—Hace mucho frío —Bob tenía la cabeza vuelta hacia su hombro—. ¡Nellie! ¡Nellie! Nellie, hace frío. ¿Dónde estás? ¡No te veo!
—Estate tranquilo, ¡no intentes andar! —gritó Ellen, rodeándole con sus brazos para impedir que se cayera—. El cornezuelo produce convulsiones en las articulaciones. ¿Puedes oírme? Túmbate en la hierba. Mientras entiendas lo que está pasando, no tienes por qué tener miedo. Puede que tu visión esté afectada, y quizá veas cosas, sombras, formas, que no están ahí. ¡Escúchame! Sentirás un picor en las manos y los pies y tendrás hambre, pero no debes intentar moverte ni comer hasta que se te hayan pasado los efectos. Robert, ¿me oyes? ¿Robert Richards?
—Gracias a Dios que eres tú —gruñó él.
—¿Qué?
—Si tengo que morir…
—¡No vas a morir!
—Gracias al cielo que eres tú. Tú puedes salvarme.
Mientras le aflojaba la corbata, Ellen dijo en tono frívolo, en un intento de calmarle:
—No soy más que una mera mujer, el sexo débil, ¿recuerdas?
—Te quiero —murmuró él con los labios formando una extraña sonrisa—. No solo una mujer, la mejor mujer. Amo a Ellen Swallow.
—¡De verdad! Robert, ¿es que un hombre tiene que esperar a estar delirando para declarar una cosa así?
—Adoro tus manos. Las puntas de tus dedos. Tienen un delicado color… ¿púrpura?
—Sí, esta mañana he estado trabajando con yoduro de potasio y gas de cloro.
—Ellen Swallow Richards.
—¿Perdón? —exclamó ella ante el atrevimiento.
Una joven con un vestido de volantes cayó a pocos metros de ellos, y otras personas corrían en otras direcciones, intentando escapar de un enemigo que estaba ya en su interior.
Ellen apartó a Bob para que no le pisaran y se acercó corriendo a la multitud, moviendo los brazos.
—¡Tiren su cerveza! ¡Su comida! ¡Si se encuentran mal, túmbense en la hierba y no se muevan!
—¿Por qué vamos a hacerle caso a usted, una mujer? —protestó un médico que estaba atendiendo a los misteriosos enfermos.
—Me llamo Ellen Henrietta Swallow. Estudio en el Instituto de Tecnología, y, si me hacen caso, salvarán muchas vidas.
Mientras gritaba y reprendía al hombre, una columna de humo negro salió despedida hacia el cielo a lo lejos.
* * *
George propuso usar una cuerda en una polea de un motor de vapor para transmitir el poder que necesitaban los taladros. Explicó que habían empleado una técnica similar para llevar energía del taller de mecanizado a otros edificios en los que los materiales eran demasiado combustibles como para guardar motores cerca de ellos. Conocía una planta a menos de un kilómetro del puente con un motor al que podían tener fácil acceso.
Marcus desenganchó una gran yegua blanca y negra del tiro de Chauncy Hammond. Le pasó la mano por los ojos y la nariz para familiarizarla con él. El resto de sus colegas estaban terminando de cargar la cuerda y la polea y empujando al señor Hammond dentro de su coche.
Hammie ayudó a tranquilizar al caballo para que Marcus pudiera montar.
—Debería ir contigo, Mansfield. Fue mi padre el que puso todo esto en marcha.
Marcus negó con la cabeza.
—Consigue que lleguen bien al puente con los materiales y haz que uno de los hombres lleve a tu padre a la comisaría para decirles exactamente cómo comenzó todo esto. Ocurra lo que ocurra, tanto si consigo parar hoy a Frank como si no, el mundo debe saber que el Instituto no ha tenido la culpa. Es fundamental, Hammie.
Hammie dudó un instante antes de resignarse y subir al coche con los demás.
Marcus gritó:
—¡Hammie! Juro por Tech y siempre juraré.
Hammie miró a Marcus con su sonrisa ancha y ladeada.
