II

GENTE DESARRAIGADA

Hay quien cree que la mentira no ha de ser eterna. Es una afirmación un tanto sospechosa —piensa Joe—. El caso es que por ahora el mundo de los charlatanes vive con la misma fuerza de siempre. Cuando no los hay en la religión, los hay en la política, en la literatura, en el arte y en la ciencia. Así vamos saltando del cubismo al expresionismo, del psicoanálisis a la metapsíquica. Es decir, de farsa en farsa y de mixtificación en mixtificación.

«Los Charlatanes», Fantasías de la época

Después de comer, Stolz solía aparecer con frecuencia en el hotel, charlaba un rato e iba con Larrañaga a un café.

En el café se reunían varios amigos de Stolz, entre ellos un químico, Lenz, y un médico especialista en enfermedades nerviosas, el doctor Haller. Stolz se los presentó a Larrañaga.

Tanto el químico como el médico tenían poco tiempo de esparcimiento. Poco después de comer iban a su trabajo. A veces, Larrañaga y Stolz los encontraban al anochecer y daban un paseo con ellos.

Lenz había sido hasta hacía poco jefe de los comunistas de la ciudad. Uno de los días, en su paseo, vieron la tumba de Lavater. Stolz contó que Lavater hizo en su tiempo algunas observaciones fisiognómicas sobre la cara de los zapateros de Zúrich, que a estos se les antojaron malévolas. Los zapateros se reunieron y reclamaron del parlamento del cantón, y Lavater tuvo que dar explicaciones por escrito y hasta pedir perdón a los respetables ciudadanos de la lezna y del tirapié, ofendidos sin duda porque no les habían encontrado guapos.

—Fue este uno de los más señalados triunfos de la democracia suiza —dijo con sorna Stolz.

El químico dio la razón a los zapateros.

El químico era un hombre alto, pesado, vestido de claro, muy pagado de sí mismo y de sus cosas. Sin duda se creía hombre importante.

—Este amigo mío —dijo Stolz a Larrañaga— tiene ideas contrarias a las mías. Es comunista y ha estado no hace mucho en Moscú a ver a sus amigos los bolcheviques, pero no ha vuelto muy satisfecho de ellos.

El químico confirmó las palabras de Stolz; habló con rabia de Trotsky, a quien había conocido primeramente en Zúrich y a quien había prestado algún dinero. Luego, al ir a Moscú, al querer verle en el Kremlin, había tenido grandes dificultades, y al último pasó escoltado por guardias rojos y pudo hablarle un momento, en una gran habitación: en una esquina, Trotsky, cercado de gente, y en la otra él, vigilado por cuatro soldados. Sin duda estas precauciones se tomaban para impedir un atentado.

—Es un judío cobarde —dijo con rabia el químico.

—¿Pero se puede creer que un hombre que ha intervenido directamente en una revolución como la rusa, tan sanguinaria, sea un cobarde? —preguntó Larrañaga.

—Sí, yo creo que sí —contestó Stolz—. Crueldad no es valor. En el mismo Napoleón se daban momentos grandes de cobardía.

—Pero ese Trotsky debe ser inteligente.

—Tiene esa inteligencia mecánica, astuta, muy común en el judío. Sabe que los que le rodean no valen nada, y muestra la soberbia y la impertinencia propia de su raza. Ante un hombre fuerte de verdad, ante un Bismarck, no sería nada.

El químico se despidió, porque tenía que reunirse con su mujer.

—Es un socialista despótico como pocos —dijo Stolz, refiriéndose al químico.

Stolz y Larrañaga volvieron al hotel y acompañaron a Pepita y a Soledad.

Stolz recordó a Larrañaga que al día siguiente tenían que ir a comer a casa del doctor Haller. Invitó también a Pepita y a Soledad, pero estas se excusaron. Las dos habían conocido al médico, pero no le encontraron muy simpático.

El doctor Haller era hombre de treinta a cuarenta años. Tenía el aire duro, la barba roja, en punta, la mirada irónica, los ojos pequeños y la expresión burlona, que a veces llegaba a ser mefistofélica.

