UNA COMIDA
El profesor A nos hablará de la prehistoria; el coronel B, contará su campaña de Serbia; el pintor C, nos explicará la diferencia que hay entre el cubismo y el expresionismo; el doctor D, nos dirá cómo se distinguen los esquizofrénicos y los paranoicos; el farmacéutico F, cómo se pueden separar las vitaminas; la profesora G, disertará sobre la diferencia de la inteligencia en las niñas; el crítico H, hablará de la escultura de los hititas; la señorita I, sobre Dostoievski, y todas las letras del alfabeto disertarán, hablarán, pedantearán, entre humo de tabaco, cerveza, risas y exclamaciones guturales.
Esta conversación alemana es varia, nutritiva, enciclopédica. Puede tener como lema la divisa ambiciosa de los románticos: «Todo en todo».
«La conversación alemana», Las estampas iluminadas
Al día siguiente, Stolz dijo a Pepita y a Soledad que tenían que ir a casa de Fischer. Tomarían el tren, porque la villa donde vivía su amigo se hallaba a algunos kilómetros de Múnich.
Llegaron a la villa del americano, hermosa casa con un magnífico bosque y gran jardín. Fischer salió a recibirles y presentó su sobrina a Soledad y a Pepita.
La sobrina Berta, a pesar de que tenía ya dos hijos, era por su aspecto infantil y por sus colores una muchachita. Berta les preguntó si preferían comer en el campo o en el interior, y Pepita, a quien no gustaba el sol y el viento, dijo que prefería el interior.
La villa de Fischer estaba en medio de un parque, rodeada de árboles. Por dentro se hallaba amueblada a la americana, muy cómodamente; los cuartos tenían ventanas de guillotina y chimeneas bajas de ladrillo.
Pasaron a un saloncito lleno de gente y fueron presentadas.
El marido de Berta era mozo alto y rubio, de cara inexpresiva y aspecto de estudiante. Había un matrimonio de músicos; él, con aire brutal, los ojos negros, melenas y los pómulos salientes; ella, como una muñequita recién pintada; dos señoras: una de ellas muy imponente, muy guapa, y la otra, de pelo blanco, con sombrero de hombre y unas botas como dos gabarras. Estaba también un poeta con su mujer. El tal poeta tenía aspecto. Era moreno, con el pelo ensortijado y la cara correcta. Su mujer parecía insignificante. El poeta volvía de España. Había estado en Andalucía reorganizando la biblioteca de un príncipe.
Estaba también una muchacha alta, grande, de color blanco intenso y el pelo rubio de oro pálido, tipo de Alberto Durero o de Cranach. Esta señorita, empleada en un Ministerio, dijo que era espiritista y teósofa, lectora de Rodolfo Steiner, el fundador de la antroposofía, y que ella había comprobado fenómenos extraordinarios.
«¿Y qué es lo que ha comprobado usted?», le preguntó Stolz.
La muchacha no supo decir nada de lo que había comprobado; únicamente aseguró que había que combatir el materialismo, y que ella creía que las desgracias eran útiles, porque despertaban fuerzas escondidas en el alma.
«Sí, sí; estoy con usted. Me parece bien combatir el materialismo —repuso Stolz; pero no con las mixtificaciones de la antroposofía.»
Pasaron al comedor y se sentaron a la mesa.
Pepita estaba entre el dueño de la casa y Stolz; Soledad, entre el músico y el poeta.