—¡Juro por Tech y siempre juraré! No seas un loco temerario, Mansfield —añadió.
Marcus espoleó al caballo, salió a la calle y mantuvo los tacones apretados para correr lo más posible.
Mientras recorría las calles de grava de Back Bay, pensó que la zona parecía más que nunca una isla desierta. Al llegar al enorme edificio del Instituto, desmontó junto a la farola central de delante. Abrió la caja que había al pie de la farola, que se introducía en la tierra, y contuvo el aliento al ver la cantidad de muelles y dispositivos que habían insertado entre los cables eléctricos y la rueda. Dejó el fusil en el suelo. Aquí estaba la confirmación del plan de Frank, pero ¿cómo detenerlo?
Observó la configuración, sintiendo que se le escapaba el tiempo de las manos, y se puso a trabajar. Después de quince minutos de esfuerzos, con las manos enterradas en el espeso entresijo de cables, maldijo al despellejarse el nudillo con un borde afilado y se sentó un instante con la mano en la boca para contener la sangre. Los dedos le dolían y estaban hinchándose de tal forma que en cuestión de minutos tendría la mano inutilizada. Trató de cerrar el puño y se estremeció con el dolor en las articulaciones, que le hizo caer de rodillas y gritar.
—Bueno, veo que has descubierto mi circuito. ¡Vaya lugar para construir una universidad! Tienes que tener mucho cuidado con los interruptores, por la marea que entra en estas marismas.
Marcus se volvió y vio a Frank, que se aproximaba con las manos enganchadas en los bolsillos como si fuera un caballero acomodado dando un paseo: el uniforme, la postura erguida y orgullosa, nada que ver con el cansado operario de fábrica que había sido.
—Ven, déjame ayudarte —se ofreció Frank—. Debes tener cuidado con esa mano.
—No me toques —espetó Marcus.
Frank pareció de lo más ofendido.
—¿Marcus? Pensé que estarías agradecido.
Marcus meneó la cabeza con confusión y repugnancia.
—¿Qué has hecho, Frank?
—¡Qué deseos tenía de contártelo todo cuando viniste con tu clase al taller de mecanizado! ¡Llegué a creer que tú lo comprenderías y lo valorarías, más que ninguna otra persona! Luego, cuando me pediste que llevara esas muestras de hierro a la cervecería, me di cuenta de lo que estabas haciendo, ya estabas intentando pararme. Entonces supe que iba a tener que demostrarte que sabía lo que hacía antes de contarte la verdad.
—¿La verdad? —dijo Marcus, tan asombrado que casi rompió a reír—. ¿Qué quieres decir?
—Que estaba salvando tu Instituto.
—¿Qué?
—Hammond quería dañarlo, quizá incluso verlo desaparecer, por sus propios motivos. Pero yo me di cuenta enseguida de que podía hacer algo al respecto, que no tenía por qué limitarme a seguir desaparecido en la oscura esquina de una fábrica. Demostraría a Boston que necesitaba al Instituto, que su dinero y sus apellidos familiares ya no servían de escudo, frente a las armas que tú y yo poseemos. Frente a la inteligencia suprema, frente a la tecnología. A partir de hoy, la ciudad comprenderá por fin que tiene que pedir ayuda al Instituto, tendrá que coronarlo, protegerlo, ensalzarlo, ¡como ha hecho con Harvard durante cientos de estúpidos años!
Marcus estaba estupefacto.
—¿Por qué?
Frank se rió como si Marcus hubiera contado una broma.
—¿Por qué? ¿No te lo dije? Cuando viniste con tu clase al taller, te dije que estaba listo para algo mejor. Porque por fin tenía mi oportunidad de dejar las máquinas y hacer algo incorporándome al Instituto, ¡y no iba a dejar que Hammond me la arrebatase!
—¡Entonces podrías haberte negado cuando habló contigo!
