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Tus hijos acuden al jubileo

El jubileo de Boston estaba en pleno apogeo en toda la ciudad. Antes, unas procesiones en las que participaban regimientos uniformados habían llevado flores y coronas a los cementerios, a las tumbas de los soldados. Ahora habían comenzado ya las celebraciones, aunque solo con la tercera parte de los asistentes previstos, porque muchas familias habían abandonado Boston en el último mes. Bob y Ellen se habían citado en el Boston Common, donde había unos escenarios al aire libre en los que se representaban obras de teatro y tocaban bandas de música.

—¡Qué celebración tan magnífica! —gritó Bob—. ¡Pigmalión!

—¿Dónde? —preguntó Ellen. Le molestaba la cacofonía de trompas y tambores, y se tapaba los oídos.

—En el escenario, mi querida señora, creo que están comenzando una representación de Pigmalión. Vamos a verla. ¿Qué le gustaría comer?

Ellen declinó la oferta.

—Vamos, tiene que querer algo en el Día de las Condecoraciones —dijo Bob, mientras acababa el contenido de su vaso.

—Sí. Algodón para mis oídos. No voy a comer nada que salga de una carpa. Preferiría sentarme en algún sitio tranquilo y disfrutar de nuestro primer día auténtico de primavera.

—Yo voy a tomarme otra cerveza.

—Aún es de día, señor Richards.

—¿«Señor Richards»? Nos estábamos llevando muy bien desde hacía un tiempo. ¿Qué ha sido de «Robert»? —preguntó con una risa borracha.

—No estoy segura de dónde está en estos momentos.

—Espere aquí —dijo sin oírla o sin escucharla—. Voy a buscar alguna cosa más de su gusto. ¿Qué opina? ¿No habrían disfrutado los chicos de Tech con esto, Nellie? ¿No les habría gustado?

Ellen frunció el ceño y pensó por un instante en marcharse sin decir nada y dejarle solo con su bebida. No estaba segura de que a Bob, en su estado de ánimo actual, le importara mucho. Observó a las demás jóvenes, delicadas muñecas que eran esclavas obedientes de la sociedad y la moda de Boston. Lucían lazos y cintas, mientras que ella llevaba su vestido de seda negra con mangas de encaje, y ni una nota de color. Había pasado veinte minutos entrelazándose flores en el cabello, pero no parecía que él lo hubiera notado. Miró a los maridos y mujeres que pasaban, alegres y de la mano, y a los niños que gritaban, y se preguntó con gran seriedad: ¿estaría dispuesta a sacrificar parte de su vida para tener eso? Le resultaba difícil imaginarse a sí misma sometida a la voluntad de un hombre, sobre todo visto el comportamiento actual del único caballero al que, en contra de todos sus instintos, apreciaba por encima de todos en Boston.

En el jubileo, todos trataban de esconderse de un modo u otro, incluido Bob. Esconderse del miedo por lo que había sucedido en los dos últimos meses, esconderse del alivio egoísta y secreto que habían sentido durante la guerra porque la violencia nunca había llegado hasta la ciudad. En un día en el que estaban rindiendo homenaje a la paz y recordando la guerra, había algo que los acosaba, algo invisible pero palpable en el aire, que sentía con enorme fuerza cualquier ciudadano que hubiera decidido quedarse en la ciudad: el futuro desconocido.

Bob regresó y la animó a compartir su plato de alubias, pan moreno, tarta de frutos secos y sandía. Ella volvió a rechazarlo.

—Es usted una mujercita muy callada hoy.

—Soy la misma Nellie de siempre, siempre ocupada, sin una hora libre, sin tener nunca tiempo para estudiar ni leer la mitad de lo que me gustaría.

—Quizá no quiere estar aquí conmigo, entonces. ¿Quizá preferiría estar leyendo a solas en sus habitaciones, añorando el Instituto?

Ella se arrepintió de lo que había dado a entender.

—No, no es eso. Para mí es natural estar siempre estudiando las causas y los efectos de todo, así que a veces no tengo más remedio que criticar, señor Richards. Creo que mi mayor defecto es que voy a contracorriente incluso cuando no es necesario. ¿Puede comprenderlo?

Detrás de ella, un hombre de gran tamaño, con la cabeza calva salvo por dos tiras de finos cabellos plateados, con uniforme de músico militar, corpulento pero de largas extremidades, rodeó con uno de sus brazos la cintura de Ellen y la levantó del suelo.

—¡Tienes el demonio dentro! ¡Lo sé! ¡Expúlsalo! —con cada palabra escupía sobre ella, mientras Ellen gritaba y se debatía para soltarse.

—¡Suéltela al instante, lunático! —exclamó Bob, que saltó al cuello del hombre y lo derribó. El hombre, con todo su volumen, cayó sobre Bob, que tuvo que hacer un enorme esfuerzo por quitárselo de encima. El atacante, con los ojos saltones y alucinados, se levantó de un charco de barro, se puso de pie y empezó a atravesar la alarmada muchedumbre tambaleándose, con la cabeza vuelta hacia un lado y las manos y piernas en plenas convulsiones, pero moviéndose con rapidez, como un animal herido sin ningún lugar en el que esconderse.

—¿Quién era ese hombre? —preguntó Bob mientras trataba de recobrar el aliento.

—¡No lo había visto nunca! Debemos encontrar a un médico de inmediato.

—¿Está herida?

—No es para mí.

—No pensará buscar a un médico para ese lunático… ¡La ha atacado!

—A ese hombre le pasaba algo, algo muy malo… —dijo ella, buscando entre la multitud hasta que vio a un policía—. ¡Agente! —le hizo una seña para que se acercara, aunque él ya se encaminaba en esa dirección.

