LVI
Babel

Frank Brewer lleva dos semanas trabajando en la fábrica de zapatos a kilómetro y medio de Richmond cuando aparece el capitán Denzler en su habitación. Denzler le informa de que los confederados están formando nuevos regimientos de ingenieros y que Frank va a formar parte de ellos como ayudante personal suyo, en lugar de seguir siendo un humilde criado del zapatero. Cuando Frank le pregunta por qué tiene que ir con él, Denzler señala a los dos soldados que le acompañan, uno de los cuales tiene la pistola amartillada y apuntada contra él.

Si no vienes, te dispararemos, y contaremos que estuviste a punto de lograr escapar.

Corro muy rápido —dice Frank sin pensarlo.

Pero tus amigos de Smith no tienen adónde escapar —dice Denzler con una sonrisa, mientras la actitud desafiante de Frank se desinfla—. Si te escapas, te aseguro que ellos no lo lograrán, y los sacaré en persona al patio para verlos sufrir.

Las oficinas de los ingenieros en la planta alta de la cárcel de Smith, muy lejos de las miradas de los presos, son poco mejor que una celda para Frank, que sigue llevando su uniforme de la Unión y sabe que dispararán de inmediato contra él si intenta escapar. Al principio, le encargan que ayude en los planes para reparar vías de tren y mejorar el diseño de los puentes flotantes, además de elaborar mapas para repartirlos entre los soldados confederados. Frank se sorprende cuando Denzler le pide que talle una estatuilla con su imagen e incluso se ofrece a posar. Denzler ha encontrado las pequeñas tallas de madera que hace Frank en sus ratos libres entre tareas. También ha empezado a elogiar los bosquejos y mapas de Frank. Le habla de su familia, sus antepasados: un ancestro fue un gran guerrero hessiano[6] durante la Guerra de Independencia, y Denzler siempre había sabido que un día lucharía por la noble causa de Estados Unidos. Frank siente que le da vueltas la cabeza: tiene delante a un hombre al que odia con todas sus fuerzas, que le está haciendo confesiones y ofreciendo su amistad, y se odia a sí mismo por permitirlo.

Denzler incluso empieza a confiar en Frank a propósito de encargos secretos que le han hecho las autoridades confederadas. Eres el único en todo el cuerpo de ingenieros con suficiente cerebro para ayudarme, le dice. Denzler le pide consejo sobre un plan para propagar la viruela a través de mantas contaminadas; ideas para envenenar el agua y los alimentos de grandes ciudades del Norte; cálculos para determinar si unos globos de aire caliente no tripulados podrían, como dice la teoría no probada de un científico, atraer meteoritos para que aterrizaran en determinados puntos estratégicos; y un plan, llamado «solicitud número 44» en los documentos oficiales, para provocar un incendio que reduzca Nueva York a cenizas y envenenar su embalse principal para que no pueda volver a ser habitable. También está el diseño de un proyectil explosivo que despediría una mezcla fatal de polvos químicos en cantidad suficiente para que todos los habitantes de una ciudad pequeña se asfixiaran en menos de una hora después de la detonación.

Verás, Frank, los principios de la tecnología viven aunque muramos todos. Ese es el poder del ingeniero, controlar todo lo que le rodea sin que se le vea jamás. ¡Viva la tecnología, Frank!

El trabajo de ingeniero que obligan a hacer a Frank contribuye a mejorar la pólvora del ejército del Sur porque aumenta la proporción de carbón que contiene, y más tarde diseña un terraplén más eficaz para usarlo como fortificación.

Asimismo, piensa cada semana en mil maneras de asesinar a Denzler con las sustancias químicas y los materiales a su disposición. En cada ocasión, se queda sin resolver cómo podría escapar después de la muerte del capitán. También se imagina la expresión en el rostro de Denzler si viviera lo suficiente para saber que Frank era el responsable de la agresión que había podido con él: ¿se sentiría traicionado? ¡Tonterías, este hombre le mantiene preso y los ha torturado a él, a Marcus y a sus camaradas!

No obstante, existe una sensación palpable de camaradería cuando Denzler, desmelenado y casi en lágrimas, le dice que el gobierno confederado ha decidido no autorizar las técnicas más brutales y destructivas que han estado diseñando. La solicitud número 44 y todas las demás están muertas. Pero incluso los más modestos esfuerzos que han llevado a cabo juntos han sido útiles contra la Unión.

Y entonces, un día, sin ninguna ceremonia, aparece un guardia en su pequeña celda.

Tú, Ichabod, coge tu morral y ven con nosotros. Deprisa —le están poniendo en libertad. Frank busca a Denzler por allí alrededor. Cuando no le ve, le llama en voz alta. Su captor sale del pasillo.

Tu nombre figura dentro de un destacamento que se va a canjear por otro de soldados nuestros en cárceles de la Unión —explica Denzler—. Sé que no le vas a decir a nadie lo que has estado haciendo, porque te colgarán si lo haces. Me temo que yo ya no tengo ningún mando en la cuestión.

Entonces es verdad que voy a volver con mi familia —dice Frank, asombrado y atemorizado ante la idea.

Tu amigo, ¿cómo se llama?

¿Quién?

El del nombre romano y el sentido romano del heroísmo: ¿Lucius? No. Marcus, ¿verdad? Tu amigo, el que conspiraba contigo para deshacer nuestras máquinas, el supuesto jefe de policía del sótano. Me alegro de que hayas sido tú el que viniera aquí, y no él.

¿Por qué? —Frank se siente extrañamente conmovido por el comentario.