Era un pequeño drama de familia el del doctor Haller. Este médico alemán vivió en Rusia hasta la caída de la monarquía, y al huir de allí, por la revolución, se estableció, primero en Stuttgart, y luego en Zúrich. En San Petersburgo, antes de la guerra, se casó con una muchacha de buena familia y tuvo dos hijos.

Al estallar la revolución huyeron de Rusia. La suegra de este médico alemán no quiso salir de su país y quedó en San Petersburgo arruinada y vivió durante la revolución en la mayor miseria. Después de cinco o seis años de penalidades y de apuros, pudo salir de Rusia y llegar a Alemania.

La vieja rusa, al saber que su hija y su yerno vivían en Zúrich, se decidió a reunirse con ellos. Soñaba con sus nietos; pero se encontró con que sus nietos, lo mismo el chico que la chica, eran de ideas y de tipo completamente suizos alemanes.

La vieja señora no podía comprender transformación semejante. Los chicos no querían saber ruso; preferían aprender el francés y el inglés. Es más: a la lengua rusa la tenían odio.

La razón de su hostilidad fue que al comienzo de su estancia en Alemania, en Stuttgart, el chico, por decir entre los colegiales condiscípulos suyos que su madre era rusa y que él aprendía este idioma, tuvo que reñir y sufrir los golpes de los condiscípulos, que miraban al hijo del médico, por su calidad de semiruso, como enemigo de los alemanes.

—Tú eres una traidora a tu patria —decía la vieja rusa a su hija—. Tus hijos son alemanes. Yo no les quiero. Los considero como enemigos.

—Pero, ¡qué absurdo! Son hijos de un alemán, ¿cómo no van a ser alemanes?

«La abuela es estúpida —parece que decían los nietos—; no comprende nada de lo que pasa.»

Poco después de la suegra del doctor, se presentó en la casa de Zúrich un joven de la familia, Sergio, que había sido oficial en el ejército rojo.

Sergio era primo de Frau Haller.

Era un muchacho alto, rubio, con los ojos torcidos y el pelo de color de lino.

El exoficial se dedicó en Zúrich exclusivamente a cuidarse, a bañarse y a perfumarse.

—¿Pero es que no piensas hacer nada? —le preguntó Frau Haller a los dos meses de tener en casa a su primo.

—¡Qué voy a hacer! —contestó él con asombro.

Haller, al hablar de Sergio, del primo de su mujer, sonreía con aire mefistofélico.

Esta convicción del joven ruso, de que no tenía que hacer nada, le producía al doctor risa burlona, que a veces se convertía en carcajadas.

El joven Sergio no se daba cuenta de que su prima, el doctor y sus hijos se reían y le miraban con asombro. Él no se preocupaba; salía de casa, veía las tiendas elegantes, escribía cartas de amor y pedía a su prima, Frau Haller, algún dinero para comprar una corbata o perfumes. Luego leía los periódicos y tocaba el piano. Sergio no recordaba tampoco hechos ocurridos en la revolución rusa; para él eran cosas desagradables, de las cuales no había que hablar.

Larrañaga fue con Stolz a casa del médico y conoció a la familia. La vieja rusa, vestida de negro, con un cuello blanco, tenía aspecto de abadesa. Sabía, en francés, frases de cumplimiento, y dirigió alguna de estas a Larrañaga. La mujer del médico era mujer guapa, y los hijos, muy arrogantes, de aspecto sano e inteligente.

El primo Sergio, el exoficial del ejército ruso, se ocupaba mucho de la comida, de las botellas y de que no faltara el vino. Era un joven sonriente para quien la vida en Zúrich debía ser muy agradable.

La vieja rusa no se sentó a la mesa. Según dijo la mujer del médico, Frau Haller, su madre, al saber que Larrañaga era español, dijo:

—Si es español, no le gustará la comida.

—¿Y por qué? —preguntó Larrañaga.

