VI

EXPLICACIONES DE PEPITA

La verdad es que ninguno de los hombres actuales legitiman su fama en la Historia —dice Joe—. Los españoles, guerreros, crueles y conquistadores. A mí todo el mundo en España me parece pobre gente. Los alemanes, pensadores; la mayoría de las personas que se conocen en Alemania parece que no ha pensado nada en su vida; los italianos, grandes artistas, grandes ciudadanos, grandes condotieros, y cuando se pasea en una ciudad italiana, en vez de máscaras que recuerden a Miguel Ángel, a Savoranola o a San Francisco, no se ven más que tipos insignificantes; los franceses, elegantes, aristócratas, y se ve la fotografía de un ministerio presidido por Olemenceau o Poincaré y, en vez de recordar un salón del tiempo de Luis XIV, se sospecha si será una junta de maestros de obras o de zapateros. Los americanos, en parte, son los que están mejor. No necesitan legitimar ningún pasado decorativo o glorioso, y, para haber nacido del detritus de Europa, tienen aspecto. Es posible que no tengan más que eso.

«El tipo actual y la fama», Las sorpresas de Joe

Se habían instalado en una mesa del hotel Larrañaga y Pepita.

Soledad estaba en su cuarto.

—¿Vas a tomar té? —preguntó Pepita.

—No, no.

—¿Por qué?

—Es un cocimiento ridículo que me hace daño. Me perturba el corazón. De tomar algo, tomaría café; pero prefiero no tomar nada.

—Como quieras.

—Habéis vuelto pronto de vuestra excursión. ¿Es que no os ha gustado Alemania? —preguntó Larrañaga.

—A Soledad, sí; a mí, muy poco —replicó Pepita—. Creo que preferiría vivir en cualquier lado mejor que en Alemania; sobre todo, que en Berlín y en el Norte.

—¿Por qué?

—¡Qué gente más pesada y más bestia! ¡Qué mezquinos! ¡Qué brutos! ¡Qué mujeres más antipáticas!

—A mí me parecieron, por el contrario, unas mujeres amables, guapas, blancas.

—No digas eso; a mí se me figura que están llenas de grasa.

—Y lo están. Una Venus está redondeada por la grasa animal; si no, parecería una figura de anatomía.

—¡Qué necedad! Ya empiezas a decir tonterías.

—No son tonterías. Es un hecho. Esos brazos blancos, esos senos de mármol, están producidos por la grasa animal bien colocada. No vayas a creer que esa redondez de formas viene del Espíritu Santo o de algo místico parecido, sino de un producto hidrocarbonado semejante al sebo.

—Bueno; déjanos de sebo ahora. Tenemos la mantequilla.

—¿Así, que Alemania clasificada entre los países antipáticos?

—Sí, muy antipático. Baviera y Austria ya son otra cosa.

—Hay que tener en cuenta que es un país desangrado y destrozado por la guerra.

—Yo creo que aunque estuviera en paz sería asqueroso. Esos alemanes son brutos, vanidosos, falsos, capaces de cualquier engaño.

—Sí, como todos los demás hombres.

—No sé; pero a mí me parece que el que un hombre moreno, pequeño, de ojos vivos, sea un pillo, no le puede chocar a nadie; pero que un señor alto, gigantesco, con el pelo de color de estopa, la cara triste y los ojos sin expresión, sea tan pillo como el otro, se le hace a una una cosa rara.

—El hombre es casi igual en todas partes: de mal fondo, y sólo a veces por un esfuerzo llega a sobrepasarse. Un español, por soberbia, puede hacer algo bueno; un francés, por amor al bello gesto; un cristiano, por sentimiento de caridad. El alemán, entre los europeos, es tan vanidoso como el que más. Tiene su vanidad especial, distinta a la nuestra, pero la tiene. En alta situación, está bien; es entonado, un poco despótico, pero está bien. En baja, es vil con frecuencia.

—Luego, no tienen la menor cortesía. No se preocupan de hablar francés, aunque lo sepan; siguen con su alemán, sin hacer caso del extranjero. ¡Qué bestias!

—Eso es la consecuencia de la guerra.

—Luego, las mujeres, ¡qué ordinarias!, ¡qué antipáticas!, ¡con qué aire de superioridad! Dignas de ellos, naturalmente. Si yo fuera hombre, viviría mejor con una gitana que con mujeres así.

—¿Pero qué te ha pasado para estar tan furiosa?