Fischer galanteó a Pepita; Stolz comió como de costumbre; la señora de la casa atendió a sus convidados y, de pronto, todo el mundo se puso a hablar frenéticamente. Se sirvieron en la mesa gran variedad de vinos, sobre todo de vinos españoles, y se trincó de lo lindo. La señora del pelo blanco y del gabán de hombre, que había sido, o era aún, profesora, habló del Greco; dijo que algunos afirmaban que era judío; pero ella lo dudaba, teniendo en cuenta los caracteres de la mentalidad de los semitas. Con este motivo se discutió sobre la nacionalidad de los grandes hombres de los diversos países, desde un punto de vista étnico, con lo cual todos los pobres grandes hombres cambiaban de país. Jesucristo no era semita, sino ario. Bonaparte no era francés, sino italiano; Kant no era alemán, sino escocés; Beethoven era holandés; en cambio, Dante, Leonardo y Miguel Ángel era alemanes; Velázquez, medio judío; Montaigne, mixto de gascón, de vasco, de español y de judío; Dostoievski, lituano; Tolstoi, alemán; Pushkin, abisinio…
«El hombre cándido y sencillo —afirmó Stolz— cree que cuando se dice una palabra, como francés, inglés, ruso, español, esta palabra indica algo; pero el antropólogo demuestra, o trata de demostrar la inanidad de estas palabras. Para él el francés no es francés, sino celta, kimri o germánico; el inglés es sajón, picto o anglo; el español, ibero o ligur. Todos tenemos, al parecer, las etiquetas cambiadas, con lo cual hay una confusión de mil demonios.»
Después, la profesora hizo algunas preguntas a Pepita sobre España, y, a pesar de no conocer el país y de no haber leído gran cosa acerca de él, afirmó rotundamente que era una nación inmóvil, estancada, detenida en su desarrollo y degenerada por el clericalismo y la superstición.
Pepita le contestó con gracia no exenta de acritud.
—Es como una avispa —dijo Stolz a. Soledad riendo—. Se podría hacer una fábula: La Vaca y la Avispa.
El amo de la casa suavizó la discusión.
—En realidad, nadie entiende a los demás países —dijo—. Parece que sí, pero es una ilusión; lo más que puede hacer uno, al encontrarse ante las culturas extrañas, ante formas de vivir diferentes a la nuestra, es describirla con el mínimum de prejuicios.
—Si es que es posible llegar al mínimum de prejuicios —dijo Stolz.
—Es cierto —añadieron algunos.
—Sin embargo —saltó el marido de la sobrina de Fischer, dirigiéndose al poeta—. La vida del Sur de España es una vida africana.
—No, nada de eso, todo lo contrario.
El poeta aseguró que consideraba a Andalucía como país completamente germánico. El andaluz seguía siendo el vándalo y, según él, conservaba sus características raciales.
¡Los andaluces de Sevilla eran mucho más alemanes que los habitantes de Berlín!
Él había examinado a los toreros andaluces y todos podían considerarse como alemanes. Su valor, su frialdad, su audacia, eran, completamente de índole germánica.
Pepita y Soledad contemplaron al poeta asombradas.
Stolz habló de lo que para él constituía la superioridad en las razas. La tal superioridad se manifestaba por el amor a la naturaleza, por el desinterés y el entusiasmo por lo noble y lo atrevido. De ahí que Stolz tuviera antipatía por los judíos, que veían en el mundo, principalmente, lo material y lo económico; el comprar barato y el vender caro.
Estas condiciones de idealismo, de desinterés y de amor a la naturaleza, es lo que caracterizaba, según él, a los germanos.
Fischer y el poeta protestaron.
—Todos los autores —dijo Fischer— aseguran que el sentimiento de la naturaleza, como cosa típica, es un sentimiento moderno.
—No creo en todo lo que dicen los autores —aseguró Stolz—. En aquella elegía de Ovidio de las Tristes, cuando el poeta se despide de su mujer para ir desterrado y habla de la noche y de las estrellas, da una sensación de la naturaleza.
—¿Así que para ti Ovidio era un germano?
—¿Por qué no?
—De esta manera se les puede llamar también germanos a Moisés, a Jesucristo y a Mahoma.
—Es muy posible que lo fueran.
—No fantaseemos demasiado —dijo el amo de la casa—. Respecto a lo que decíamos de la naturaleza parece que los romanos, que atravesaron Suiza varias veces, no encontraron en sus montañas el menor atractivo, y Julio César, delante de los Alpes, se decidió a escribir un Tratado de analogía gramatical, probablemente para matar el fastidio y el aburrimiento.
—Este, sin duda, no era germano —dijo Stolz.