—Según ella, los españoles comen principalmente nidos de golondrina y beben limonadas.

—En lo de los nidos de golondrina hay una pequeña confusión de los españoles con los chinos —replicó Larrañaga—. Parece que su madre confunde el Occidente con el Oriente.

—No haga usted caso —dijo la chica—; nuestra abuela no dice más que tonterías.

Después de comer, Stolz, Larrañaga y Haller pasaron al despacho del médico. Los hijos del doctor y el oficial ruso se fueron.

Este despacho, a medias biblioteca, era un salón con muchos libros, cuadros, paisajes, grabados de Holbein, algunas butacas cómodas y una estufa de porcelana.

El despacho comunicaba con otro, que era, principalmente, laboratorio, y que tenía armarios, mesas de cristal y una porción de aparatos desconocidos para un profano: círculos, trípodes, metrónomos, pantallas blancas colocadas sobre una mesa, letreros, dinamómetros y esfigmógrafos.

Mientras charlaban y fumaban en la biblioteca se presentó Frau Haller.

—Me ha preguntado mi madre —dijo a Larrañaga— si ha comido usted; le he dicho que sí, y entonces ella me ha asegurado que no debe usted ser un español castizo, sino adulterado por la vida en el extranjero. Según ella, los españoles son muy extravagantes y caprichosos. Visten capas blancas, unos sombreritos redondos, comen aceitunas, chocolate y nidos de golondrina, y se pasan la vida dando serenatas, tocando la guitarra y escribiendo cartas de amor.

—Sí, quizá antes fuera así —dijo Larrañaga—; pero hemos debido degenerar.

Larrañaga preguntó al médico si su suegra hablaba de lo visto por ella en la revolución.

—No habla nada, ni de los sucesos de la revolución ni de la guerra. Así defiende su personalidad con el olvido, pero le quedan en la imaginación ideas de esa época turbulenta. Un día que mis chicos y sus amigos metieron ruido jugando, salió ella alborotada, gritando: ¿Qué hay? ¿Qué ocurre? Luego dijo que había temido que los comunistas asaltaran la casa.

—¿Y qué hace? ¿En qué se ocupa?

—No hace nada. Metida en su rincón vive sin querer enterarse de lo que ocurre a su alrededor. Pasa los días alimentándose de huevos y de leche. No quiere comer con nosotros, porque dice que la comida alemana no le gusta, y, como no sabe guisar, se contenta con esa alimentación ligera, que, por otra parte, le conviene. Es un caso de restricción mental muy curioso. Aquí no hay nada que ver, según ella. Mucho más bonitos que los lagos de Suiza los hay en Rusia. Los Alpes no son ni siquiera altos. En Rusia está todo lo mejor, y así se pasa la vida leyendo algunos libros y pensando en qué reformas habrá que implantar en Rusia cuando se haga la restauración. A veces toca el piano y canta, y esto lo hace muy bien.

—¿No tiene rarezas?

—Ha tenido una época de perturbación mental; creía que había una confabulación del mundo entero contra los rusos, que los judíos la espiaban y en los periódicos encontraba noticias ambiguas que se referían a ella. También suponía que en las casas de enfrente se hacían señas los bolcheviques, poniendo o quitando ropas de los balcones; pero todo esto se le va pasando.

Interrumpió la conversación la llegada de un médico militar, también alemán, el doctor Praetorius.

Este, ya retirado, era viejo. Había estado en distintos frentes durante la guerra, y habló de la diferente resistencia de los soldados para el dolor y las fatigas.

En la gran guerra se había notado de una manera curiosa la diferencia de las razas y de la cultura.

En los franceses era en quienes más efecto hacían las noticias, buenas o malas, y entre los combatientes ellos vivían con mayor pasión la guerra; los alemanes, después de heridos, la mayoría mostraban cierta insensibilidad y perdían sus condiciones agresivas; los italianos se sentían unos muy deprimidos y otros muy irascibles; los árabes mostraban una dureza y una indiferencia extraña, y los judíos, supuestos hermanos de raza de los árabes, se manifestaban histéricos y a veces de una cobardía pueril. Los más brutos, los más feroces, según él, eran los búlgaros y los serbios.

