicó esto de manera burlona y sarcástica.

—Indudablemente, todo eso puede ser un juego peligroso —dijo Haller— y terminar en el homosexualismo.

—¡Bah! El homosexualismo, para nuestros freudianos, no es cosa muy grave. El buen judío de Freud lo considera casi como una gracia.

—Si es así podía localizarlo en Jerusalén —replicó Haller con sorna.

—El sexo resulta algo más inseguro de lo que se creía. Es indudable —aseguró el médico del sanatorio.

—Con el psicoanálisis —añadió Haller— se quiere hacer del médico una especie de confesor católico. El que ha inventado esto ha pensado más en el poder que puede dar ese procedimiento que en su utilidad terapéutica. Los médicos judíos emplean todos los recursos para alcanzar el éxito. Convertir al médico en cura es tendencia muy lógica en una raza teocrática como la judía.

Del psicoanálisis se pasó a discutir los supuestos fenómenos metapsíquicos y de visión extra-retiniana, que a Haller le parecían perfectas majaderías.

El doctor Haller, de tendencia naturalista, determinista, no quería dar entrada en sus conceptos al misterio.

—A nuestro amigo Stolz le pasa lo contrario —dijo Larrañaga—, le halaga la idea del misterio y de llegar a las ideas por la intuición.

—¡La intuición! —exclamó Haller—; no hay intuición. Son ilusiones un tanto ridículas.

—¿Usted cree que no hay ninguna diferencia entre inteligencia e intuición?

—Diferencia esencial, yo creo que no la hay. A primera vista, sí; parece que la inteligencia es más sistemática, más motivada, más pesada, y la intuición más espontánea, más rápida. Así del médico que haga un pronóstico exacto, se dirá que tiene inteligencia, y de la enfermera o de la hermana de la Caridad que haga el mismo pronóstico, se asegurará que posee intuición; pero los dos pronósticos proceden de lo mismo, del fondo de perspicacia en la observación que en el profesional constituye un oficio y en el no profesional, un dilettantismo. Yo, por más que busco, no veo diferencia alguna entre intuición y conocimiento; el dato de la intuición me parece más sencillo, menos razonado, no convertido en idea; y el dato del conocimiento, más razonado y más lógico. El uno está menos elaborado que el otro; pero los dos proceden de lo mismo. Estas divisiones, estos conceptos adornados, son ganas de dar aspectos misteriosos a las cosas. Al trabajo que no es claramente consciente de la inteligencia, se le llama intuición. En el hombre que sabe, en el que haya leído y que tenga muchos datos de cultura almacenados en la memoria, esta supuesta intuición parece y vale algo. Si no supiera ni hubiera leído nada, veríamos a qué se reducía esta intuición.

—Es muy probable que a muy poca cosa o a nada —dijo el médico joven del Sanatorio.

—A la gente le gusta hablar de intuición, de genialidad y extender esta idea a todo. Si a todo se llama genialidad, no hay genialidad, si este concepto se emplea de una manera un poco racional, la genialidad es tan escasa, que la mayoría del vulgo no la tiene nunca, y el que la tiene, la tiene en dosis infinitesimal.

—Estoy con usted —afirmó el otro médico.

—Son ideas que halagan a la plebe intelectual. La transformación constante, la evolución creadora, el indeterminismo… todo esto es muy bonito, pero tiene un fondo de fantasía. Estas ideas, proyectadas sobre la vida práctica, son un tanto absurdas. El bandido a quien se castiga, no es el mismo hombre que mató o asesinó; el gran poeta a quien se glorifica, tampoco lo es. Desgraciada o afortunadamente, no cambiamos con tanta rapidez, ni en bien ni en mal —terminó diciendo Haller.

—Es evidente.

—Ahora, que vivimos en una época de charlatanería y de reclamo. A esto nos ha traído la democracia y el periodismo.

—¿Aquí también? —preguntó Larrañaga.