—Habría encontrado a otro para llevar a cabo sus órdenes. El Instituto estaba dándonos una oportunidad a hombres como tú y como yo, pero siempre había alguien machacándolo. ¿Cuánto iban a tardar la desconfianza y la estupidez de la Asamblea o el público en cerrarlo? No, esto sobrepasaba a Hammond; ¡al probar a los habitantes de Boston que no tenían ningún otro sitio al que recurrir, he dado al Instituto libertad para ser más poderoso que ninguna otra institución en la historia!
Marcus le miró con los ojos entrecerrados como si estuviera a kilómetro y medio de distancia e intentara averiguar si era amigo o enemigo.
—¿Qué crees que va a ocurrir ahora, Frank? ¡Mírame a los ojos y dímelo!
—Boston tarda en cambiar, tarda en actuar. ¡No necesito decírtelo! La gente de Boston nos dio la espalda cuando éramos prisioneros en Smith.
—No es verdad.
—¡Claro que sí! Mi familia, mi regimiento, mi gobierno, todos sabían dónde estaba, un pobre muchacho, y nadie hizo nada para arreglarlo. Los jóvenes ricos como Hammie pagaban a sustitutos como yo para que fuéramos y nos mataran o nos capturaran en su lugar. Mientras ellos estuvieran a salvo, se olvidaban de nosotros, como si estuviéramos muertos. Ahora, Boston no puede pretender que está a salvo, Marcus. Hoy les estamos demostrando que no pueden defenderse, y entonces ganará el Instituto. Sé a ciencia cierta que la policía ya está llegando a la conclusión de que la ciudad debe recurrir al Instituto, y después de los estragos de hoy se inclinarán ante vuestros pies para que prevengáis lo siguiente, cosa que nos aseguraremos de que podáis hacer. Tú te graduarás, yo empezaré primer curso y todos nos respetarán. ¡Este será mi examen de admisión! Venga, dame la mano, viejo amigo. Vamos a terminar esto juntos.
Marcus contempló la mano tendida un momento y luego volvió la vista al rostro de Frank, un rostro que tanto le había reconfortado durante años. Mostraba los dientes en una sonrisa entusiasmada y asentía con la cabeza. Marcus retrocedió un paso.
—No te fuiste del campo de prisioneros para ser zapatero, ¿verdad? —preguntó.
—Sí que lo hice —le corrigió Frank con calma—. Y el capitán Denzler se puso furioso por mi liberación. Aquel monstruo encontró que yo valía para algo. Vino a verme a la fábrica de zapatos y dijo que debía ayudarle en su trabajo de ingeniero o me ejecutaría al instante y sería responsable de que ejecutaran a otros también. Lo hice, Marcus. Utilicé mis aptitudes para hacer balas mejores para los rebeldes. Para hacer estallar minas y derribar puentes por los que pasaban nuestros soldados.
—Traicionaste a tu ejército.
—¿Hablas de traición? ¡Mira a qué suerte me abandonaron, Marcus! Y luego se ofrecieron a canjearnos como si fuéramos unas vacas sin valor en el mercado. ¿Sabes cuántos «simples soldados» como tú y como yo valían lo que un oficial? Diez, veinte… A veces incluso más.
»Chauncy Hammond se enteró de lo que había hecho en la guerra por un hombre al que había contratado para diseñar una pieza de motor, un ingeniero del Sur que me reconoció de cuando había visitado el despacho de Denzler en aquellos tiempos. Hammond me escogió, me reclutó, igual que Denzler, esta vez para preparar unas demostraciones que pusieran al público en contra de la tecnología y obligaran al Instituto a vender sus inventos. Pero yo hice lo que Hammond no se atrevía a imaginar. ¡Enseñé a Boston, por fin, la superioridad de la tecnología sobre todo lo demás! ¡Y lo he hecho yo, amigo mío, y no alguien de tu Instituto, alguno de tus brillantes compañeros de clase! Si otros no son capaces de reconocer y recompensar nuestros conocimientos especiales ni aceptar el poder que tenemos sobre ellos, malditos sean. Maldito sea Hammond, también. Era demasiado débil para comprender el alcance de su propia misión, y por eso tuve que volverle las tornas. Y maldito sea Hammie, más que ningún otro.
