SE REÚNEN
El lago de Constanza es más verde, más inquieto, más lleno de espuma que sus hermanos helvéticos. Cuando el cielo se nubla y el viento sopla con violencia, su furia y su oleaje le asemejan al mar. Durante el invierno, la bruma sobre sus aguas es densa, opaca y se dice que los marinos tienen que servirse de la brújula para cruzar de una orilla a otra.
«El lago de Constanza», Las Estampas Iluminadas
Larrañaga había salido de Basilea en un tren mixto y pesado que se detenía en todas las estaciones del tránsito, en dirección a Lindau.
En el tren conoció a un señor flaco, atezado, profesor de ornitología en un liceo suizo.
Con este señor fue hablando durante el viaje.
Era, el naturalista ornitólogo, entusiasta de los pájaros. Se llamaba Enrique y sus amigos le decían en broma Enrique el pajarero.
El naturalista poseía una gran colección de pájaros disecados e iba a estudiar, durante las vacaciones, las aves del lago de Constanza.
Al parecer, el pajarero era amante de su especialidad, de temperamento lírico y hablaba con fervor de El pájaro, de Michelet; de la Ornitología apasionada, de Toussenel, y de otros libros viejos y cándidos. Dijo que sentía gran curiosidad por leer la obra de un fraile dominico español del siglo XVII, Ferrer de Valdecebro, titulada Gobierno general, moral y político hallado en las aves más generosas y nobles.
Larrañaga desconocía el libro y no le pudo dar ningún detalle acerca de él. El español y el ornitólogo suizo tuvieron que transbordar varias veces, y al llegar a la estación de Lindau un policía recogió el pasaporte a Larrañaga, porque no estaba visado.
—Yo creía que se podía entrar libremente en Alemania —dijo Larrañaga—. Eso me habían dicho.
—Los españoles, no. Los españoles no pueden entrar en Alemania ni los alemanes en España. Vaya usted mañana a la jefatura de policía a recoger su pasaporte.
El empleado le recomendó que marchara a pasar la noche al hotel de Baviera, cerca de la estación.
Entró en el hotel, le llevaron a un cuarto muy lujoso, dejó la maleta, se lavó las manos y bajó al restaurante, donde había mucha gente que bebía, fumaba y hablaba.
A Larrañaga le chocó el aire fuerte, enérgico y sano de aquellos hombres.
—Se comprende que a los franceses les produzca inquietud estos tipos. ¡Qué aire de vigor y de energía!
Entre ellos había algunas mujeres, que bebían cerveza como si fueran hombres.
Larrañaga dejó el restaurante, volvió a su cuarto y pudo dormir bien.
Por la mañana salió a la calle y se halló frente al lago.
Lindau se encuentra en una isla del lago de Constanza, unida a tierra por dos puentes. A Lindau se ha llamado la Venecia de Suabia.
Larrañaga sintió impresión de alegría al encontrarse a orillas del lago en una mañana fresca y clara. Contempló el faro y el león que mira a Suiza. Luego fue a buscar la jefatura de policía. Preguntó en dos o tres edificios hasta que dio en la oficina policíaca, en donde un oficial le dio el pasaporte visado y le cobró diez y seis marcos.
El oficial, al devolverle los documentos, le llamó amablemente en español, Señor.
Larrañaga paseó por la orilla del lago. Contempló un vapor que se despegaba del muelle y, a lo lejos, los montes nevados de Suiza. En el jardín, emplazado en un antiguo baluarte, se sentó un momento. La mañana estaba deliciosa. Al poco rato apareció el ornitólogo del tren, que le saludó, y se puso a hablar en seguida de las particularidades de la emigración de los pájaros.
Sin duda, para el profesor, los países no tenían importancia más que por su valor ornitológico. Después, el ornitólogo y Larrañaga se pasearon por el pueblo.
A Larrañaga, Lindau le dio impresión agradable de ciudad tranquila, provinciana. La gente se saludaba en la calle como en las aldeas.