—Aquí más que en ninguna parte. En estos países democráticos perfectos, hay que hacer la corte a todos los pequeños burgueses, a todos los empleados e industriales de espíritu plano y vulgar. Esta clase de gente, aunque se crea a sí misma radical y socialista, y aunque lo sea, es la más tradicionalista y rutinaria, la más apegada a las viejas costumbres. El periódico tiene que ser el servidor de ese espíritu pequeño burgués y, al mismo tiempo, su cerebro. El periódico sirve de substancia gris para el buen burgués; siente por él, discurre para él. El hombre se convierte en máquina en manos del Estado y dirigido por el periódico. El Estado resulta el llamado a decir qué es lo que se puede creer y qué es lo que no se debe creer. En eso acaba la democracia: en una tiranía del Estado, conservadora o demagógica. El Estado, Padre; el Estado, Hijo, y el Estado, Espíritu Santo. El Presidente de la República de los Estados Unidos, el de Suiza, el de Francia y el de los Soviets, no tardarán en ser declarados Papas. Lenin ha sido Papa en vida.

—Y santo después de su muerte —dijo Larrañaga.

—Vamos a un estado de automatismo terrible. En los Estados Unidos se ha castigado, últimamente, a un profesor, por explicar el darwinismo. Comprendo que si el profesor obligara a creer eso, se le castigara, pero ¡por explicarlo! Es demasiada brutalidad y es que el Estado va a querer obligar a que se tenga sus ideas. Es una vuelta estúpida a la Inquisición. ¡Y pensar que Kant, el destructor, el disolvente, mucho antes de la Revolución francesa, y con un rey absoluto, ha vivido respetado y honrado, cómo profesor, y hoy no se puede explicar en una república democrática una teoría científica! Y los periódicos nos hablarán de lo que ha ganado en libertad y en progreso el mundo con la democracia.

Como había llegado la hora de la consulta del doctor Haller, los contertulios se fueron a la calle.

Larrañaga marchó al hotel. Pepita y Soledad habían salido.

Larrañaga estuvo en la terraza, pensando en las ideas del médico, que casi coincidían con las suyas.

Recordó un sueño que había tenido noches antes y pensó en la interpretación que podía darle.

Iba por una calle de Madrid, la calle de Atocha, cuando vio unos mascarones de cabeza grande que salían del hospital de San Carlos. Un amigo antiguo, que iba con él, se metió en este grupo de mascarones y le arrastró hacia el Prado. Larrañaga se encontró en compañía de una muchacha rubia, a quien conocía hacía tiempo. Se puso a hablar con ella y le contó que había estado en Dinamarca.

—No, no puede ser —dijo la muchacha—, ¿en dónde?

Larrañaga hizo un esfuerzo de memoria y no pudo recordar ninguno de los pueblos donde había estado.

La muchacha sonrió y dijo:

—No puede ser. A Dinamarca no se puede ir.

—Pues yo he estado y he conocido a una persona que ha influido en mi vida, pero que no sé cómo se llamaba.

Entonces, como no recordaba, se le ocurrió dibujar un mapa de Jutlandia y de las islas de Fionia y Setlandia y marcar en qué puntos había estado, pero en vez de dibujar la silueta de Dinamarca hizo la de España.

—Nada, no recuerdo.

Sin transición se encontró después en un cuarto de una casa de su pueblo, un cuarto con un balcón de madera, ya carcomido, y en este balcón una tabla que avanzaba hacia fuera, no sabía para qué. En el cuarto, en un sofá viejo, había dos señores que discutían, y de pronto, la misma muchacha, que estaba sentada en un sillón, le aseguró que iría a vivir con él para siempre. Luego iban los dos a un gran hotel con una escalinata de mármol blanco, con alfombra roja, en donde había, de guardia, criados con librea, y al llegar al final de la escalinata le decían que no había cuarto para ellos. Larrañaga se sentaba en un escalón y le entraba tan gran angustia que se despertó.

Cuando llegó Pepita y Soledad, Soledad subió a su cuarto y Pepita se quedó en la terraza.

Larrañaga le contó el sueño y le dijo que había estado pensando en descifrarlo.

—¿Y quiénes eran las dos mujeres del sueño? —preguntó Pepita.

—Me figuro que serían las dos muchachas con las que tuve amores en Rotterdam; una mecanógrafa, de quien te hablé en París, y la otra una muchachita enferma, a quien quería y que se murió.

—Esta sería la que te decía que iría a vivir contigo para siempre.

—Me figuro que sí.

—¿Y no pensarías en mí? —dijo de pronto Pepita.

—No, creo que no. No me hago ilusiones. Nuestros amores pasaron, hace mucho tiempo, a la historia.

—¿Quién sabe? Quizá fuese lo único verdadero en ti y en mí.

Larrañaga, al oír esto, quedó tan asombrado y perplejo, que se levantó a mirar a Pepita. Entonces, ella rio alegremente y subió a su cuarto.