—En esta guerra se han hecho tales horrores en los Balcanes, y sobre todo con tal delectación —dijo el médico viejo—, que se puede tener la seguridad de que el hombre no se hará nunca un tipo suave y dulce.

Después se habló de los resultados de la guerra.

—¡Qué miseria espiritual la de esta guerra! —afirmó Haller.

—Horrible —exclamó Larrañaga.

—¡Qué pobre esta revolución alemana!

—Pobre y mezquina —dijo Haller—. Toda esta época de la guerra mundial me ha parecido de las más antipáticas y vergonzosas por las que se puede pasar. Ha sido una época para comediantes de cinematógrafo y para fotógrafos.

—¿Es usted enemigo de la guerra? —preguntó Larrañaga.

—¡Enemigo! ¿Para qué? Si se ha de dar, ¿qué se adelanta con verla con simpatía o con horror? Lo único que se podría hacer era condicionarla. Una guerra grande, en que todas las heridas fueran rápidamente mortales, de cuando en cuando, estaría bien para descongestionar el mundo. Al fin y al cabo, la vida no es una cosa muy bonita, y cuanto más progreso material haya, será probablemente más fea y más antipática.

—Esta guerra ha sido un terrible desastre —añadió Larrañaga—, porque no ha dejado esperanza en nada. Se cortó la lana al rebaño, se le quitó el pasto, se le ordeñó lo que se pudo, y cuando vino el momento de peligro, los rabadanes echaron a correr.

—Esto sucederá siempre —dijo el médico viejo.

—Con lo cual en los pueblos beligerantes, extenuados, no se podría vivir —indicó Larrañaga.

—Ni en los otros tampoco —contestó Haller.

—Pero aquí, en Suiza, el ambiente es bueno para el trabajo.

—No crea usted —repuso Haller; el ambiente de Suiza, como el de todo pueblo pequeño, es un ambiente mezquino, estrecho. El hombre tiene desde niño su trayectoria fija. Sabe lo que hará de muchacho, de hombre y de viejo, y hasta la necrología que publicará el periódico el día de su muerte.

—Pero este es un ambiente propicio para el trabajo intelectual.

—No, nada de eso. No hay independencia de espíritu en el profesorado. Aquí, las gentes tímidas se convierten en obreros oscuros, en peones de la ciencia.

—Dentro de la misma ciencia vamos cambiando de una manera vertiginosa; más que nada, por la moda —añadió el médico militar.

—No se puede creer más que en lo que se ve —dijo Haller.

—Si es que se puede creer en lo que se ve —replicó Stolz.

—Es cierto; si es que se puede creer en lo que se ve. El que quiere prosperar en la sociedad actual tiene que tener cinismo y desfachatez.

—¿Cree usted que en todas partes? —preguntó Larrañaga.

—Sí, creo que en todas partes; no hay excepción, no puede haberlas. En nuestro mundo la gente que vale no se conoce; el que trabaja, el que piensa, no sabe dónde está su compañero. En cambio, los buenos burgueses se entienden muy bien; tienen un Molok, o un Javeh, el dios Argent, Gold, Denaro, Dinero, Money.

—Es el culto extendido por el mundo.

—¿Y usted cree que no vale mucho lo que produce la ciencia actual? —preguntó Larrañaga.

—Creo que vale cada vez menos. Los alemanes son pesados, y ya no se dan en ellos casos de genialidad tan abundantes como a principios del siglo pasado. Los franceses tenían, sino la gran invención, esa mirada clara, aguda, de la gente de espíritu matemático, pero ya la van perdiendo; los italianos, desde que forman una gran nación, no tienen más que hombres pequeños.

—¿Y eso dependerá de algo?