—Pasarme, nada importante; pero he visto pequeños detalles que dan una impresión desagradable de un país. Por ejemplo, los hoteles. Es horrible. ¡Qué lucha más miserable y más desvergonzada por los cuartos! En Hamburgo, en Berlín, en Nuremberg y en otros pueblos salíamos a trompicones. La gente de la servidumbre se abalanzaba sobre nosotros. La criada, que gritaba que no le habían dado bastante; el señor del escritorio, que pedía su parte. Y dicen de los españoles. ¡El mendigo español tiene más dignidad que los señores de ahí!

—Son consecuencias de la guerra. Hay que tenerlo en cuenta. Además, que no se trata de dignidad sólo en la vida. Hoy habría que juzgar de la raza alemana más por un suizo de Zúrich que por un prusiano de Berlín.

—Parece mentira que tú, que eres un hombre de talento, hayas tenido simpatía por una gente tan desagradable y tan ramplona.

—Yo no soy árbitro de nada, chica.

—No quisiera vivir en Alemania aunque me pagaran. La gente huele mal.

—No seas exagerada.

—Sí, huelen mal. He estado en las iglesias de Alemania, y la gente tiene un olor como a queso y a cerveza, algo muy desagradable.

—Así, que no hay sólo el foetor judaicas, sino también el foetor germánicas. Quizá sea esta una señal del pangermanismo, inventada por Odín. Schopenhauer dice con gracia que el buen Dios de los judíos, Jehová, previendo en su sabiduría que su pueblo escogido sería dispersado por el mundo entero, dio a todos sus miembros, para reconocerse y encontrarse por doquiera, un olor específico: el foetor judaicus.

—¿Y eso quiere decir?

—La pestilencia judía.

—Es extraño.

—¿El qué?

—Que también he notado que los judíos huelen mal. Estábamos en Fráncfort, en un hotel, con unas señoras judías que sabían español. Yo estaba al lado de un francés, y le dije: «Aquí huele a algo sofocante, que no es perfume», y el francés, al oír mi observación, me indicó: «No lo diga usted muy alto. Son las judías las que huelen así».

—¡Tiene gracia! ¿Así, que has hecho un viaje de observación olfativa por Alemania?

—Sí.

—Yo creo, y es muy desagradable recordarlo, que en todas partes la gente pobre y sucia huele mal.

—No, no; es distinto. En España, la gente pobre huele como a ropa vieja.

—El foetor hispanicus.

—En Italia, como el ganado.

—El foetor italicus.

—Y en Francia, como alcohol.

—El foetor gallicus.

—Pero ahí, en Alemania, es un olor como a cuerpo sano muy desagradable.

—Veo que tienes un olfato muy agudo.

—No creía, la verdad, que yo pudiera sentir así antipatía por un pueblo. Los he tomado mucha rabia. Me ha parecido una gente indigna, sin delicadeza. Yo me harté de decirles en francés, no sé si me entenderían o no, que eran unos cerdos.

—Sí, realmente esos arios, tan ponderados, han quedado en la guerra, y después de la guerra, bastante bajo; luego, esa estafa colosal de los marcos, con que han engañado a todos los burgueses del mundo, ha sido extraordinaria. Es cómico, de lo más cómico que se puede ver. La burguesía de Europa, y América sobre todo, la de los países enemigos, que pensó de los alemanes: Esta es gente seria y honrada, que pagará y les explotaremos. Y los alemanes, que en el fondo de su alma se sienten lo que son, es decir, capaces de cualquier granujada, preparando su estafa científicamente. Es admirable.

—¿Tú admiras a esa gentuza?

—¿Por qué no? Entre el que estafa y el estafador no se sabe casi nunca cuál de los dos es más canalla. No cabe duda que esta gente del centro de Europa es gente de poca dignidad, a veces sencilla, buena. Hay en ellos un fondo de vileza irreductible; pero, a pesar de eso, tienen grandes cualidades.

—¿Crees tú?

—Me parece evidente. Para una mujer, y sobre todo para una española, un alemán actual tiene que ser antipático, y más después de la guerra, en que les ha pasado como a las rías en la marea baja, que quedan con todo el légamo al descubierto. Que los alemanes son toscos y torpes en la vida social. Es verdad. Todos los hombres lo son a su modo. ¿Es que aquí, en Francia, en Inglaterra o en España no lo son? Igual.

—No estoy conforme.

—En unos lados son más pesados; en otros, más vivos y crueles; en otros, más traidores; pero el hombre en montón es mal bicho en todas partes. Es lo que nos queda de la animalidad.

—Yo no puedo aceptar esa falta de dignidad.