—Qué vergüenza, Frank.
Frank se mostró agitado y volvió a meter la mano en el bolsillo.
—Nunca mereció ser el heredero de un innovador; por eso su padre me escogió a mí para llevar el uniforme en su lugar.
—Dejaste incluso que sufriera daños la Fábrica de Locomotoras Hammond, y sabías dónde colocarte para evitar heridas graves en las explosiones de las calderas. Asesinaste a Joseph Cheshire. Has herido a personas inocentes. Hiciste daño a Runkle y… —Marcus hizo una pausa y apretó los dientes antes de completar la frase.
Frank inclinó la cabeza.
—Sabes que ella fue una víctima accidental. Lloré por ella y por ti. El canalla de Cheshire casi me pilló cuando estaba eliminando pruebas del yate que me permitió usar el patrón Hammond, y, cuando me enteré de que también te había localizado a ti, no tuve más remedio que eliminarlo. Luego, no podía correr el riesgo de que el conserje del laboratorio privado empezara a sospechar después de que fuera tu amigo Bob. Runkle también estaba acercándose demasiado. Yo había quedado en ir al Instituto la Jornada de Inspección; oí a Hammie cuando te contó lo que le había dicho Runkle.
—Esa explosión podía haberme matado a mí, en vez de herir a Runkle.
—¡No sabía que ibas a ir a su despacho, Marcus!
Marcus se estremeció al pensar en otra cosa.
—Lo cogiste de mis brazos; ibas a rematarle a sangre fría. ¿Ese era tu plan?
Frank se encogió de hombros.
—Si ese conserje negro no se lo hubiera llevado, habría tenido oportunidad de hacerlo. Pero reconocerás que la explosión impidió que Runkle causara problemas, en cualquier caso.
—Bob y Ellen. ¿Dónde están? Si les has hecho algún daño…
—¡No sé dónde están tus nuevos amigos! Supongo que debían de estar en las festividades del Día de las Condecoraciones, con el resto de Boston, envenenados y aturdidos mientras se atracaban de comida en recuerdo de los verdaderos soldados. Siempre intentando controlar a sus amigos, intentando protegerlos: ese es Marcus Mansfield. Marcus Mansfield, que cree que es el jefe de policía del mundo, el brazo y la mano de Dios. ¡Pues si no ves que esto es lo que hay que hacer, maldito seas también tú!
—¡Frank, tú no eres así! Hammond intentó usar el Instituto y te usó a ti, para compensar su avaricia y sus errores durante la guerra.
—No. Hammond me indicó el camino, me dio a probar el verdadero poder. Y descubrí que me gustaba mucho, Marcus, y bebí con ansia.
—Podrías haberme dejado cuando se derrumbó el edificio de tu laboratorio. Deberías haber dejado que me aplastara.
—¡Sigues sin entenderlo! Este es el momento que esperaba, Marcus, más que ninguna otra cosa. El momento en el que entenderías por fin que salir huyendo a Tech no te convirtió en un hombre mejor, no te hizo superior a mí, que valgo tanto como tú. ¡Que yo podía ser quien obligara al mundo a dar al Instituto el debido reconocimiento!
—¡Nunca dije que fuera superior!
—Me pediste que trabajara a tu servicio, que te llevara barras de hierro, ¡pero nunca me pediste que te ayudara con mi inteligencia!
—No es eso, Frank… —protestó Marcus.
Frank no le dejó terminar.