Porque él habría tratado de matarme por esclavizarlo, con todas las oportunidades que has tenido tú aquí. No tengo la menor duda, aunque le hubiera costado la vida. El chico se convirtió en un guerrero sin que nos diéramos cuenta. Y, sin embargo, aquí estoy, vivo e incluso prosperando, en mi nuevo cargo. Gracias, Brewer, porque has seguido siendo el mismo yanqui sereno que eras antes de presenciar tu primera batalla sangrienta. Un día tendrás un futuro magnífico como capataz de una fábrica, no tengo la menor duda.

Las palabras siguen resonando en la mente de Frank incluso cuando ya está viviendo y trabajando en Boston. El rostro desdeñoso de Denzler le persigue y se le aparece en destellos en medio de las multitudes del Quincy Market, en los rincones de las tabernas subterráneas y los burdeles, en las ventanas de los edificios o los trenes que pasan. Luego se desvanece antes de que pueda perseguirlo o recordar que no, no es posible, Denzler ha huido del país. El rostro en sí no cambia, con su intolerable expresión de violenta superioridad que él había tallado en madera en las oficinas de los ingenieros en Smith. Al principio rechaza la voz, discute con ella, llora al verse asaltado por sus burlas. Esculpe más rostros y figuras de personas que no son Denzler, que no le encarcelan ni le abandonan. Pero cada vez más, esas figuras también son soldados en una prisión de guerra. Cada vez más, mientras se mata a trabajar doce horas al día en el taller de mecanizado, mientras recuerda la guerra y sueña con ella, con lo que hizo para Denzler, con lo que hizo contra sus propios camaradas, contra la Commonwealth de Massachusetts, Frank Brewer se siente preso y abandonado.

Un día de febrero, un día de un frío seco y terrible, de camino a su pensión después del trabajo, se detiene un coche tirado por dos caballos a un lado del camino. Frank reconoce que pertenece a Chauncy Hammond, padre. El conductor le llama y le dice que Hammond le ha enviado a buscarle. Pone una manta para que Frank no tenga que pisar el barro al subir desde la cuneta. Durante el trayecto, Frank se siente satisfecho y privilegiado por el trato especial —que le debía desde hacía tiempo, desde que asumió el sitio de Hammie en la guerra—, pero también avergonzado al pensar que los demás obreros de la fábrica están volviendo a casa con todo el frío. Pero el coche cruza a Charlestown —este no es el camino a su pensión— y pronto se detienen al pie del Monumento a Bunker Hill. El conductor le dice que suba al observatorio, y, ante su mirada inquisitiva, solo explica que es lo que ha pedido Hammond.

Frank sube por la escalera estrecha y retorcida que hay dentro de la torre, resbalándose de vez en cuando en el hielo y el barro que han dejado otras botas anteriores. Cada vez más arriba, hasta la pequeña cámara situada bajo la cúspide. Allí le espera Hammond, mientras mira por una de las ventanas.

¿Sabía usted que esta es una de las vistas más maravillosas del mundo? Incluso en una noche de invierno, puede ver hasta cientos de kilómetros en la distancia. Es como un cuadro, un cuadro del pasado y el futuro. Puede ver los barcos que entran y salen del puerto y las luces de un ferrocarril que antes no era más que un sueño, mi sueño, y que ha permitido a jóvenes como usted venir de todas partes a vivir en Boston.

Hammond se da la vuelta y no hace más que una escueta seña como saludo y agradecimiento a Frank por haber hecho la difícil subida.

Hay conversaciones importantes que los demás no deben oír. Esta es una de ellas. ¿Está preparado para eso, Brewer?

Frank asiente.

Bien —continúa el empresario—. El Instituto de Tecnología. Sabe algo de él, supongo.

Marcus Mansfield se graduará en él este verano —responde en tono huraño—. Ha renunciado a cuatro años de salario para fingir que es un universitario, pero yo, por lo menos, no estoy convencido de que nadie en Boston pueda considerarle alguna vez nada más que un obrero de una fábrica. Lo mismo que yo.

La dirección del Instituto piensa que todas las innovaciones científicas pertenecen a las masas —dice Hammond—. Sus profesores guían a jóvenes brillantes como mi hijo sin ser conscientes del peligro que ese tipo de ideas entrañan. ¡Yo financié ese lugar antes de que se hubiera colocado una sola piedra, y ahora tengo que ver cómo despilfarran los frutos de su trabajo! ¡Están malgastando el futuro! Verá, Brewer, tengo mis propios motivos para querer que esas innovaciones estén bajo control privado. Después de haberles presionado en este sentido, parece que ahora debo perseguir ese objetivo de forma más directa.

¿Por qué me cuenta esto, señor?

El magnate apoya una mano en uno de los dos cañones de metal que se exhiben ahí, y que tiene debajo la inscripción CONSAGRADOS A LA LIBERTAD.

Sé lo que hizo usted con el capitán Denzler en la cárcel de Smith.

¿Cómo…?

Se lo explicaré en otra ocasión. ¡No tiene nada que temer, Brewer, se lo prometo! No tuvo más remedio, y a mí no me interesa decirle a nadie lo que le obligaron a hacer. Si mi hijo hubiera estado en su lugar, no puedo ni imaginarme qué suerte habría corrido. Vamos a dar mejor uso a los conocimientos que adquirió del canalla de Denzler. Vamos a dar a Boston uno o dos sustos y, de esa forma, sacudir la terca voluntad de Tech para conseguir mis fines. ¿Qué dice, hijo mío?

Sí —responde Frank, más deprisa de lo que jamás habría imaginado.