—Pero la dignidad, como te decía, es una cosa relativa; cada país tiene la suya. Me choca que no comprendas eso. A ti te extraña que haya un hombre entre señoras capaz de pagar lo que ha tomado sólo él, aunque el gasto general sea una bicoca, y quedarse tan tranquilo, porque tú, como tienes un amor propio exagerado, pagarías, por quedar bien, lo que se ha tomado en tu mesa y lo de las mesas de alrededor. ¿Qué quieres? Cada pueblo tiene sus hábitos.

—Y ellos tienen los de la roña y la pedantería.

—Eso de la pedantería es lo de menos. Si se miran las cosas con malicia, es fácil ver en todo pedantería. Un amigo mío, suizo francés, en una estación de tren alemana, antes de la guerra, al ver que entraba y salía un magnífico tren a la hora en punto, decía: «Es la pedantería alemana»; lo mismo se podría decir delante de la Venus de Milo: «Es la pedantería griega».

—Quieres defenderlos. ¿Te parecen bien esos edificios grandes que se ven allá?

—¿Que la arquitectura moderna de Alemania es fea? Es evidente. ¿Pero es que hay alguna arquitectura agradable en estos últimos años? La que parece regular, es porque disimula su falta de vida arrimándose a las formas antiguas. La arquitectura moderna es algo pestífero.

—Tú todo lo justificas.

—Es natural.

—Tú quieres creer que todos los pueblos y todas las gentes son iguales.

—No; lo que yo veo son condiciones buenas y malas repartidas.

—Un francés es, por ejemplo, más simpático que un alemán.

—Sí; es más simpático para un latino, más agradable en la calle; pero cuando se siente definidor y doctoral en su periódico o en su libro, es muy pedante y muy incomprensivo. ¡Qué cantidad de necedades no han dicho, sobre ellos y sobre los demás, principalmente por petulancia! Hay que ver esas tonterías ridículas de Barres, que pone como tesis que una señorita francesa no se puede casar con un profesor alemán, aunque sea buena persona, porque esa señorita no es una muchacha como otra cualquiera, sino en un momento es la France, pronunciando esta palabra con énfasis y metiéndola en la nariz para mayor gloria de la grand nation.

—Tú eres antifrancés.

—Yo no soy nada. La masa alemana es mucho más neutra y más torpe que la de un pueblo latino; pero, de cuando en cuando, en esa masa sale un hombre que es el que más se ha enterado, el que más ha trabajado, el que ha puesto más energía y más genio en estudiar una cosa.

—¿Por ejemplo?

—Kant.

—No sé lo que hizo ese hombre.

—No es fácil tampoco explicarlo, porque yo no he llegado a comprenderlo más que parcialmente. Ese hombre es como el alma de la Europa culta, lo más alto que ha producido el mundo moderno en el pensamiento, una cima que probablemente nadie ya pasará.

—¿Y ese hombre era alemán?

—Sí, era alemán; aunque, en parte, de origen escocés. Era el hijo de un pobre sillero.

—Bueno; pues quitando esos hombres como Kant, los demás son unos marranos.

Lo rotundo de la expresión hizo reír a Larrañaga.

—¿Vamos a la terraza?

—Vamos.

Salieron del restaurante y se sentaron en la terraza en sillones de mimbre.

—No comprendo tu indignación. Eres admirablemente injusta —añadió Larrañaga.

—Es posible. A mí es una gente que me ha hecho muy mal efecto. ¡Cómo hablan!, ¡cómo se conducen! Le convidan a uno y luego le hacen pagar. Íbamos en el tren hacia Berlín con un hombre grueso, desagradable, que comía ávidamente una salchicha blanca, fría. Parecía que estaba echando sebo a una máquina. Nunca el hombre me ha producido tanto asco. ¡Y ya ves tú! A mí, que no soy melindrosa, que muchas veces en Madrid he visto comer a los albañiles el cocido al sol y me han dado ganas de sentarme con ellos. ¿Y luego dormir? ¿Cómo pueden dormir así en pleno verano con un edredón sofocante? La verdad es que a gentes que usan un edredón así, hay que alegrarse que los hayan derrotado.

Larrañaga se echó a reír.

—Las camas de los alemanes son como ellos —siguió diciendo Pepita—, o echa una fuera el edredón y se hiela o se asfixia uno con ese peso.

—¿Pero en Múnich estuviste bien?

—Sí; con Stolz y con un amigo suyo que no era alemán. Allí también encontramos una señora que nos echó a la cara algunas groserías sobre los españoles.

—Sí, eso no me choca. Los alemanes se creen en el centro del mundo, que lo saben todo. El austríaco es más simpático, más civilizado.