—¡Hace cuatro años, te diste mucha prisa en dejarme atrás! Pensabas que ir a estudiar a Tech te convertiría en alguien especial, mejor, que habías dejado atrás tu vida anterior. El taller de mecanizado, las jornadas de doce horas, la cárcel de Smith, yo. Ya oíste lo que dijo tu amigo Albert, que Tech no podía seguir ayudando a estudiantes de beca; tú fuiste afortunado, como de costumbre, tuviste la suerte de matricularte cuando lo hiciste, y yo habría continuado atrapado en las máquinas. Ahora ves la verdad. No puedes huir de la condición en la que naces, pero sí podemos demostrar al mundo que somos mejores y más fuertes que cualquier caballero bostoniano. Es demasiado tarde para detener esto. Tenía que pasar, conmigo o con alguna otra persona. Este es el futuro. ¿Lo entiendes ahora? —Frank sacó un reloj de bolsillo y se lo enseñó a Marcus—. El tren completará el circuito dentro de dos minutos. Yo te salvé la vida en Smith, Marcus, y, sin embargo, eras siempre tú al que respetaba la gente, tú el que pensaban que era audaz. Pues ahora volveré a salvarte. Ven conmigo, estaremos a salvo dentro del Instituto. No es recomendable estar fuera cuando el tren cierre el circuito, será el día del Juicio Final para Boston.
Marcus miró el colegio universitario detrás de él. El edificio era una sombra maltrecha de lo que había sido, de su magnificencia, una reliquia con aulas vacías y ventanas hechas añicos. La idea de Frank de resucitarlo a base de destrozar Boston le daba escalofríos, porque sabía que podía funcionar. Podía llegar un momento en el que Boston no tuviera más remedio que recurrir al Instituto en busca de protección.
—Se acabó. Tu circuito no va a funcionar, Frank. Deberás responder por lo que has hecho, aunque tenga que arrastrarte hasta la comisaría. Hammond está allí contándoles todo.
—¡No me digas! —Frank se rió con ganas, echando la cabeza hacia atrás. Nunca había tenido un aspecto tan satisfecho, tan fuerte y tan libre—. No deberías haberte esforzado tanto, con esa mano tuya tan débil. ¿Sabías cuánto estaba empeorando y que no ibas a tener más remedio que dejar la fábrica tarde o temprano? No fuiste tan valiente como creía al irte a Tech; no fuiste capaz de reconocer tu pequeña debilidad, ni siquiera confesártela a ti mismo. Dime: ¿qué habrías hecho con tu diploma una vez que tu mano ya no sirviera para nada? Hasta un ingeniero necesita las dos manos, supongo. Bueno, no te sientas culpable. Nadie podría interrumpir el circuito tal como he conseguido disponerlo, ni en veinte minutos ni en diez horas. Nadie. Y eso te incluye a ti.
—Te equivocas, Frank. Un hombre de Tech podría y lo ha hecho. Ya lo he hecho. Hammie y mis amigos van a detener el tren en cuanto llegue al primer puente. He interrumpido tu circuito. Hay una cosa que no supiste comprender en todo esto, Frank. Una forma mejor de arrojar una nueva luz sobre el Instituto que todos los horrores que has concebido.
—¿Y cuál es, exactamente? —preguntó Frank.
—Mostrar al mundo que un grupo de alumnos de Tech ha sido capaz de detener tu destrucción.
—No te creo —dijo Frank con mirada suspicaz—. Siempre has estado dispuesto a morir por una causa.
—Piensa lo que quieras. No toques esa caja, Frank, te lo advierto. ¡Detente ahora mismo!
Frank se colocó al lado de la caja del circuito.
Marcus se lanzó sobre su antiguo camarada.
Para su propia sorpresa, Frank logró eludir a Marcus con un fuerte empujón que lo arrojó al suelo. Como si se sintiera vencido por un agotamiento de años, Marcus se puso de pie despacio y se sacudió el polvo de su uniforme ensangrentado y en jirones.
—Te echaste todo sobre los hombros. Para salvar una ciudad a la que no le importas nada. Mírate. No has dormido, apenas has comido. Ahora estás demasiado débil para hacer nada, Marcus —Frank examinó el contenido de la caja del circuito durante unos instantes y se rió—. Vaya, ya lo sabía. ¿Dónde está el genio de los chicos de Tech? ¡No has podido interrumpir el circuito!
