EN EL «EXPRESS»
Viena era una sonata de Mozart, con intermedios de Strauss. Gran metrópoli, alegre, aristocrática, marchaba al compás de un adagio tranquilo.
Poseía la gracia, la elegancia, la música, las mujeres bonitas, los diplomáticos, los príncipes, los jesuitas y las pelucas…
En ella quedaba un rastro de Italia y de la Europa Meridional, algo de España, un poco de Oriente y otro poco de Occidente.
Se sentía Viena cosmopolita por naturaleza y aristocrática de corazón. Cantaba su canción refinada y bailaba el vals, sobre sus tacones rojos, del brazo de su viejo y apolillado Habsburgo. Desgraciadamente, la elegante dama bailaba sobre un volcán. El vecino plebeyo de Berlín le metió en los terribles trotes de la guerra y, al perder la partida, le pusieron el cuchillo en la garganta.
El velche y el anglo, con el garrote en la mano, hicieron pasar a la noble señora del trono al lavadero.
Hoy Viena guarda en el corazón el recuerdo de su viejo y apolillado Habsburgo, compañero de valses y de minuetos, y su memoria tiene la nostalgia de las pasadas grandezas.
La ciudad elegante y aristocrática está de luto riguroso, quizá todavía por mucho tiempo…
Viena era una sonata de Mozart, con intermedios de Strauss.
«Viena», Croquis sentimentales.
Salidas de Viena, por la mañana, Pepita y Soledad marchaban en un vagón de primera en el exprés, cruzando el campo austriaco. Veían a veces distraídamente a lo lejos la faja, tan pronto azul, tan pronto verde y morada, del Danubio, que se extendía por los valles como un estanque, se estrechaba entre rocas, flanqueado de montañas erizadas de castillos en ruinas.
Al decir, el mozo del restaurante: comienza el primer servicio, las dos hermanas se levantaron de sus respectivos asientos y se encaminaron hacia el dinning-room.
Se hallaba este muy lejos. El tren era enorme.
Fueron balanceándose, tropezando en las paredes de los pasillos con los vaivenes, producidos por la rápida marcha, hasta llegar al comedor.
No había mesa vacante para las dos y estuvieron vacilando en sentarse separadas, hasta que un señor, alto, rubio, vestido de chaquet negro y con abundante melena rubia, se levantó y les invitó a sentarse a su mesa.
—Siéntense ustedes —les dijo en francés, sonriendo—. Aquí hay una silla vacante y además el sitio de un amigo que parece que no quiere venir.
Pepita y Soledad se sentaron a la mesa.
—Les conozco a ustedes del hotel Bristol, de Viena —dijo el señor del chaquet—. Me llamo Paul Stolz; soy diputado del Parlamento suizo.
A esta presentación, Pepita contestó:
—Nosotras somos españolas. Mi hermana se llama Soledad Larrañaga; yo, Pepita. Mi marido es comerciante en Bilbao.
—Yo soy ingeniero.
Se sentaron los tres.
—¿Hace usted obras? —preguntó Pepita.
—Algunas he hecho; pero mi especialidad son los proyectos fantásticos. Soy ingeniero de cosas irrealizables y de sueños idealistas e insensatos.
—Eso no le dará a usted mucho dinero —dijo Pepita.
—Tiene usted razón. Afortunadamente para mí, mi padre es un industrial práctico, ingeniero de cosas posibles.
El señor Stolz se quedó durante algún tiempo mirando al techo y sonrió. Vino el mozo con la fuente de la comida.
Pepita notó que el ingeniero, a pesar de su gusto por las fantasías idealistas, tragaba como un tiburón. El señor Stolz notó, a su vez, que Soledad comía poco.
—Perdone usted —dijo a Pepita—; le tengo que hacer una advertencia. Su hermana de usted come como un pájaro.
—Sí, Soledad come poco.
—Pues tiene que comer más, para que tenga los mismos colores que usted.
—No tengo ganas de comer más —replicó Soledad—. Si comiera más, quizá me hiciera daño.