—La verdad, no comprendo por qué en España, los que os creéis sabios habéis decidido ser germanófilos.

—Yo no me considero sabio, puedes creerlo. No tengo más que desconfianza en las cosas suyas y en las nuestras. Cuando un español o un francés habla de los hombres y de las costumbres alemanas, desconfío, y cuando un alemán cree que juzga con justicia absoluta a los que para él son los decadentes pueblos latinos, me encojo de hombros. No nos podemos conocer.

—¿Por qué?

—Las costumbres y el idioma extraño, desconocido, producen ya un comienzo de antipatía en nosotros. No nos acostumbramos fácilmente a que los demás sientan y hablen de una manera exótica. Si nos pudiéramos entender íntegramente, las causas de la guerra habrían desaparecido, porque eso de que a uno le guste la lluvia y al otro el sol, que uno prefiera el aceite a la manteca y el otro la manteca al aceite, que uno crea que un sonido gutural es bonito y el otro crea que lo bonito es el sonido nasal, todos esos pequeños gustos e inclinaciones que tenemos opuestos a los del vecino hacen que lo veamos deformado.

—Siempre vamos a lo mismo. Según tú, no podemos enterarnos de nada. Únicamente podemos saber lo que pasa en nuestro espíritu.

—Y aun eso de una manera absoluta es difícil; pero yo lo que quiero decir, dentro de lo relativo, es que hay que ponerse un poco en guardia contra las primeras impresiones de un país extranjero, sobre todo si ese país, como Alemania, está humillado y derrotado, y en el preciso momento en que muestra todas sus miserias. El extranjero siempre para nosotros es algo muy oscuro.

—Sí, es verdad. El extranjero es una cosa terrible —dijo Pepita—. Una chica compañera mía de colegio, huérfana, que era un poco rara, se fue a Italia y ha andado allí como una perdida: ha tenido amores con los limpiabotas y los organilleros, y ahora ha vuelto a su pueblo y la han metido en una casa de salud.

—Estaría loca.

—Sí, es posible; pero los demás, ¿sabemos que no lo estamos?

—Tienes razón; no lo sabemos.

—El extranjero parece que nos saca de nuestras casillas.

—¡Ah, claro! Hay más libertad. No hay la presión de los demás y con facilidad echamos las patas por el alto. ¿Tu marido se ha sentido conquistador en Alemania?

—Sí.

—¿Y habrá tenido éxito?

—Sí; las mujeres valemos muy poco, chico —dijo, medio en serio medio es broma, Pepita—. Hay excepciones, es cierto, como Soledad; pero la mayoría somos ridículas, egoístas, estúpidas, vanidosas, imaginándonos siempre que el hombre que nos mira por capricho o por diversión es un héroe, sobre todo si es guapo. Somos completamente tontas.

—¡Bah! Igual que los hombres. Nosotros también somos egoístas, estúpidos y vanidosos; también creemos que una mujer que nos gusta, porque tiene los ojos azules o negros, es un ángel. Son los mismos espejismos sexuales y fuera de esos espejismos sexuales no hay más que frialdad, bruma y ceniza.

—¿Tú crees?

—Nada más.

—¿Y tu marido se dedicó a todas o tuvo alguna preferida?

—Últimamente estuvo enredado con una holandesa.

—¿Guapa?

—¡Psch!

—¿Y estaba muy entusiasmado?

—Sí; por vanidad. Se pavoneaba de orgullo.

—¿Y ella?

—Ella perdió la chaveta en seguida. Inmediatamente entabló con Fernando una serie de señales y sonrisas que a Soledad y a mí nos parecieron muy desvergonzadas. Fernando la encontraba distinguidísima, y discutíamos, porque a nosotras nos parecía una fregona. Al último, por motivo de un abrigo cambiado, comenzaron a hablar.

—Y esto, ¿dónde ocurría?

—En Dresde; luego, continuó en Viena.

—¿Y esa holandesa era casada?

—Sí.

—¿Joven?

—No mucho.

—¿Vistosa?

—Sí; muy llamativa, con muchas joyas. A mí no me hacía gracia.

—Lo comprendo; pero parece que a tu marido le ha hecho mucha.

—¡Uf! Esa mujer le ha cambiado. De roñoso lo ha hecho espléndido; todo le parecía poco para ella; los dos se entendieron delante de su marido y de mí con un cinismo terrible. Buscaban en los hoteles cuartos que se comunicasen, creyendo sin duda que una era tonta. Así, que he pasado algunos días rabiosa en esos cafés con orquesta de las ciudades de Alemania. Todos los días la tabarra de la música. Un violinista que se lucía con sus contorsiones ante el público y si alguno se ponía a hablar le siseaban. Mi marido, echándoselas de Don Juan con la holandesa; el holandés, hecho un estúpido, pidiendo todas las cosas imaginables para hacérselas pagar a Fernando; Soledad, soñando no sé en qué, y yo, rabiando como una loca.

