Estaba balanceándose sobre los pies mientras esperaba. Al cabo de unos minutos, con un ligero chirrido, la puerta se abrió y unos finos dedos femeninos le hicieron una seña.
—Esté callado y dese prisa. Arriba, la segunda habitación a la derecha.
Subió las escaleras corriendo con su amiga tras él. Cuando entraron en la habitación indicada, se paralizó al ver a la joven inmóvil en la cama. Nunca se había dado cuenta del todo de lo bella que era, y el corazón se le aceleró.
Había un taburete junto a la cama en el que se sentaban las monjas para dar de comer a Agnes o leerle trozos de la pequeña Biblia que reposaba en una mesa cercana. Llevaba mucho tiempo aguardando a hablar con ella, pero, de pronto, Marcus no supo qué decir.
Callado y rápido, le había ordenado la hermana Louise, pero no sabía si podía serlo, ahora que la había visto.
—Aggie —susurró—, no puedo estar mucho tiempo. Lo he prometido. Siempre quisiste conocer a Ellen Swallow, nuestra estudiante. Señorita Turner, le presento a la señorita Swallow.
Ellen hizo una leve inclinación.
—Madame Louise dijo que no podía entrar en tu habitación sin que me acompañase una mujer, así que aquí estamos. Y aun así, la hermana es muy osada por atreverse a autorizar una visita sin informar a las demás monjas. Va contra las normas.
—Señorita Turner, en cuanto recobre la salud, le daré clases de ciencias, si lo desea —dijo Ellen en voz baja—. Es más, tengo intención de hablar con nuestro rector para que en química admitan a alumnos sin tener en cuenta el sexo, y creo que usted podría ser candidata.
—Señorita Swallow, si me permite…
—Por supuesto —dijo ella, y se dio la vuelta para ofrecer a Marcus un poco de intimidad.
—Quería verte, Aggie —hizo una pausa, como si Agnes fuera a responder. No podía, desde luego, y cuando Marcus se dio cuenta, viendo su aspecto tan delicado, la alegría momentánea del reencuentro se desvaneció—. Por encima de todo, me gustaría que pudiéramos hablar. Te echo de menos más de lo que soy capaz de expresar. Cuando cierro los ojos estás ahí, y cuando los abro no estás. Quiero que tú, más que ninguna otra persona, sepas que lo hemos conseguido. Los demás chicos del 68 y yo nos graduamos la semana que viene en el Instituto. Pienso en ti todo el tiempo, y pienso en Frank, pero, cuando sueño con el pasado, ya no estoy en él. Quería decirte eso —¿qué podía decir, en realidad? Que se arrepentía de haberse ido de su lado aquel día. Que estaba dispuesto a pasar todo su tiempo con ella en la enfermería si se lo permitían las estrictas monjas católicas—. Y gracias a la señorita Swallow se salvaron muchas vidas, porque fue la primera en darse cuenta de que Frank había envenenado el trigo de las tres principales panaderías y de la fábrica de cerveza que habían abastecido a la ciudad para el Día de las Condecoraciones, y porque sabía lo que tenían que hacer las víctimas para recuperarse.
—¡Señor Mansfield! —susurró la hermana Louise desde el pasillo, donde estaba viendo al joven mientras se esforzaba en reprimir las lágrimas—. Las demás están volviendo de la capilla. Debe irse.
—Aggie, vendré otra vez a verte —le tomó la mano y presionó sus labios contra ella mientras se le escapaba una lágrima en contra de su voluntad. Sabía que la monja no lo aprobaría, pero no pudo evitarlo. Ella, en las escaleras, frunció el ceño y meneó el dedo, pero con un gesto amable. Marcus salió corriendo. Ellen le siguió, pero se paró de pronto al aparecer dos de las otras monjas a la vuelta de una esquina antes de que le diera tiempo a llegar a la escalera.
—Hermana —saludaron las dos a Ellen. Ella se enrojeció al comprender que su habitual indumentaria gris le servía de perfecto disfraz, y siguió a Marcus por las escaleras.
La hermana Louise regresó a la habitación, muy aliviada de que su debilidad por el ardor del universitario no hubiera llegado a oídos de la Madre Superiora, que habría comparado sus acciones con una novela de algún autor protestante y habría recordado a Louise, una vez más, que las pésimas consecuencias de leer ficción estaban más que demostradas.
Cogió la Biblia y empezó a leer de nuevo a su paciente. Los preciosos ojos de Agnes se agitaron. Fue solo un instante, tan rápido que Louise pensó que quizá lo había imaginado, pero, si de verdad había ocurrido, sería su primer movimiento desde el accidente. Louise se puso de pie y corrió. Salió al pasillo y a la escalera, detrás del joven, más rápido de lo que cualquier monja del convento había corrido jamás.