—Es el torrente de la charlatanería, del industrialismo y del judaísmo, que lo va invadiendo todo. ¡Cuánta necedad han inventado! ¡Cuánta palabrería! El mundo entero, y sobre todo los franceses, parece que quieren ponerse en confusión, en garrulería y en mal gusto, a la altura de los alemanes. Hoy he visto un libro francés, que se titula: Introducción al estudio de la metapsíquica ¿Introducción a qué? A una cosa que no tiene realidad. En ciencia y en arte todo es hoy palabrería: el expresionismo, el dadaísmo, la metapsíquica, el psicoanálisis, el pirandellismo; todo eso no es más que palabrería, no encierra medio adarme de hechos nuevos o de conceptos nuevos.

—¿Y usted supone que en todo eso interviene la mentalidad judía?

—No cabe duda. El judío no tiene amor por el pasado europeo, en el cual apenas ha intervenido; por eso es modernista y siente la época. Además, el judío se ha mantenido siempre alejado de la vida inmediata de los países europeos. Esto en parte les favorece, en parte les perjudica.

—Además, es cosa que no se les puede reprochar —dijo Larrañaga.

—El judío europeo siempre tendrá dos patrias: una, natural, aquella donde ha nacido; la otra, Sión, Jerusalén, la patria espiritual de la raza suya. Mucha de la claridad de concepto de los Spinoza, de los Karl Marx, de los Heine, depende de haberse desligado de las ideas y prejuicios de su patria inmediata.

—En parte, a los ultramontanos católicos les pasa igual. Su patria espiritual es Roma —dijo el médico viejo.

—En Alemania quizá haya cierto dualismo entre el ciudadano alemán y el católico —repuso Stolz—; pero en los países latinos, no. El católico francés, español e irlandés, cuanto más católico se muestra, se considera, y le consideran, más francés, más español o más irlandés; en cambio, el judío, no; cuanto más judío es, es menos alemán, menos polaco o menos ruso.

—No cabe duda —añadió Haller— que hay en ellos una solidaridad que no se halla en las otras confesiones religiosas. Ninguno de estos judíos bolcheviques se atacan unos a otros. Han colaborado en matanzas enormes, pero ellos no se muerden. Se respetan los unos a los otros. Son del mismo ghetto.

—Sí, es extraño eso —dijo Larrañaga.

—El compañero Trotsky respeta al compañero Zinovieff y el Zinovieff al Radek y el Radek al Kameneff y el Kameneff al Stalin. Son de la misma familia de los Achkenazin.

—¿Y Lenin, era igual? —preguntó Larrañaga.

—No; Lenin era otra cosa —replicó Haller—. Aquel era un tártaro de la raza de los Gengis-Kan y de los Tamerlan. Estos judíos, la mayoría son histriones muy flexibles, muy serpentinos. La raza judía es raza histriónica, optimista y social. Para hacer gestos de mono y llamar la atención, nadie como ellos. Las ideas no les importan. En Rusia serán bolcheviques; en Inglaterra, conservadores; en Francia, radicales. Esto es lo de menos para ellos. La cuestión es llamar la atención y ganar dinero. Es una casta para cómicos, cupletistas, periodistas, favoritas de reyes, bailarinas y banqueros.

—Sí, pero este cinismo no es único y privativo de los judíos.

—No. Es verdad; pero en ellos es más señalado. El judío tiene que estar entre gente para tomar valor. Entonces se destaca con su impertinencia característica; pero póngale usted al judío solo, como un conquistador español en América o como Livingstone en África, y entonces no es nada, porque todas sus monerías y toda su impertinencia ya no sirven.

—No sé si pueden creer en esas especialidades étnicas —objetó Larrañaga.

