LX
Charley

Era un día de verano demasiado caluroso en el Charley para una actividad tan agotadora, pero Will Blaikie no daba descanso a su escuadrón. Debían prepararse más para su viaje a Inglaterra y su regata contra Oxford en el Grand Prix de remo universitario en menos de tres semanas, y, después de la primavera tan lluviosa, tenían mucho que recuperar. Su misión era demasiado importante para Harvard, de la que Blaikie era ya (casi) uno de sus antiguos alumnos más recientes, y demasiado importante para Boston.

—El Instituto de Tecnología está empezando a dar que hablar —dijo de pronto uno de los remeros de tercer curso.

—¿Qué quieres decir con eso, Smithy? —preguntó Blaikie.

—Me refiero a los periódicos, después de que consiguieron resolver el misterio de los desastres antes que nuestro propio profesor Agassiz, incluso pese a estar bajo sospecha. Que no haya duda de que siempre seré fiel a Harvard —se apresuró a añadir—. He oído decir que el viejo de Bob Richards se ha quedado allí para enseñar metalurgia en otoño, y que Mansfield es ayudante de profesor de ingeniería mecánica. Y parece que Richards se puso de rodillas en el laboratorio y pidió en matrimonio a esa joven científica que se rumoreaba que estudiaba allí. Es lo que dicen los chismorreos, en cualquier caso. Claro que también dicen que un hombre de hierro de más de tres metros, alimentado por vapor, les ayudó a derribar el puente para hundir el tren descontrolado, pero parece más bien un cuento.

Blaikie ignoró al estudiante y se volvió al remero que estaba detrás de él, el recluta de ese odiado lugar, al que había invitado a remar porque el médico le había dicho que siguiera dando descanso a su muñeca herida, y recitó:

Oyes el ruido que hace la puerta, los gemidos

de los árboles entre mansiones;

ves cómo el aire limpio y frío de Júpiter

congela la nieve y la convierte en hielo.

—El tratamiento armonioso del cuerpo y el alma es la única condición que permite prosperar a la mente humana —dijo el remero de popa con voz flemática. Su muñeca también le había impedido terminar sus exámenes de último curso, por lo cual, desde el punto de vista técnico, todavía no se había graduado y no era aún (aunque él sí que era casi) antiguo alumno, un título del que quería presumir desde que era niño—. Smithy presta demasiada atención a los cotilleos sentimentales, como verás. Cada semana, para agudizar nuestro valor mental, aprendemos de memoria diez odas de Horacio, y nos las recitamos entre nosotros mientras remamos.

—Yo hago cincuenta juegos malabares antes de desayunar —ofreció Bryant Tilden, aunque no pareció que impresionara al líder.

—¿Quién crees que era mejor general, novato? ¿Washington o Napoléon? —preguntó otro remero, al parecer reanudando un viejo debate.

—Bueno, el americano era Washington, ¿no? —respondió Tilden con sencillez.

—Ahora que el claustro ha decidido aceptarte, marinero —le dijo Blaikie a Tilden—, tienes que ser capaz de cantar el himno de Harvard de memoria.

—¿Ah, sí?

—¿No te lo sabes todavía después de un mes aquí?

—Supongo que de memoria, no —dijo el nuevo con aire de estar haciendo una incómoda confesión.

—Amigos, ¿ponemos remedio a la ignorancia del novato? —preguntó Blaikie—. Tilden, se canta con la música de «Believe Me If All Those Endearing Young Charms», de Thomas Moore.

Mientras cantaban al ritmo de sus enérgicas paladas —¡Bella Harvard, tus hijos acuden al jubileo!—, el agua empezó a formar extrañas burbujas debajo de ellos. Pronto no podían casi avanzar por el agua, y luego empezó a parecer que la corriente atraía su barco hacia atrás.

Llena de valiosas ideas, amistades y esperanzas, nos lanzaste al mar del destino… —la letra se desvaneció mientras todas las miradas se fijaban en el poderoso remolino de agua, bajo el que daba la impresión de que empezaba a tomar forma un objeto sólido.

—Si no supiera que no puede ser… —empezó uno de los seis de Harvard.

—¡Ni se te ocurra! —le ladró Blaikie, que no quería oír ni una palabra sobre Charley, el monstruo marino al que tantas veces se aludía para asustar a los forasteros o a los nuevos alumnos.

Debajo de ellos, una cresta brillante empujó el barco por los aires y envió a los miembros del equipo en todas direcciones. Mientras manoteaban, vieron el dorso de un animal blanco y reluciente, muy parecido a una ballena, aunque mucho más brillante que cualquier ballena vista por el hombre, que disparó un torrente de agua contra sus rostros. Después se marchó mucho más deprisa de lo que jamás había remado cualquier tripulación de Harvard.

—¿Eso que tiene a la espalda es una hélice? —preguntó Blaikie—. ¿Qué era eso? ¡Novato! ¿Por qué sonríes? Te estoy hablando, ¿qué demonios era eso?

—¡Viva el siglo XIX! —proclamó Tilden, que no pudo evitar disfrutar con el espectáculo—. ¡Sonrío, capitán, por el futuro!