INQUIETUDES Y CHARLAS
Nuestra época ha vivido de ilusiones, de locas ilusiones puestas en el porvenir. La materia con que se crean las ilusiones y las esperanzas se ha agotado al fin y ha venido la liquidación de los sueños y de las esperanzas, y para esta liquidación, como para todas las liquidaciones comerciales, han aparecido los judíos.
«Era de ilusiones», Fantasías de la época
Llegaron a Múnich y se instalaron en el hotel Wolf. El ingeniero suizo acompañó a las dos hermanas a cenar en el restaurante.
Después de cenar dieron un paseo y cada cual se marchó a su cuarto.
Pepita se acostó un tanto preocupada con el horóscopo del señor Fischer. Era, indudablemente aquel, un hombre agudo, inteligente, de gran penetración.
A pesar del cansancio del viaje, Pepita tardó mucho en dormirse, preocupada con su situación espiritual; las palabras de aquel señor le habían agitado, dando a sus inquietudes más relieve.
Indudablemente, no se entendía con su marido. No existía entre ellos un acuerdo íntimo, pero en la vida cotidiana en Bilbao, el desacuerdo no se notaba o, por lo menos, no quedaba tan al descubierto. Buscar intimidad espiritual mayor, hubiera parecido a los dos, romanticismo. El ambiente extranjero les enseñó de pronto que no se querían ni se consideraban.
Ella, indudablemente, no estimaba nada, absolutamente nada, a su marido; sentía por él profundo desprecio y, sin embargo, hubiera hecho cualquier cosa por llegar a un acuerdo para no separarse de él.
En parte, lo legitimaba. Fernando, su marido, estaba en una época de erotismo agudo; todas las mujeres le llamaban la atención y le excitaban menos la suya. Se le veía mirándolas con ansia y Pepita le encontró varias veces, durante el viaje, hablando con las criadas de las fondas con aire significativo.
Fernando, en el fondo, odiaba a su mujer. La consideraba superior. Sentía su superioridad en todo. Tal superioridad, reconocida a regañadientes, era una de las causas de su antipatía.
Fernando profesaba admiración y temor por su suegro. El señor Larrañaga, con su mal genio, le imponía. El pensar en tener que dar explicaciones al suegro hacía que preparase coartadas y vistiera todos sus actos con un aire de hipocresía muy hábil.
Pepita pensaba durante el viaje: «Es probable que al llegar el momento de las explicaciones al volver a casa, teniendo yo razón, resulte como no teniéndola».
Varias veces decidió aceptar la injusticia de aparecer ella como suspicaz y estúpida y volver a Bilbao y dedicarse a la iglesia, pero su naturaleza era demasiado viva y rebelde para resignarse.
En los primeros días del viaje Pepita y Fernando no hicieron más que reñir.
En Dresde conocieron a un matrimonio holandés sin hijos, y Fernando se entendió con la holandesa de una manera descarada.
Fueron a Viena, y al poco tiempo se presentaron los holandeses. Fernando y la holandesa tomaron unos cuartos en el hotel que se comunicaban. Pepita, indignada, pidió explicaciones a Fernando, y en una escena borrascosa y en ocasión en que su marido se mostró grosero y burlón, ella, sin poder contenerse, le pegó una bofetada. Fernando la agarró del puño, se lo retorció y estuvo a punto de darle un puñetazo, pero al interponerse Soledad se contentó con empujarla.
Pepita se decidió a escribir una carta a su padre, pero luego de escrita no la echó al correo.
En la carta contaba lo ocurrido con toda, clase de detalles.
Después pensó que su padre, como hombre poco sentimental, se encolerizaría, obligaría a su marido y a ella a volver inmediatamente a Bilbao y llevaría el asunto a una solución rápida, violenta, quizá a la larga, peor.
Pepita rompió la carta; al día siguiente se le ocurrió escribir a su primo José Larrañaga, pero la cosa era difícil, y los dos o tres borradores que garrapateó, unos por demasiado expresivos, otros por ñoños, los tuvo que romper.
Después de algunas vacilaciones, decidió que Soledad escribiera a su padre.
«Escribe a papá —dijo a su hermana—. Dile sin exageración lo que ha ocurrido, cómo he reñido con Fernando y que quizá convendría que viniera José para aconsejarnos.»
Al decir esto, Pepita se dio cuenta de que aquello de aconsejarlas era una fantasía. Deseaba verse con Joshé para hablar con él y para distraerse.
A Soledad le pareció muy bien la indicación de Pepita y escribió a su padre en el sentido indicado.
El señor Larrañaga, al parecer tomó a bien cuanto decía su hija y escribió a su sobrino a Rotterdam, diciéndole que avisara a Pepita por si le necesitaba.
«Parece que Pepita está reñida con su marido —le decía— y que está descontenta. No creo que sean tonterías. Tengo confianza en ella y no la he visto hacer necedades. Como tú eres amigo de los viajes, toma unos cuartos y vete a reunirte con Soledad y Pepita. Actualmente están en Viena en el hotel Bristol, donde puedes avisarlas por telégrafo.»
José Larrañaga telegrafió a Pepita. Ella le contestó desde Viena.
«Papá dice que vengas a buscarnos. Si puedes, ven. Vete a Basilea y telegrafíame dónde paras.»
Larrañaga fue a Basilea y dijo por telégrafo a su prima que se encontraba en el hotel Euler.
Poco después, Pepita respondió a Larrañaga: «Espéranos en Lindau, en la frontera de Baviera».
Pepita suponía a Larrañaga en Lindau.
Estaba deseando encontrarse con él aunque, en parte, también lo temía.