Vieron la casa del Ayuntamiento, recorrieron algunas calles antiguas, silenciosas, con casas góticas, y salieron de nuevo al puerto.
El ornitólogo era incansable hablando de los pájaros, y Larrañaga pretextó el tener que trabajar y se marchó al hotel donde había pasado la noche. El hotel de Baviera, Bayerischer Hof, era bonito, simpático. En el escritorio, en las paredes, se veían litografías antiguas representando el león de Lindau, el monumento de Maximiliano II y el mismo hotel de Baviera tal como fue hacía sesenta o setenta años.
Decoraban también, los pasillos de la fonda, muchas estampas.
Larrañaga se metió en el escritorio. Desde un balcón se veía el león de Lindau destacándose en el aire claro de la mañana, y el faro de piedra gris, redondo, con un reloj. Sobre el lago verde, las gaviotas revoloteaban posándose en el agua.
Larrañaga se sentó y comenzó a escribir a Pepita.
«No sé qué escribir —le decía—; no tengo nada que contarte. He visto el lago de Constanza, he paseado por el pueblo, he hablado con un profesor que me ha contado particularidades curiosas de la vida de los pájaros y ahora estoy con la pluma en la mano delante de un papel. A mi lado hay una señorita que está escribiendo. Llena páginas y más páginas sin cansarse y se oye el rasguear de la pluma en el papel. No sé si es guapa o es fea. No la veo más que de espaldas. Lo mismo me da que sea fea que guapa. Me gustaría saber qué escribe con tanto entusiasmo. Probablemente, lo que escribe será tan interesante como lo que yo te escribo a ti.
»Ahora ha entrado en el escritorio un matrimonio suizo, un viejo de barba blanca en punta y ojos azules y una vieja muy compuesta y sorda que usa trompetilla. A pesar de que no tengo que estar aquí más que unas horas y de que el pueblo este es muy bonito, la idea de pasar estas horas solitarias me aburre y me desespera.»
Pero no sólo aquel primer día, sino el segundo y parte del tercero, Larrañaga tuvo que estar en Lindau. Por la tarde del tercero recibió un telegrama de Pepita diciéndole que al día siguiente saldrían su hermana y ella de Múnich, irían por Ulm y pasarían, al mediodía, por Friedrichshafen.
Por la mañana del otro día, Larrañaga tomó el tren y fue a Friedrichshafen.
A poco de llegar se encontró en el andén con sus primas, acompañadas por Stolz. Tuvieron que pasar por este callejón y la otra ventanilla a presentarse en la oficina del pasaporte de la aduana hasta llegar al muelle.
—Nos tratan como al ganado —decía indignada Pepita.
Soledad presentó su primo a Stolz. Los dos se miraron, se estudiaron y parecieron decidir que podían ser buenos amigos.
—¿Comeremos aquí? —preguntó Larrañaga.
—No; comeremos en el mismo barco —dijo Stolz.
Entraron en un vaporcito de ruedas, llamado el San Gotardo, y pasaron al salón, en donde se sentaron en una mesa. El salón era bajo, con el techo pintado de blanco y los sillones de terciopelo rojo. Stolz encargó la comida a una criada. Echó a andar el barco. Por las ventanas se veían pasar las pequeñas olas del lago, grises y verde claras y las gaviotas que seguían al vaporcito.
Stolz comió abundantemente y, como siempre, habló por los codos.
Pepita tenía mucho apetito. Después de comer tomó café, una copa y fumó dos o tres cigarrillos.
—Pepita está lanzada —dijo en broma Larrañaga a Soledad.
—¡Ah, sí! No lo sabes bien.
—Indudablemente, Pepita, tú no tiendes como Soledad y como yo al misticismo.
—¿Para qué?
—Es verdad. ¿Para qué?, para nada. La razón, probablemente, de nuestro misticismo, es la falta de apetito.