—Hoy, en la juventud —añadió Fischer—, gusta más la naturaleza el monte, la selva, el glaciar. La vejez se inclina más a la obra artística, a la contemplación de la iglesia, del palacio, del cuadro o de la estatua. El sentimiento de la naturaleza nace de una tendencia panteísta.
—Y el panteísmo es moderno —dijo la señora sabia con su sombrero de hombre.
—En nuestros tiempos —siguió diciendo Fischer— el panteísmo filosófico viene de Spinoza, que no era precisamente germano, sino semita. Los viajeros antiguos que hablan de los montes y de las breñas los consideran como obstáculos al paso, como dificultades que pueden producir molestias o terror más que admiración. En las literaturas antiguas, la belleza de la naturaleza consiste principalmente en su riqueza. «Es una posesión magnífica, me decía una vez un americano con referencia a una finca de California. Todo es llano, no hay en ella un árbol».
La señora del gabán y del sombrero de hombre cogió al aire una ocasión para hablar de prehistoria; y se la vio, tomando de víctima a la muchacha rubia teósofa, perderse en el achelense, prechelense, magdaleniense y demás. Con el achelense y el magdaleniense se mezclaban los términos de crítica musical que empleaba el violinista y con las descripciones del poeta venido de España, lo que constituía un hermoso barullo.
—Vamos a tomar el café en el jardín —dijo Fischer a Pepita—. Verá usted cómo se apaciguan los ánimos.
Salieron, se sentaron en una glorieta y las discusiones cesaron. El poeta sacó el reloj, dijo que tenía que estar a las cinco en la ciudad; la muchacha rubia teósofa esperaba a una amiga en su casa. La señora sabia tenía que hacer una visita.
Recorrieron el parque.
—Hay que decir a mi amigo el Piscator que toque el violín —dijo Stolz—; se opondrá, pero hay que obligarle.
Volvieron de nuevo al salón.
El señor de aire brutal, moreno, y con los pómulos salientes, que discutía de música, se puso al piano y tocó dos o tres sonatas, sin duda, de grandes dificultades, haciendo sonar el piano como si estallase una tempestad.
Después, su mujer, la damisela pintada, flaca como un esqueleto, tras de atracarse en la mesa y de beber como un soldado, fue al piano con un aire soñador, se sentó en actitud muy triste y muy estudiada, y de pronto empezó a tocar con energía extraordinaria y golpeó las teclas con furia y agitó la melena. Era algo como de magia, un cadáver que vuelve a la vida.
—Parece que toca muy bien —dijo Pepita a Soledad.
—Muy bien.
—Yo, como no entiendo mucho.
—Es una mujer admirable —dijo Soledad, que no tenía la admiración tan difícil como su hermana.
La muñequita, que se convertía en furia ante el piano, dejó de tocar y se echó en un diván con el mismo aire de niña anémica y sin fuerzas.
Después tocaron en el violín, a dúo, Fischer y su sobrina.
Tocaron algo clásico, muy claro, y lo hicieron de una manera admirable. La misma Pepita se entusiasmó.
—¡Qué canalla! —dijo Stolz—. Es un charmeur. Este Piscator, ¡cómo pesca las notas!
Se veía que Fischer se cansaba tocando y no quiso seguir.
Los invitados comenzaron a marcharse.
—Tienes que enseñar tu cuarto a estas señoritas —dijo Stolz—. Su cuarto de brujo.
Fischer las llevó a su cuarto. Era sitio curioso, local grande, con su hornillo de alquimista en un rincón; muchos libros, algunos en pergamino; mapas antiguos, pájaros y lagartos disecados, fetiches y amuletos de Asia; un pequeño museo con flechas, lanzas, máscaras de indios. Se veía que la curiosidad del violinista llegaba a todo. Las ventanas pequeñas daban a lo más sombrío del parque.
—Es todo muy bonito, muy curioso —dijeron Pepita y Soledad.
Fischer y su sobrina acompañaron a Soledad, a Pepita y a Stolz hasta un tranvía, y allí se despidieron muy efusivamente.
Este lago de Constanza no tiene en sus aguas el azul profundo de los lagos suizos en contraste eterno con la blancura de las montañas cubiertas de nieve.