—¿Y el marido de la holandesa?

—El marido, nada: un cero a la izquierda.

—Un hombre… consentido.

—El marido está enfermo, y yo creo que le ha dado a su mujer carta blanca para que se divierta.

—Pues, nada: tú tendrás que pedir también carta blanca.

—Mi marido no está enfermo.

—Ya cogerá alguna cosa, aunque sea un catarro.

—¿Tú te alegrarías?

—No; lo sentiría por ti.

—¿Por él no?

—Ya comprenderás que si hubiera una epizootia de los maridos, no sería yo el que me sacrificaría por ellos.

—Ya lo sé. Tú no te sacrificarías por nada.

—¡Quién sabe! Por ti, quizá; por tu marido, no. Me es indiferente.

—¡Muchas gracias! Eres muy fresco.

—Tengo la temperatura normal.

—No; mi marido no me daría carta blanca, aunque tuviera…

—La encefalitis letárgica.

—Ni aun con eso.

—Cuando hay motivos, si no le dan a uno la carta blanca, la toma.

—¿A beneficio de los amigos y de los primos?

—Yo no pretendo nada, chica. Soy un asceta.

Se callaron, contemplando una balandra que venía por el lago.

—¿Y Viena y Múnich, os gustaron? —preguntó Larrañaga.

—Sí, son pueblos hermosos; pero, sobre todo en Múnich, ese vaho de la música y de la cerveza me apesta. Odio tanto la música como la cerveza.

—A mí me pasa algo parecido. La música me da un poco de terror. Es como una puerta oscura por donde no me decido a entrar. Es algo como un corredor que conduce a un pantano. Esta excitación sin objeto no me gusta del todo. Es como el opio para esta gente fuerte y brutal del centro de Europa. Esos hombres, como los alemanes, acostumbrados a la música y a la cerveza, no pueden tener individualidad. No pueden servir más que para ser empleados o soldados; es decir, para obedecer. Ellos están acostumbrados a la obediencia. El hombre que ha obedecido ciegamente, que se ha acostumbrado a ello, no puede ser un espíritu amable ni filosófico. Está ya empequeñecido, achicado. En cambio, cuando uno vive con ideas claras, con nociones claras, parece que el espíritu se va afianzando por momentos y pierde uno el sentimiento de masa y piensa que uno debe contar sólo consigo mismo.

—A mí este viaje me ha quitado las ganas de viajar —dijo Pepita—; ya veo que a mí los pueblos no me interesan nada; viajar como turista no me hace ninguna gracia, A mí me gusta más hablar con la gente.

—Es natural. Eso de viajar es para otra clase de personas, para gentes sin complejidad psicológica.

—Sin embargo, dicen que los viajes enseñan.

—Sí, hay una pequeña cultura del viajar y del saber dos o tres idiomas. Es una cultura muy ínfima. Hay gente que supone que a cada traqueteo del tren, o a cada balanceo del barco, el hombre debe irse sublimando. No creo que se pueda aprender gran cosa viajando más que algo muy superficial. Esa ciencia de unas cuantas cosas prácticas no tiene valor ninguno. Si el máximum del conocimiento fuera saber dos o tres idiomas y andar en el tren, todos los que tienen algún dinero serían sabios en poco tiempo. Viendo pueblos se adquiere una cierta cultura; pero es una cultura de viajantes de comercio, de intérpretes y de cocottes que saben decir cuatro o cinco frases en cinco o seis idiomas diferentes.

—Pero el viajar para los sabios debe ser muy importante.

—No creo. Ese Kant de que hablábamos antes no viajó nunca. No tuvo necesidad de salir de su pueblo para ser el más gran filósofo de los tiempos. Sócrates no salió de Atenas. El viajar parece servir de adorno para los ricos y para los desocupados; para un hombre de pensamiento fuerte, creo que el viajar no le da nada.

—Sin embargo, a algunos les tiene que sugerir ideas…

—Sí, es verdad. Al que cambia espiritualmente con el paisaje, le puede convenir viajar; al que no cambia nada, no le servirá de gran cosa.

—¿Tú cambias?

—Creo que muy poco. En el Ecuador o en el Polo sería lo mismo.

—Bien. Vámonos. Yo creo que no voy a bajar a cenar.

—¡Entonces, adiós!