La travesía en el barco les pareció muy corta; Larrañaga y Stolz se hicieron muy amigos. Se definió cada uno a sí mismo con cierta fantasía.
—Yo soy, de corazón, católico, y de espíritu, debrailleur —dijo Stolz, riendo—. Nunca he podido poner un orden completo en mi cabeza. Usted me encontrará seguramente confusionario. Oscilo y vacilo en mis simpatías y tendencias, pero no creo que se pueda fundar una cultura sólida más que sobre el catolicismo.
—Yo tampoco tengo ideas muy acordes —repuso Larrañaga—; en política, por mis extremos, me siento anarquista y monárquico, y en religión, ateo y católico.
—Y en el medio, ¿qué se siente usted?
—En el medio, no me siento nada.
—¿Y por qué se siente usted monárquico?
—Yo creo que la Monarquía, sobre todo la casa de Austria, contribuyó en España a conservarla europea y a eliminar elementos semíticos y africanos que, a la larga, la hubieran perdido.
—¿Y en qué momento se siente usted católico, en momentos de desgracia?
—No; generalmente, en verano.
—Hombre, en verano, ¿y por qué?
—Cuando estoy en un pueblo español y hace un calor sofocante y entro en la catedral, me encuentro tan fresco, tan a gusto, que el catolicismo me parece entonces muy sabio.
Stolz se echó a reír y dijo:
—Es un materialista.
—Yo creo que es un farsante —dijo Pepita.
Llegaron a Romanshorn, en la orilla suiza. Había salido el sol, el tiempo estaba claro, fresco; faltaba una hora para tomar el tren, y pasearon por el pueblo.
—¿Qué proyectos tenéis para Zúrich? —preguntó Larrañaga a sus primas.
Ellas no sabían qué hacer, ni a donde ir. Stolz les recomendó que pasaran el verano en Saint Moritz.
—Allí pueden ustedes veranear sin tener calor. Más bien hace frío.
—A mí no me gusta tener frío en verano. Es cosa que me desagrada —dijo Pepita.
—Pues quédense ustedes en Zúrich o vayan a Ginebra, o a Basilea. De todas maneras ya saben ustedes que me tienen prometido el ir a Berna. Me tienen que contemplar en mi gran sillón del Congreso.
—Sí, iremos a verle a usted —dijo Soledad.
—De todas maneras, tú no te separes de nosotras —indicó Pepita a Larrañaga—; le he escrito a papá que te necesitamos.
Tomaron el tren y, al comenzar la tarde, llegaron a Zúrich.
Stolz les recomendó que fueran al hotel Bauer au Lac, cerca del lago. Tomaron un auto y fueron al hotel.
—¿Quién es este señor? —preguntó Larrañaga a Pepita, refiriéndose a Stolz, cuando se encontraron solos.
—Es un diputado suizo que hemos conocido en Viena y que nos ha acompañado después en Múnich, ¿qué te ha parecido?
—Muy bien. Es un hombre muy simpático; tenéis, sin duda, suerte; yo no encuentro más que gente antipática en las fondas y en los trenes. Muchas veces renunciaría al viaje sólo por no ir en compañía desagradable.
—Yo no veo tanta gente antipática —dijo Soledad.
—A mí no me importa que los que vayan conmigo en el tren sean simpáticos o antipáticos —repuso Pepita.
—Eres más fuerte que yo; pero, a pesar de lo que dices, se ve que das valor a la simpatía. Ahí está el caso de Stolz.
—Sí, doy valor a la simpatía desde el momento que tengo relación con una persona. Stolz es un hombre muy amable y probablemente muy bueno.
—Es de esos alemanes que, como decía Stendhal, no tiene el sentimiento del odio impotente.
—Bueno. Tenemos que hacer nuestro plan; porque tú te quedas con nosotras. Papá lo ha decidido.
—Estaré encantado. Seré vuestro secretario.
—Más bien nuestro consejero.
—Consejero y padre espiritual. Eso cuadra perfectamente con mis inclinaciones.