—Tienes razón. Lo has dispuesto demasiado bien para poder cortarlo —reconoció Marcus, y luego empezó a retroceder—. Lo diseñaste demasiado bien para poder interrumpir el circuito, porque pensaste que alguien (quizá la policía, quizá Hammond, quizá mis amigos y yo) podría averiguar la verdad sobre ti e intentar cortarlo. Pero nunca pensaste en impedir que alguien invirtiera la corriente eléctrica.
—¿Qué quieres decir? —entonces se dio cuenta. Introdujo sus ágiles dedos entre los cables y empezó a trabajar a una velocidad extraordinaria.
—¡Apártate, Frank! ¡Ahora mismo!
—¡No, no puedes! —el viejo amigo de Marcus emitió un grito espantoso y abrió los ojos despavoridos. A mucha distancia, en el otro lado de la ciudad, el tren del peligro estaba atravesando una parte de las vías en la que, al tocar unas ruedas el primer raíl y otras el último, conectaba la porción incompleta del circuito. Pero, en vez de volar en pedazos la mitad de Boston, hubo una inmensa descarga eléctrica en dirección inversa, a través de los cables hasta el punto de origen y hasta los dedos del escultor. Con un zumbido horrible, se le salieron los ojos de las órbitas y su cuerpo voló a más de tres metros.
Para sorpresa de Marcus, después de caer al suelo en llamas, trató con todas sus fuerzas de volver a ponerse en pie, borboteando sangre y con cada centímetro visible de piel carbonizada.
Marcus permaneció paralizado, mientras Frank daba la impresión de querer llegar a él, avanzar hacia él con los brazos abiertos. Marcus pensó en salir corriendo, pero comprendió que Frank estaba ya muerto incluso cuando luchó por coger una última bocanada de aire y cayó derrumbado en sus brazos.
* * *
El tren parecía cada vez más grande dentro del círculo mientras avanzaba hacia las afueras de la ciudad, despidiendo llamas a lo largo de su recorrido tambaleante.
—Ahí viene —susurró Edwin para sí, mientras bajaba el catalejo. Se volvió hacia los demás—. ¡Ha rebasado ya el final del circuito y sigue marchando! ¡Marcus lo ha conseguido! ¡Ha parado la detonación!
Hubo vítores entre los cuatro jóvenes. Estaban en el puente del ferrocarril por el que el tren debía cruzar el río Charles. Después del instante de alegría por el éxito de su colega, reanudaron su frenética actividad. Ahora les tocaba a Edwin y los demás. Este puente entre Boston y Cambridge era la última esperanza de detener el tren antes de que pudiera colisionar con otro transporte, o con la estación, y causar una explosión masiva y tal vez letal.
Whitney Conant se había separado del grupo cerca de la comisaría para acompañar a Chauncy Hammond y asegurarse de que confesara su historia. Los otros cuatro se habían repartido al llegar al puente. Edwin y George el Perezoso estaban trabajando juntos en el lado de Boston. Al otro lado del río, en Cambridge, estaban Hammie y Albert Hall.
Los dos equipos taladraron agujeros en los tirantes principales de los dos extremos del puente. Tuvieron que estudiar con sumo cuidado la estructura de las armaduras, porque, según sus cálculos, la destrucción de los tirantes de tensión no bastaría para derribar el puente. Después colocaron en los agujeros los cilindros llenos de pólvora que habían armado a toda velocidad. Hammie y Hall acabaron los primeros y tendieron la mecha al otro lado del puente.
—¿Habéis terminado? —gritó Albert—. ¡Estamos listos para encenderla!
—¡Todavía no, Albert! —respondió Edwin. Metió el dispositivo en el orificio del tirante y pasó la mecha a su colega. Se alejaron corriendo del puente para refugiarse en el lado de Boston—. ¡Ya estamos! —gritaron a sus colaboradores.
George cogió su mechero y se tumbó en el suelo con el extremo de la mecha en la otra mano.
—Muy bien —dijo en voz baja, para templar el pulso.
—Muy bien —dijo Edwin a los otros dos—. ¡George está listo para encender, amigos!