—¿Ustedes me permitirán que las convide a una botella de vino del Rin? —preguntó el señor Stolz.
—No, no; ¿para qué?
—Sí; una botella de vino del Rin es un gran complemento para una buena digestión.
Trajo el mozo la botella; tomó una copa Pepita, mojó los labios en el vino Soledad, y el resto de la botella se lo bebió el ingeniero.
Después, en el postre, invitó a las dos hermanas a tomar una copa de Kumel; pidió para ellas un paquete de cigarrillos egipcios, mientras él encendía un cigarro puro.
El ingeniero se encontraba en un momento agradable de la vida, según dijo. Mientras hacía la digestión se sentía contemplativo, místico y gratamente supersticioso.
—Yo vivo en plena fantasía —dijo—; creo en toda clase de locuras y de supersticiones. Si me quieren convencer de que mis ideas son absurdas, lo reconozco; pero sigo creyendo en ellas.
De pronto miró por la ventanilla, y dijo:
—¡El Danubio! ¡Qué admirable! Es el camino a Oriente de los pueblos germánicos. ¿Conoce usted Auf der Donau (‘sobre el Danubio’), de Schubert?
—No —contestó Pepita.
—¿Pero sí conocerá usted An der Schönen blauen Donau (‘El hermoso Danubio Azul’), de Strauss? —y Stolz se puso a tararearlo.
—Sí; eso, sí recuerdo —contestó Pepita.
—Pues sí, soy fetichista —siguió diciendo Stolz—; creo en la suerte que dan ciertos números. ¿Por qué hay que convencerse de que todas las fantasías agradables son mentira? Yo me esfuerzo en pensar que son ciertas.
—Si eso le basta…
—Sí, me basta… Aunque también me desilusiona la realidad. ¿Han estado ustedes mucho tiempo en Viena?
—Unas dos semanas.
—¿Les ha gustado?
—Sí; pero nos ha parecido un poco triste.
—¡Ah, claro! Es una metrópoli de luto. Había que ver Viena antes de la guerra.
—Sí; sería muy bonito.
—¡Oh! ¡Era admirable! ¡Elegante, alegre, civilizado, cosmopolita! Era el pueblo de las mujeres amables, sencillas, encantadoras. Conservaba ese aroma de la tradición, las calles estrechas con los grandes palacios, las iglesias jesuíticas llenas de gracia y de movimiento. ¡Qué lástima!
—¿Y ha cambiado mucho?
—De espíritu, mucho. Era un pueblo sin acritud, sin resentimiento; un pueblo cosmopolita, en donde se mezclaban latinos, germanos, eslavos, magiares, semitas; todas las ramas de las razas europeas y asiáticas, sin estorbarse ni odiarse.
—¿Y hoy, ya no?
—Hoy, no. Hoy tienen el resentimiento, el rencor causado por la derrota. En el bulevar del Ring la gente se apresura, ha perdido la calma; los judíos y los nuevos ricos se lanzan presurosos a sus negocios. Aquel internacionalismo amable se ha perdido; los alemanes, los polacos, los turcos, los húngaros, los croatas y los judíos riñen y se pelean en los cafés.
—¿Y ya no volverá la calma y el encanto de antes?
—No, ya no volverá. Ya se acabó. Es posible que haya en mí algo de espejismo de la juventud… quizá… Ver el Prater de antes un día de fiesta, con sus coches de marcha solemne, con sus lacayos con pelucas; ver los elegantes en sus caballos, las mujeres de ojos azules y negros en las avenidas de grandes árboles, a orillas del Danubio, era algo admirable… Luego, en todas partes se cultivaba la música, y bien…
—Eso sigue cultivándose también ahora.
—Viena es un pueblo musical. En sus jardines habrán ustedes visto las estatuas de Mozart, Beethoven, Haydn, Schubert y Brahms. Es un pueblo mecido por los valses de Strauss. ¿Han visto ustedes la casa donde vivió Beethoven?
—No.