En su insomnio pensaba en las muchas eventualidades que podrían sobrevenir. La frase del señor Fischer «usted no puede vivir sin amor», le inquietaba. Sentía que era verdad. Fernando había huido de ella y ella sin amor no podía vivir. No quedaba más solución que la desgracia o el adulterio, y con el adulterio la vergüenza y el deshonor. Esta idea le espantaba y la conturbaba.
Después de pasar muchas horas sin dormir, Pepita pudo, por fin, conciliar el sueño.
De mañana, Stolz se presentó en el comedor del hotel, florido y rozagante.
Acompañó a las dos hermanas a ver la ciudad, y les dijo que al día siguiente, si querían, irían a comer a casa de Fischer, el americano.
A Soledad y a Pepita les gustó mucho Múnich. Stolz les acompañó hasta la entrada de la Pinacoteca y después volvió por ellas.
—¿Les ha gustado el museo? —les preguntó luego.
—Sí, es muy hermoso —contestó Pepita—, pero a mí me harta en seguida el ver museos; no soy una artista. Hemos estado mirando y riéndonos con un cuadro de Brueghel, El país de Jauja. También nos ha gustado una Anunciación, del Greco, y un paisaje de Patinir.
Después de comer, Stolz llevó a las dos hermanas a una gran cervecería, en donde tocaba una banda militar.
—Es enorme —dijo Pepita—. Y la gente, ¿no habla?
—No, oye.
—A mí no me gusta sustituir con la música la conversación.
—Porque no te gusta la música —dijo Soledad.
—Es que tampoco me gustaría que al acabar de comer me dijeran: «Ahora vamos a leer en voz alta un trozo de Homero o de Cervantes o de quien fuera». Mandaría a paseo al que me lo propusiera.
—Es que los alemanes no saben conversar. Les gusta más escuchar —dijo Stolz, riendo.
—Pues yo, como no tengo nada de alemana, mejor que en uno de esos cafés con orquesta, estaría en una buhardillita teniendo alguien con quien hablar.
—Pues como veo que no le gustan a usted las grandes orquestas, vamos a la calle.
Stolz les habló de la revolución comunista y les señaló los puntos donde el estudiante Noske dio la batalla a los maximalistas bávaros. Stolz era reaccionario y antisemita. Todos aquellos judíos mesiánicos, como Trotsky, Bela Kun y Zinovieff, le parecían repugnantes. Kurt Eisner, el socialista asesinado en Múnich, era, según él, uno de los hombres más pedantes y autoritarios.
Stolz, curioso de revoluciones, había estado en Budapest durante la dictadura de Bela Kun y asistido a la derrota de los comunistas, en agosto de 1919 y a la matanza de judíos bolcheviques en las calles de la ciudad húngara.
—¿Y era curioso el aspecto de Múnich durante la revolución? —preguntó Pepita.
—Nada. Todo iba tomando un aire horrible. Era como el cieno que va apareciendo cuando se revuelve un estanque.
—Pero, al menos, la ciudad estaría distinta.
—Claro. Había gentes de aire patibulario, grupos, tumulto, pero la ciudad esta, que es esencialmente burguesa, no manifestaba más que asombro. Yo tenía mala idea de la revolución, pero la adquirí peor. Esta revolución no era más que una algarada de pocos, una serie de bocinas o de altavoces repitiendo lugares comunes en todos los tonos y de todas las maneras. ¡La eterna moral absoluta que comenzará mañana! Como si el día de mañana no tuviera que ser como el de hoy y como si los hombres a fecha fija, fuesen a dejar a un lado odios, envidias, egoísmo y vanidad.
—Le encuentro a usted pesimista, señor Stolz —dijo Pepita.
—Pesimista de lo que me parece malo. No crea usted; yo he sido socialista en mi juventud, pero ahora no lo soy. Reaccioné primero contra la teoría y la concepción materialista y económica de la historia, pero quería ver la Revolución en sus hechos.
—¿Y le pareció a usted mal?
—Horrible, vulgar. La revolución es una época para histriones. Todos los gritos sirven, todas las necedades tienen valor, todos los pedantes alcanzan un pedestal. No hay que tener historia, ni cultura, ni documentación ninguna. Basta saber gritar. Cuanto más estúpido sea este grito, más estridente y más necio, se tiene más prestigio. El que pueda encontrar ante la multitud el aullido del hombre de la caverna, será vitoreado y llevado en triunfo.
—Mala idea tiene usted de la gente.
—Es posible que en un pueblo latino la revolución sea más pintoresca: aquí no salieron a flote más que los instintos de un populacho brutal sin genialidad con un sentido demoníaco de rabia y de pillaje.
—Es raro.
—No, no es raro. El alemán no puede vivir más que con disciplina estrecha. El maximalismo aquí, como todo lo popular, en Alemania tomó aire de fiesta gimnástica. Grupos marchando al paso y cantando la Internacional o la Marsellesa, músicas, tambores, tuvimos todo este estrépito hasta que empezó la canción de las ametralladoras. Entonces, cosa muy natural y muy alemana, ejército y sublevados volvieron al orden y a la disciplina y se batieron unos y otros como militares. Es indudable que en un pueblo como el alemán, disciplinado, la indisciplina es más cerril y más bruta que en un pueblo latino.
—Y las mujeres, ¿tomaron parte en la Revolución?
—Sí, pero no se distinguieron. Nuestras Euménides se mostraron como modestas bacantes, llenas de pedantería y de cerveza.
Según Stolz, antiguo socialista, la tentativa maximalista había sido un fracaso ridículo. Había que seguir por el viejo camino llevando todos los lastres antiguos. Otra cosa era imposible.