PRÓLOGO

Habla con frecuencia Gracián —dice Joe—, y habla con cierto gusto y delectación de los desvanes del mundo; así, la soberbia es para él la hija sin padre en los desvanes del mundo.

Al leer al retorcido ingenio bilbilitano, uno se figura los desvanes del mundo como enormes buhardillones de una casona hispánica, llenos de trastos viejos, de artefactos antiguos, arrumbados allá de cualquier modo.

Muchos han creído ver en los tales desvanes del mundo un orden y una armonía preestablecida; otros han encontrado un sistema de compensaciones. Para los primeros y para los segundos siempre el trasto viejo tiene su utilidad y su objeto, el veneno su antídoto y la negación su afirmación.

El instinto de que todo en la vida está compensado, es un instinto muy popular que nace de un anhelo de justicia. Así, en los cuentos los enanos feos son muy listos; los gigantes, muy torpes y muy brutos. En las religiones, los que sufren en el mundo gozan en el cielo, y al contrario. En la literatura romántica, Lucrecia Borgia, muy guapa, es de espíritu abominable; en cambio, Cuasimodo, muy feo, es de alma casi celestial.

En contra de estos buenos trascendentalismos morales, religiosos y literarios, los demás no hemos podido vislumbrar en tales buhardillones mundanos más que desorden caótico, oscuridad, casualidad; la rifa hecha por la Fortuna sin seso, con su clásica rueda, de los bonitos juguetes salidos antes de su cuerno, y hasta un poco de olor diabólico, que sería de azufre si el diablo no hubiese sustituido modernamente un olor tan sencillo y tan rudo por otros perfumes y esencias más penetrantes y enervadores, elaborados en las mejores fábricas alemanas de productos químicos.

Para la serie de profesores moralistas y providencialistas, que empieza en Plutarco y Dion Crisóstomo y sigue hasta los filósofos, como Emerson, y los naturalistas, como Fabre, pasando por los Bossuet y demás sermoneadores de pedantería, en todo hay lecciones morales, o por lo menos compensaciones, desde el canto del ruiseñor hasta la matanza del cerdo, desde el águila que planea en el aire hasta el sapo que canta entre las hierbas.

Nosotros, sin duda, no disponemos de la antena para recoger esas ondas morales de los desvanes del mundo, y encontramos en ellos únicamente desorden; fuerzas que se entrechocan y se cruzan, casualidad y fatalidad, y, casi casi, un poco de olor diabólico, sino de azufre, como decimos antes, de uno de esos perfumes fabricados en Alemania y que tienen nombres en francés de valses zinganescos: Un jour viendra! T’en souviens tu?, o algo parecido.

La araña se come a la mosca. ¡Dios sea loado!; el pompilo, a la araña. ¡Alá es grande!; el pájaro, al pompilo. ¡Jehová es eterno!, el gato, al pájaro, y a veces el hombre se come al gato, deliberadamente o porque le den gato por liebre. ¡Qué suma de sabidurías y de compensaciones!…

Una pequeña aventura en el desván lleno de cosas incongruentes, un viaje de exploración por entre trastos antiguos y arrumbados y artefactos nuevos y sin tradición, es este libro, según dice nuestro amigo Joe.

Para un buen discípulo de Heráclito, nada hay viejo en el mundo: todo es nuevo, lo viejo como la nuevo. Hasta las ideas y los dogmas, y las figuras literarias cuajadas en un molde, cambian y evolucionan.

El Hamlet de hoy no es el Hamlet del tiempo de Shakespeare, ni el Don Juan de hoy es el de Tirso, ni el Don Quijote de hoy es el de Cervantes.

Nos encontramos, aunque quizá no seamos dignos de ello, ante un nuevo período histórico y literario. Este período tiene que dar su flor. Tardará mucho en darla; quizá cien años, como el cactus secular; pero la dará. El que primero ponga esa flor en la boutonniere de su levita o de su chaqueta, dará una prueba de su perspicacia y de su dandismo.