—Pues se conserva igual. Allí vivió el gran maestro con el poeta Grillparzer, que por cierto era un hispanófilo. Por todas partes en Viena hay recuerdos musicales. Allí se estrenó la Flauta Encantada (‘Der Zauberfloete’), con sus personajes bufos: el príncipe Tamino y Pamina, su novia; Papageno el pajarero, su amada Papagena y el tirano Monóstatos…
Stolz echó una bocanada espesa de humo al aire y sonrió. Luego, dijo:
—¿Así, que son ustedes españolas?
—Sí.
—¿De qué parte me han dicho?
—De Bilbao. Somos vascas.
—¡Ah! ¡Vascas! Los vascos han dado mucho que hablar a los antropólogos. Algunos creen que es la primera emigración aria que salió de las orillas del Mar Negro. ¿Ustedes habrán oído hablar quizá de la cruz esvástica?
—No, no hemos oído hablar de eso.
—Parece que el Svasti llegó a los Pirineos y al país vasco.
El señor Stolz dibujó en el menú la esvástica y se la mostró a las dos hermanas.
—Algunos aseguran que esta cruz, hecha en este sentido diestro, da la buena suerte, y en el sentido contrario, siniestro, es fatal.
—¿Y usted está inclinado a creerlo? —dijo Pepita.
—¿Por qué no? Yo estoy inclinado a creer en todas estas locuras, y eso que cuentan que la emperatriz de Rusia llenaba de esvásticas diestras sus habitaciones, y ya ven ustedes si tuvo mala suerte. Digan lo que quieran, la vida no puede estar dirigida únicamente por el interés. Si la norma de la vida fuera solamente comprar barato y vender caro, la vida sería asquerosísima. Es más: yo rechazo la dirección única del intelecto. Hacer como principal norma de la existencia el pensamiento, sería condenarla a marchitarse, a secarse. La vida necesita también lo irracional, lo misterioso, lo infinito, la superstición misma…
El señor Stolz siguió divagando así, mostrándose como hombre ingenuo, infantil, de ocurrencias originales.
Era, como suizo alemán, más germanófilo que francófilo. Afirmaba que en francés no podían decirse más que lugares comunes y frases hechas; no sabía si era sólo por su culpa o por culpa del idioma.
—Y en el Congreso, ¿no tiene usted que hablar alguna vez en francés? —le preguntó Pepita.
—Yo, no. Únicamente los diputados de los cantones franceses emplean este idioma. ¿No piensan ustedes ir a Berna?
—No, no tenemos esa idea.
—Pues debían ustedes ir.
—¿Para qué?
—Quisiera que me vieran ustedes sentado en mi sillón en el Congreso de Berna. Me gustaría pavonearme ante la bella España.
—¿Tiene algo de raro ese sillón?
—Nada. Pero es magnífico. Se puede dormir allí de una manera deliciosa, oyendo vulgaridades.
—Pero no siempre se dirán vulgaridades en el Congreso.
—Yo creo que siempre. El oficio de político —afirmó Stolz— es un oficio de pedantes y, cuando no de pedantes, es de apaches y de canallas; pero a mí me divierte.
—Pues yo creía que entre ustedes, los suizos, la política era una cosa muy seria.
—Sí, eso se dice; mas no hay que hacer demasiado caso de ello. La política es una buena manera de pasar el tiempo; no hay que creer que produzca un gran bien. Yo no lo diría en el Congreso, desde mi hermoso sillón; pero creo, la verdad, que la Democracia se va haciendo vieja y estéril.
No parecía conveniente estar más tiempo en el comedor, y Pepita y Soledad, seguidas de Stolz, fueron marchando otra vez por el pasillo hasta su departamento.
—¿Me permitirán ustedes que les presente a un amigo que viene conmigo y habla un tanto el español? —preguntó el suizo al despedirse.
—Sí, sí; con mucho gusto —contestó Pepita.
El señor Stolz saludó muy afectuosamente a las dos hermanas, sonriendo con su aire de niño grande, ingenuo y alegre.