—Nosotros también. Todos a la vez —dijo Hammie—. Tres…, dos…, uno…, ¡ya!
Encendieron las mechas en los dos extremos del puente y las pequeñas llamas recorrieron su camino. En la orilla de Cambridge, el cilindro estalló con un gran ruido, el tirante se rompió y todo el puente se tambaleó. Hammie soltó una risa nerviosa. Pero, en el lado de Edwin, cuando la mecha encendida llegó al cilindro, se apagó con un silbido. Y nada más. El puente, aunque sacudido e inestable, permaneció intacto.
—¿Qué sucede, Hoyt? —les gritó Hammie.
—¡Le pasa algo a nuestra mecha!
—¿Podemos encender el cilindro desde más cerca? —preguntó George.
—No. No podríamos salir del puente a tiempo —dijo Edwin—. Se derrumbaría bajo nuestros pies.
—Quédate aquí, ¡voy a intentarlo! —dijo George con rotundidad.
—¡No, George, no voy a permitirlo! —gritó Edwin, mientras retenía al grandullón.
—¿Qué te importa a ti? Hace una hora iba a darte una paliza.
—¡Hazle caso, George! —gritó Hammie desde el otro lado del río—. Es demasiado peligroso encenderlo a mano. Todavía es posible que el puente caiga bajo el peso del tren, incluso sin la explosión.
—Pero quizá no, Hammie —objetó Albert—. Y si dejamos que pase el tren por encima del puente, no hay nada más que lo detenga durante kilómetros. Tenemos que encontrar otra forma de derribar este puente ahora mismo.
—¿Cuánto tiempo nos queda? —preguntó George.
—Cinco minutos, quizá cuatro —replicó Edwin con gravedad.
Todos hablaban y se quitaban la palabra unos a otros, con ideas opuestas y desesperadas para completar la tarea a tiempo.
—El fuego griego —gritó Edwin a través del río—. Hammie, ¿tienes suficientes materiales en el maletín de Albert para fabricar tu fuego griego, como hicimos contra Med Fac?
—¿Más fuego? —preguntó Albert—. ¡Hay un tren que se aproxima a nosotros lleno de petróleo en llamas! ¡El fuego es el problema, Hoyt!
—¡Escuchadme! Olvidémonos de derribar el puente, ya no tenemos tiempo, pero, si conseguimos hacer descarrilar el tren, caerá al agua y se volverá inofensivo —explicó Edwin.
Los demás se callaron y pensaron en ello. Hammie rebuscó en el maletín químico de Hall.
—¡Deprisa! —gritó Edwin.
—Hay un cilindro vacío que puedo usar como recipiente —dijo Hammie—. No es ideal, pero… sí…, ¡puedo improvisar algo, Hoyt!
—Con que podamos soltar un par de ruedas, todo el tren debería volcar —dijo Edwin.
—¿Crees que saldrá bien? —preguntó George.
—¡George, estás hablando con Edwin Hoyt, el individuo más listo de todo el Instituto de Tecnología de Massachusetts! —respondió Hammie.
Siguió trajando con un ritmo febril, y oyeron un rugido mecánico que perforaba el aire. Edwin y George se miraron. El tren estaba tan cerca que podían incluso oler el fuego. Edwin se subió a un montículo y levantó el catalejo.
—¡Lo veo venir! —gritó. Bajó el catalejo y vio que estaba tan cerca que podía verlo ya a simple vista, y dijo—: ¡Oh, no!
—Casi he terminado —prometió Hammie, mientras indicaba a Albert que le diera diversos materiales—. Un segundo más… ¡Ya está!
—¡Ponlo en la vía, Hammie! —gritó Edwin.
—¡No puedo!
—¿Qué? ¿Por qué demonios no?
—Creo que hay entre un veintidós y un veinticinco por ciento de probabilidades de que el daño que ya ha sufrido el puente haga que el tren se levante de la vía y aterrice en nuestro lado del río sin llegar a tocar esta parte; volaría por encima del cilindro y caería en mitad de Harvard Square antes de que dé tiempo a hacer nada más. El cilindro tiene que estar hacia la parte delantera del puente. Vuestro extremo.