—No son absolutas, claro es —contestó Haller—. El judío tiene un sentido materialista y sensual de la vida. No aprecia los ideales de los viejos europeos, la austeridad, la caballerosidad, el heroísmo, el valor en la guerra. Miran nuestras cosas en extranjeros. Ya ve usted la cuestión de los apellidos, para el europeo, tan seria. Para un alemán, su Müller o su Schultze, como para un francés su Durand o su Dupont, o para un español su García o su López, es una cosa importante. Ellos, los judíos, cambian de apellido como de camisa; los toman y los dejan a su capricho. El Trotsky, el Zinovieff y el Kameneff, no se llaman así. Entre los judíos italianos, los Levi se transforman ahora en Sacerdote. En Rusia y en Alemania toman los apellidos más ilustres y cualquier día se encontrará usted con un Médicis, un Doria, un Montmorency, y será un judío zarrapastroso salido del ghetto.

—Eso mismo se lo han enseñado los cristianos obligándoles a cambiarse de nombre —repuso el médico viejo.

—Sí, es verdad. No es que se les eche la culpa. Se marcan las diferencias. Ellos son optimistas, antiguerreros, creen que hay que gozar, tienen sed de dinero, de lujo, de joyas, gran erotismo y gran curiosidad por las aberraciones sexuales.

—Y, sin embargo, ellos son de moral rígida.

—Sí, dentro de su comunidad, pero ya fuera de ella, no. Esta simpatía por el homosexualismo, que se advierte en las obras de psiquiatría y de literatura moderna, ha nacido entre los judíos alemanes. Todo lo que sea algo de snobismo y de mal gusto tiene ese sello semialemán, semijudío. En Francia, por ejemplo, Proust, que manifiesta una delectación un poco profesoral y pedantesca por lo que es aberrante, es medio judío de raza. Andrés Gide, el autor de Corydon, que es de la misma escuela, medio alemán de espíritu.

—¿Ha leído usted Corydon? —preguntó Larrañaga.

—Sí, lo he hojeado.

—A mí me ha parecido una tontería. ¿Qué ventaja puede haber en convertir el mundo en la Ínsula Hermaphrodítica?

—Es ridículo, completamente ridículo. La pederastia ofrecida a la Sociedad como un recurso. ¡Como si no estuvieran las casas de prostitución llenas! Los pederastas, ofreciendo su cuerpo a la patria. Tendrá, con el tiempo, que ensancharse el Panteón o el Walhalla y poner una sección con este letrero: «A los grandes pederastas, la patria reconocida». Yo no creo que a los invertidos haya que matarlos o marcarlos con un hierro candente, pero de eso a la glorificación, a la creación de una medalla al Mérito Pederástico, hay un pequeño abismo.

—¿Y usted cree que esta preocupación erótica es exclusiva de los judíos? —preguntó Larrañaga—. Sensualismo erótico parecido hay en muchos escritores franceses e italianos: France, Mirbeau, el mismo D’Annunzio.

—Algunos de estos que usted cita tienen mucho tipo judaico. Claro que en toda la literatura francesa ha habido erotismo, pero no ese erotismo sistemático un poco ramplón de aire casi universitario que se da, por ejemplo, en Proust.

—La vida francesa, y sobre todo la de París, es muy erótica —dijo el médico viejo.

—A mí me parece que todo ese erotismo francés es muy engañoso —replicó Haller—. En esa vida amorosa de los franceses hay un fondo de sensualidad, pero hay, probablemente, más curiosidad y deseo de dar a la vida un poco de picante. París hace, a primera vista, la impresión de que sus placeres son espontáneos, caprichosos, pero en el fondo, todo está muy previsto, preparado y combinado.

—No es usted muy entusiasta de París —preguntó Larrañaga.

—No; me parece que esa actividad frenética de París, engaña. Es una promesa falsa. Allí piensa uno que las mujeres sonríen por simpatía, por abandono; no hay tal; todo está muy cerca de hallarse industrializado.

—Sin embargo, se sale de París y el mundo parece más duro, más frío, menos intelectual —dijo Larrañaga.

—Sí, es verdad: las orillas del Sena producen un ilusionismo especial. Es el artículo de París, que está acreditado y que se trabaja con empeño. Es algo exclusivo de allí, pero, en fin, comprendo que los escritores de París nos den una nota de erotismo de bulevar, pero todo eso, traducido al alemán con el lastre germánico, es de una pesadez y de un mal gusto que abruma.

