EL HORÓSCOPO DEL SEÑOR FISCHER
Todos tenemos en la práctica una fisiognomía instintiva, arbitraria y caprichosa. Los brujos y los astrólogos antiguos creían poder relacionar la forma de las facciones humanas con el sol, la luna y las estrellas, lo cual les servía para la adivinación. Lavater había inventado una seudociencia que necesitó para explicarla tomos y más tomos; los demás poseemos nuestro sistema fisiognómico enredado con nuestros instintos. Cuando el hombre supone que una mujer, por ser más morena o más rubia, es mejor o peor; cuando la muchacha piensa que el hombre bajo o alto, claro u oscuro, chato o narigudo, es más noble o cariñoso; todos ponen en práctica principios de fisiognomía caprichosa y apasionada.
«Fisiognomía caprichosa», Fantasías de la época
Un par de horas después de volver a su vagón, Pepita y Soledad vieron entrar a Stolz con un señor cano, pequeño, vestido de negro, a quien presentó. Era su amigo el señor Fischer.
—El señor Fischer, en latín Piscator —añadió Stolz riendo.
El señor Fischer, hombre simpático, moreno, nervioso, tenía un tipo entre español e inglés: la cara larga, afilada, expresiva y sonriente.
Era suizo y había sido durante veinte años dueño de un hotel en una ciudad de California. Por entonces vivía en Múnich.
—Mi amigo Fischer, el Piscator, es un estuche —dijo Stolz—. Yo les iré mostrando la cantidad de perfecciones que tiene. Toca el violín maravillosamente. Es un Paganini. Además, tiene el gran talento de no necesitar de comer para vivir.
—No, no es que yo no necesite de comer para vivir; es que tú eres un bárbaro, un Gargantúa —replicó el señor Fischer—. Come todo lo que le ponen: carnes, grasas, alcohol, ¡uf! El mejor día va a reventar.
Stolz se echó a reír a carcajadas.
—Es un pesimista este Piscator —dijo—. Todo le parece mal. ¡No coma usted esto! ¡No haga usted lo otro! Es malísimo. Es peligrosísimo. Nada. A mí no me pasa nada. Cada vez estoy mejor, más fuerte y más alegre. Él, en cambio, cada vez está más flaco, más aguileño y más descontento. Todo le fastidia. En verano, el calor, el polvo, las moscas, la luz del sol; en invierno, el frío, la humedad, la niebla…
—Este hombre es un bárbaro, un beocio, un verdadero huno —repuso Fischer.
Stolz se reía a carcajadas de manera infantil y sacaba a cada paso bocanadas furiosas de humo de sus labios.
—Otra de las habilidades que tiene este hombre flaco que ven ustedes —dijo Stolz— es que es un poco brujo y, si ustedes quieren, les hará el horóscopo.
—¿De verdad? —preguntó Pepita.
—Sí, soy un aprendiz de mago —contestó Fischer—; pero no soy capaz de hacer más horóscopos que aquellos que estén basados en el sentido común…; pero, en fin, me precio de tener algún conocimiento de las personas.
—¿Pero hay algo de cierto en esa ciencia de los horóscopos? —preguntó Pepita.
—Hay algo, naturalmente; pero nada misterioso ni mágico, sino sencillamente algo que se relaciona con el poder de observar.
—Explíquenos usted alguna cosa.