—¿Cómo diablos puede conocer las probabilidades con tanta exactitud? —preguntó George con suspicacia.
—Porque él sí que es el Alumno del Año del Instituto de Tecnología —explicó Edwin.
—Voy a arrojar el cilindro hacia vuestra orilla —gritó Hammie.
—¿No estallará esa cosa? —exclamó George.
—No he sellado el cilindro. La presión debería permanecer estable si lo atrapas —dijo Hammie—. No obstante, yo que tú no lo dejaría caer.
—Gracias por el consejo —murmuró George.
—George, ¿estás listo?
—Deberías cogerlo tú —le dijo el gigantesco maquinista a Edwin en tono humilde.
—¿Yo? —contestó Edwin con una risa morbosa.
—Tengo la visión borrosa en el ojo izquierdo —explicó George, y bajó su voz hasta convertirla en un susurro avergonzado—. Por eso soy más lento que los demás en el taller y algunos piensan que soy perezoso. Nunca se lo he dicho a nadie.
El resoplido del tren descontrolado se acercaba cada vez más y la tierra empezó a temblar.
—Muy bien —dijo Edwin mientras apretaba más la chaqueta sobre la herida del costado, que había cubierto con una venda durante su trayecto en coche—. ¡Hammie, cuento yo, entonces! ¡Tres…, dos…, uno…, ya!
Hammie echó el brazo hacia atrás y lanzó el cilindro por el aire. Edwin aseguró su equilibrio, se estiró y agarró el cilindro al vuelo; la profunda concentración y el dolor repentino de sus heridas estuvieron a punto de derribarle al suelo. Se apresuró a cerrar la tapa del cilindro y se dio la vuelta para colocarlo a toda prisa.
Antes de poder hacerlo, se oyó un ruido como el aullido de un animal, salvo que era un hombre. Un hombre fornido, de uniforme militar, cubierto de barro seco y porquería, con los ojos enrojecidos y de color fuego, apareció en la orilla y agarró a Edwin.
—¡Ha venido el diablo a buscarnos! ¡Ha venido el diablo! —chilló el hombre, mientras sus fuertes manos se agarraban a lo primero que podían, que fueron los brazos de Edwin.
—¡Aléjese de mí! —gritó Edwin, que luchaba para no soltar el cilindro.
—¡Que viene el tren! —gritó Albert desde el otro lado del puente.
—¡Loco! ¡Nos va a matar a todos! —gritó George, que intentaba soltar las manos del lunático.
—¡No me importa lo que diga! —dijo el desconocido en un habla confusa—. ¡Voy a golpear al diablo en pleno rostro! —daba la impresión de que esto se lo decía o a Edwin o al cilindro.
—¡Hoyt, dame el cilindro! —dijo George mientras se debatían los tres.
Edwin empujó al hombre para librarse de la tenaza que le sujetaba las muñecas mientras George tiraba de los brazos del intruso.
—¡Deprisa! —gritaban una y otra vez desde el otro lado del agua.
Por fin, George gritó y dio una fuerte patada al hombre en el vientre. Cuando salió despedido, lo que le obligó a soltar a Edwin, y aterrizó tambaleante contra los árboles que estaban detrás, el cilindro voló por los aires. Sentían ya cerca el calor del tren.
Edwin y George bajaron por la orilla lo más rápido que pudieron y Hammie y Albert hicieron lo mismo al otro lado. Justo en ese momento, el primer vagón del tren entró por la vía con una marcha constante. El cilindro aterrizó en el límite y se incendió con una llama brillante en las ruedas delanteras del vagón. El puente tembló y se sacudió mientras el tren avanzaba hacia la mitad hasta que una sola rueda salió volando y el morro abandonó las vías, al tiempo que su cargamento en llamas saltaba por los aires y su sombra se extendía cada vez más sobre la superficie del agua.