—Yo no comprendo bien la actitud de esas gentes con relación a la vida sexual —dijo Larrañaga.

—Se quiere encontrar algo extraordinario en ello —repuso Haller—. Quizá es natural en una época en que no hay conceptos místicos. La vida sexual en el hombre no se diferencia gran cosa de la vida sexual en los demás mamíferos. Lo que la complica en el hombre son las ideas morales, religiosas, la imaginación y la economía.

—Si eso ha sido siempre; pero, ¿por qué este moderno culto a Eros?

—No es completamente moderno. Carlyle, hablando de los novelistas franceses de su tiempo, decía que querían restaurar el culto fálico. Es natural. Es el camino que tiene que seguir una sociedad no cristiana. Para los cristianos, toda la vida sexual es pecado, toda es mala, está íntegramente inspirada por el Diablo y no tiene más escape lícito que el matrimonio. Para nuestros erotómanos actuales, la tesis verdadera es la contraria: toda la vida sexual, y hasta sus aberraciones, son respetables y están llenas de esplendor y de interés. Los judíos, que nunca han defendido el ascetismo, ven en esta erotomanía moderna, algo simpático, anticristiano.

—Con esta dignificación del erotismo habría que cambiar las normas de la vida actual, sobre todo la del honor —dijo Larrañaga.

—¡Ah! Naturalmente.

—Entonces, la misma prostitución dejaría de ser causa de deshonra y de oprobio y se convertiría en institución casi honorable. Podría haber una prostitución también de hombres para mujeres viejas y feas, como hay barberos y limpiabotas. ¿Por qué no?

—Probablemente, toda esa erotomanía tiene un fondo de mentira y de farsa, y el profesor que nos canta líricamente la vida sexual, si encuentra a su hija con el estudiante o con el mozo de la tahona, arma un escándalo.

—Con esa concepción tan extraordinaria del amor físico, debía pasar lo contrario —repuso Larrañaga—. El padre debía alegrarse de ver a la hija embarazada por cualquiera.

—Eso mismo suelo decir yo a algunos compañeros freudianos; y me suelen contestar que no estoy en la corriente. Yo replico que intento razonar y que no me convence la fraseología.

Era la hora de la consulta del doctor Haller y le esperaban sus enfermos.

—Venga usted, cuando esté usted aquí —le dijo el doctor a Larrañaga—, a comer o a tomar café.

—Ya vendré.

—El poder hablar y entenderse con hombres de otros países, me da la impresión de que aún somos europeos, no asnos de noria que dan siempre la misma vuelta.

Stolz y Larrañaga salieron a la calle.

—¿Qué le ha parecido a usted Haller?

—Muy bien, muy inteligente.

—Pero es un tanto perturbado.

—¿Qué ha hecho?

—Ha habido una época en que era socialista; otra en que estuvo en Italia y se pasaba el día en las iglesias católicas, y parece que se quería hacer católico.

—Todos esos especialistas en enfermedades mentales son también medio locos.

Al pasar por la calle de la Estación, el gran bulevar de Zúrich, con su aire parisiense, se encontraron con Pepita y Soledad y se reunieron con ellas.

Stolz recordó a las dos hermanas, que le habían prometido que habían de ir a Berna a verle a él en su magnífico sillón del Parlamento. Después se despidió.

—¿Qué habéis hecho? —preguntó Pepita.

—Hemos estado comiendo, y luego charlando con el doctor Haller.

Pepita le conocía de vista, pero no le hacía gracia el tipo del médico.

—¿Qué clase de hombre es?

—Muy inteligente, original. Dice que lo que más le molesta es estar en una casa de banca; él cree que el comercio y los judíos son los que corrompen el mundo y estropean la ciencia y el arte.

—Los que piensan como él, debían ir a vivir a una isla desierta. En ella no encontrarían ni cheques, ni billetes de banco, ni judíos —dijo Pepita, con enfado.