BARCAROLA
El lago suizo es una de las bellezas de paisaje más clásicas de Europa: el agua, azul transparente; los montes de alrededor, blancos de nieve; las velas, desmesuradas, como velas latinas de las barcas, y las gaviotas en las orillas le dan una gran prestancia. Hay una poesía francesa —ha pensado Joe— que tiene algún paralelismo con los lagos suizos: es el Lago de Lamartine.
El Lago de Lamartine es el más perfecto de los lugares comunes, escrito en francés, que es el idioma propicio para los lugares comunes. En el lago lamartiniano no choca ni una idea, ni una frase; todo se espera; no hay nada nuevo, ni nada raro, ni nada inarmónico. El Lago de Lamartine es un poco el Lago Suizo de la poesía, y el Lago Suizo, el Lago de Lamartine de la Geografía.
«Los lagos», Evocaciones
A la mañana siguiente, Larrañaga se levantó temprano, paseó a orillas del lago y preguntó en el desembarcadero de los barcos de vapor, cerca del establecimiento de baños, si alquilaban lanchas de gasolina. Le dijeron que sí.
Después de dar una vuelta por el pueblo, volvió al hotel. Pepita estaba ya levantada.
—¿Qué hacemos? —preguntó Pepita.
—Si quieres, daremos una vuelta por el lago en lancha.
—Muy bien.
—¿Vendrá con nosotros Soledad?
—No; me ha dicho que está cansada, que no quiere salir.
—Entonces, vamos.
Fueron al muelle de Utoquai, tomaron una lancha en la orilla del Limmat y salieron al lago. Llevaban un mecánico de timonel.
—Es bonito este lago —exclamó Larrañaga.
—Sí; pero los lagos no me gustan tanto como creía que me iban a gustar.
—Has venido de Alemania con un espíritu crítico exagerado.
—¿No parece esto un poco cromo?
—Sí, claro que parece. El cromo es una degeneración del paisaje bonito. Esto es lo sublime para el buen burgués.
O lac! l’année à peine a finé sa carrière
et près des flots chéris que’elle devait revoir.
—¿Qué es eso? ¿Qué recitas?
—El Lago de Lamartine. ¿Tú no aprendiste esos versos al comenzar a estudiar el francés?
—No.
—Pues a nosotros nos los enseñaba un señor que nos tenía media hora con la boca como un pez para poder pronunciar la u francesa. Él no había visto ningún lago, pero sentía entusiasmo romántico por todos ellos. Era un lakista inconsciente. Otro lakista era un piloto compañero mío, manchego. Ahora ya se hacen marinos gente de tierra adentro. Este marino solía cantar una canción que él creía ideal, y que comenzaba así:
En un delicioso lago
de verde y frondosa orilla,
en una frágil barquilla,
una tarde me embarqué.
»Creo que esta canción estaba hecha pensando en el estanque del Retiro. El manchego la cantaba en el mar y se conmovía. Se conoce que necesitaba poca agua para conmoverse. La mucha agua no le hacía efecto.
—¡Qué tonterías me cuentas!
—Son comentarios, mejores o peores. Habla tú si mis comentarios te aburren.
—Esos grandes montes nevados me fastidian.
—Veo que no eres una aria, chica —dijo Larrañaga.
—¡Psch! No me importa nada.
—Lo creo.
—Y tú, ¿qué haces ahora?
—¿Cómo qué hago?
—Sí; ¿en qué te ocupas? ¿Pintas? ¿Lees? ¿Escribes?
—Yo fantaseo, desvarío. Esto me entretiene. Creo que voy camino del misticismo.
—Del misticismo, ¿por qué?
—Porque no me ocupo de las cosas, ni de las gentes. He ido dejando morir los gérmenes de la ambición y de la vanidad, y creo que ya se han muerto; pero he perdido al mismo tiempo una gran curiosidad por la gente.
—Es la consecuencia de la dieta.
—Es posible. Estoy convencido de que somos todos islas inabordables, con acantilados cortados a pico. Cuando alguien me cuenta sus asuntos íntimos, yo finjo interesarme; ahora, cuando en un momento de ilusión empiezo a hablar de mis cosas, noto en seguida la indiferencia en mi interlocutor, hasta el punto de que corto rápidamente mis confidencias y pienso: «Ahora también me he equivocado».
—¿Así que, según tú, no nos interesamos uno a otro?
—Muy poco, o casi nada. Somos espiritualmente impermeables. Solamente el interés y la vanidad pueden unirnos.
—¿Y entre el hombre y la mujer pasa lo mismo, según tú?
—No; entre el hombre y la mujer hay otros intereses y la posibilidad de fundir dos egoísmos en uno. Eso es ya distinto.
—Sea por lo que sea, si hay esa posibilidad, ya es algo.
—El motivo tiene mucha importancia; dos acciones iguales se pueden hacer por motivos diferentes, la una por bondad y la otra por maldad.
—¡Qué cosas de cura tienes!
—El hombre generoso, de buenas intenciones, es verdaderamente raro. Yo conozco alguno y, naturalmente, lo estimo mucho por su rareza. La mayoría es gente envidiosa, atravesada, embustera. Un amigo mío de Bilbao, que no veía más que gentes de mala intención, me dijo una vez: «He encontrado el mirlo blanco: es un médico de pueblo que, hablando de un compañero de Bilbao, me ha dicho que es un gran médico, hombre de ciencia profunda, que cada día aumenta. Me ha chocado su buena opinión y su buen deseo. Luego he sabido que el médico de pueblo está enfermo y que ha ido a consultar con el médico sabio».
—Yo no sé si es verdad o no tu mala opinión de la gente y del prójimo, pero es cosa que no me hace gracia —dijo Pepita.
—¿Qué quieres? Yo no soy optimista. Intento ver las cosas como son. Hay una época en la vida en que el prójimo nos molesta porque es nuestro rival; luego, ya cuando perdemos esta idea de la rivalidad, más que por otra cosa porque no aspiramos a nada, comprendemos que el prójimo, como uno mismo, no es un ejemplar raro, sino un ejemplar vulgar y corriente de una edición de millones.
—Sí; todos iguales, pero todos distintos, como las hojas de los árboles.
—Es verdad.
Se habían alejado bastante y Pepita dijo que quería ya volver al hotel.
—Bueno. Volvamos.
Larrañaga se tendió en la lancha y se puso a mirar arriba. Una nube de mármol avanzaba en el cielo e iba sombreando el inmenso anfiteatro de montes nevados.
—Esta cantidad de aire azul, esa nube blanca, me producen como una borrachera.
—Bueno; levántate, no te vayas a dormir.
Larrañaga se levantó.
—El mecánico de la barca debe creer que estamos locos —dijo Pepita.
—Nuestra barcarola le debe parecer absurda.
Bajaron en Utoquai y fueron al hotel.
Soledad estaba en su cuarto, haciendo sus arreglos y escribiendo cartas, que era lo que a ella le gustaba.