—No cabe duda —dijo Fischer— que una persona produce en otra una reacción. Esta reacción es la base del conocimiento. Casi siempre es la indiferencia; en ocasiones, la atracción o la repulsión, y a veces la reacción, es mixta. Si se pone uno a analizar y detallar la sensación y a contrastarla con la expresión de la fisonomía, el primer punto que se presenta es este: ¿Se trata de una persona sincera o de un individuo que finge? En general, el tipo insincero se descubre fácilmente. La ficción es muy fácil de señalar. La persona sincera es casi siempre la que constituye el gran problema, la máxima dificultad. Para llegar al conocimiento de un carácter hay muchos datos. La forma del cuerpo, la arquitectura de la cara, el color, la voz, la expresión al hablar, la manera de mostrar la mano, el dibujo de esta y de los dedos, los movimientos, la manera de andar, de sentarse, etc. Indudablemente, el médico, el empleado, el catedrático, el cura, tienen sus hábitos profesionales, sus pequeñas rutinas, y las tiene el usurero, el vanidoso, el egoísta, el cínico. Entre las mujeres, la mujer soltera, la casada, la mística, la mundana, la cocotte, se producen, se manifiestan ante el público de un modo especial; hay una manera de ir y venir, de hablar y de sentarse, que para el que va aguzando la costumbre de la observación es casi siempre muy clara. También es muy esencial la voz, que a veces da de improviso la característica del temperamento; es también de mucha importancia el vestido, las joyas, el anillo de casada, el peinado, el calzado y el perfume, que tiene gran relación con la manera de ser instintiva de una persona.
—Aun con todo eso debe ser muy fácil el equivocarse —dijo Pepita.
—Ah, claro. Naturalmente hay que huir de las preocupaciones literarias, que son la mayoría de las veces rutinas, maneras de ver que alejan de la realidad. Es conveniente tantear varias conversaciones para averiguar los gustos y las ideas de la persona que se trata de estudiar, y también me parece práctico recordar figuras parecidas a la que se observa, porque es indudable que hay una relación, aunque no sea siempre constante entre la figura y el tipo psicológico.
El señor Fischer cambió de pronto la conversación y contó un crimen misterioso ocurrido en un pueblo de California, descubierto por un detective observador con muchos detalles y mucho arte.
—Este mago —dijo Stolz—, este Piscator ha fracasado en la vida en una porción de cosas, hasta que, por último, hizo su fortuna, de fondista en América.
El señor Fischer reconoció que tanto como doctor en filosofía, como violinista y como mago, tuvo muy poca suerte, quizá porque no valía para ninguno de aquellos oficios y que, en cambio, como fondista, en menos de veinte años pudo conseguir hacer una fortuna.
—Ahora vive en Múnich con una sobrina casada que le quiere como a su padre y está encantado con los pequeños —dijo Stolz.
—¿Ustedes piensan quedarse en Múnich? —preguntó Fischer.
—Sí, probablemente nos quedaremos unos días a esperar unas cartas —dijo Pepita.
—Vengan ustedes un día a comer a mi casa. Stolz les acompañará.
—Muchas gracias.
—Pasaremos un rato agradable —dijo Stolz—.
—¿Es bonito Múnich? ¿Es alegre?
—Es una Atenas germánica —contestó Stolz—. En Múnich —indicó Fischer— tiene usted un poco de Atenas, un poco de Roma y un poco de Florencia, pero por encima de los propíleos y de las logias, sobre todo el arte guardado en los museos, está el bock de cerveza, que es para los munichenses algo colosal.
—Sin embargo, la ciudad está bien —repuso Stolz.
—Demasiado clasicismo —añadió Fischer—; pinacoteca, gliptoteca, frontones… y demasiada cerveza.
—Aquí, en Múnich, la unidad es el litro —dijo Stolz.
—Eso es lo alemán, lo de ustedes —saltó Pepita.
—No, también lo alemán es el vino —replicó Fischer—, y yo estoy más por el vino que por la cerveza.
—Tú estás por el vino con agua mineral.
—¡Puah! Yo, en esta cuestión, soy ecléctico —aseguró Stolz.
—Claro. Tú eres un gargantúa —contestó Fischer.
Fischer creía que el vino debía ser menos malo que la cerveza. Contó que Kant aborrecía la cerveza y que cuando le daban la noticia de que alguno había muerto, decía invariablemente: «Sería algún bebedor de cerveza». En cambio, Bismarck creía muy bueno el alcohol, porque eliminaba a los débiles y a los flojos.
—No sé —dijo Fischer— cómo Brueghel no pintó la guerra de los partidarios del vino contra los de la cerveza; sería, poco más o menos, la misma guerra del aceite contra la manteca, del sol contra la lluvia y de la vocal contra la consonante.
El señor Fischer estuvo fantaseando después largo rato acerca de la vida de Múnich y comparándola con la de Viena y Berlín y la de las ciudades americanas.
Llevaban ya algún tiempo de conversación cuando Stolz y su amigo se levantaron para despedirse.
—Perdone usted —dijo Pepita al señor Fischer—, se olvida usted de algo.
—¿De qué me olvido? —preguntó el americano, extrañado.
—Se olvida usted del horóscopo que nos ha prometido.
—¿Lo he prometido de verdad?
—Yo creo que sí.
—¿Quiere usted que lo haga?
—Sí… es decir, a no ser que sea tan terrible que me vaya a espantar, y en ese caso no quisiera que lo hiciera usted.
—Ya sabe usted, ya le he dicho que mis horóscopos son más bien deducciones de un buen sentido vulgar y nada más. Primero hago, si puedo, el diagnóstico de la persona; después, el pronóstico.
—Bueno. Veamos el diagnóstico.
—Me parece usted una mujer muy mujer, muy coqueta, bastante enérgica, muy apasionada, de sangre hirviente, en último término, encantadora.
—¡Muchas gracias!
—Nada de gracias. En los horóscopos hay que permitirse el lujo de ser veraz. Es usted muy latina, no le gusta Alemania, es usted poco religiosa y casi nada musical.
—Es verdad, ¿casada o soltera?
—Casada y a punto de reñir con el marido.
—¡Qué extraño!
—Extraño, pero verdad. El marido no le entiende a usted y usted está pensando en vengarse… pero vacila. Usted no puede vivir sin amor. Naturalmente será usted muy solicitada, y entre los amigos habrá muchos que tendrán para usted una sonrisa de ogro. Si tuviera usted hijos no pensaría usted en vengarse, pero no los tiene… quizá se la ha muerto alguno. Ahora hay quien la preocupa, quizá un antiguo adorador. Si se vengará usted o no se vengará, naturalmente, no lo sé. Sería mejor no vengarse. Mi opinión es que, haga usted lo que haga, saldrá usted siempre bien, porque hay en usted un instinto de audacia mitigado por la inteligencia.
Pepita se había ruborizado al oír las palabras del señor Fischer y había quedado después roja y turbada.
—¿Es verdad lo que ha dicho? —preguntó Stolz, cándidamente.
—No digo que sea verdad ni que no lo sea —contestó Pepita.
—Hace usted bien —replicó Fischer. No hay necesidad de descubrir el punto vulnerable, ni al amigo ni al desconocido.
—¿Y a usted, señorita —preguntó Stolz, dirigiéndose a Soledad—, no le harán el horóscopo?
—Yo no tengo carácter.
—Yo no lo creo así.
—A esta señorita —dijo Fischer— no le interesa su horóscopo.
—No; me interesa; pero creo que mi destino ha de ser muy vulgar.
—Yo no pretendo conocer su destino. Respecto a su carácter, indudablemente es más tranquilo que el de su hermana. La sangre no corre tan impetuosa. Usted tiene el carácter más dulce. Ella es el allegro vivace al lado del adagio melancólico. Su hermana es, indudablemente, más enérgica; usted, más buena y más sentimental. Si se encuentran ante un obstáculo, su hermana saldrá de él atropellando lo que le estorbe y a usted creo que no le pasará lo mismo.
—Tiene usted razón —dijo Pepita.
—Su hermana —añadió Fischer, dirigiéndose a Soledad— no tiene el menor espíritu de sacrificio.
—Yo, ninguno —exclamó Pepita.
—Y usted, sí.
—Ella finge también ser dura —dijo Soledad, queriendo defender a su hermana.
—Si se quedan ustedes en Múnich unos días, yo las acompañaré —dijo Stolz.
—¿Dónde podríamos quedarnos?
—Cerca de la estación hay varios hoteles. Yo voy a uno de ellos, al hotel Wolf.
—Bueno, pues iremos también nosotras.