—Ellen Swallow. Robert Richards —el policía dijo sus nombres con voz monótona y sombría.

—¿Qué? —Bob le miró con sospecha—. ¿Cómo sabe usted…?

Ellen le interrumpió.

—¡Señor, ahí hay un hombre que necesita ayuda! —pero ya no podía ver a su agresor.

—¿Ellen Swallow? ¿Robert Richards? —repitió el policía en tono mecánico.

Bob agarró la circular que llevaba el agente en las manos y la examinó. El papel notificaba a todos los miembros del departamento de policía que debían detener a Bob y Ellen, así como a Marcus y Edwin, nada más verlos, y llevarlos a la comisaría para interrogarlos sobre la muerte de Joseph Cheshire y los ataques sufridos por la ciudad de Boston.

—¿Ellen Swallow? ¿Robert Richards? No hagan tanto ruido, por favor —susurró el policía, mientras se llevaba una mano a la sien—. En voz baja.

—¡Ese hombre de ahí tiene problemas! —volvió a gritar Ellen.

—En voz baja, joven. No tan alto. Más bajo —el policía tendió una mano temblorosa y las piernas, de pronto, se le doblaron. Se quedó en el suelo retorciéndose y manoteando.

Otro hombre, y luego una mujer, y luego una segunda mujer se vieron afectados, y pronto en todo el Common, mirase Ellen hacia donde mirase, personas de todas las edades estaban sufriendo convulsiones similares.

—Nellie, debemos encontrar a Mansfield de inmediato… —comenzó Bob.

Ella le pasó la mano con violencia sobre la mejilla y echó a volar la comida y la cerveza que llevaba. Bob se la quedó mirando, asombrado.

—Es el trigo —dijo ella—. Oh, Robert, es ergotismo, provocado por el ergot o cornezuelo, un hongo en el trigo. Lo he probado alguna vez en mi laboratorio y mis conclusiones demostraron que causa delirios y alucinaciones, e incluso puede inducir el parto en mujeres embarazadas. Podría estar en todo lo que hay aquí, la tarta, el pan, las galletas…, la cerveza. ¡La mitad de la población que queda en Boston caerá envenenada si han introducido el cornezuelo en los alimentos de la fiesta!

La gente empezó a dar tumbos sin ver nada; unos gritaban sobre demonios y sombras que les perseguían, otros decían que el cielo estaba deshaciéndose sobre sus cabezas. Una mujer en avanzado estado de gestación cayó al suelo y se agarró el vientre mientras gritaba.

—Mis notas —exclamó Ellen—. Mis notas sobre el experimento estaban entre las que robaron de mi despacho en el Instituto —entonces, no habían sido meros vándalos quienes se habían llevado los papeles; tenía que haber sido el experimentador, con toda probabilidad días antes de que ella se diera cuenta de que faltaban, más o menos cuando se preparó el explosivo para Runkle y cuando robaron sus trajes de bucear. Alguien que había estado dentro del edificio sin llamar la atención, pero ¿quién? Si el canalla había comprendido cómo actuaba el envenenamiento por cornezuelo, no habría tenido más que contaminar el trigo en el proveedor de pan y cerveza para el Día de las Condecoraciones, y aquí estaba el resultado.

Mientras miraba a Bob, los ojos de este se empañaron y su piel empezó a sudar.

* * *

Mientras miraba desde la azotea de la Fábrica de Locomotoras Hammond, donde se había subido para ver mejor, Marcus agarró la barandilla con tanta fuerza que las manos le dolieron. Masas atenazadas por el pánico, personas cuyos miembros se retorcían de forma inhumana, caminaban en grupos por la calle y dejaban a muchos caídos por el camino. A lo lejos, una espesa nube de humo flotaba hacia el cielo y se acercaba a ellos con una velocidad extraordinaria.

Bajó las escaleras de dos en dos.

—¿Qué sucede? —preguntó Edwin cuando pasó a su lado.

—No lo sé —respondió Marcus—. Tenemos que ir a ayudar.

—¡Espera, Mansfield! —gritó Hammie desde el otro extremo de la sala, pero Marcus estaba ya saliendo por la puerta de la calle.

No llegó muy lejos antes de que le empujaran y le zarandearan multitudes que corrían sin rumbo. No solo estaban histéricos sino ciegos, mientras gritaban retahílas sin sentido y extrañas exclamaciones que parecían rezos. Por encima, la monstruosa nube negra avanzaba hacia ellos. Edwin y Hammie le pisaban los talones.

Hammie llegó hasta Marcus y le agarró el brazo.

—Mansfield, mi padre…

—Hammie, el ingeniero de tu padre es el que ha hecho esto. Ha encontrado una manera de atacar a la gente directamente, hombres, mujeres y niños por igual.

Hammie meneó la cabeza para indicar que Marcus no le entendía.

—Mi padre recobró el conocimiento mientras estabas en la azotea. Me ha contado más cosas. Había venido hoy aquí a eliminar todas las huellas de su participación y luego iba a ir a buscarme. Tenía pensado que me fuera de Boston con él antes de que ocurriera algo más, por eso quiso que me trasladara a Nahant en primer lugar. Creo que lo que me ha dicho es verdad. ¡No tiene ningún control de lo que ha ocurrido, solo muy al principio, y, para cuando se produjo el desastre de las calderas, no sabía nada de lo que estaba previsto!

—¿Así que crees que tu padre no tiene ni idea de lo que pasa ahora?

—Ni idea. Pero he conseguido que me dijera quién es el ingeniero.

—¿Quién es, Hammie? —preguntó Edwin, que estaba esforzándose en mantener el paso de sus dos colegas mientras se presionaba las heridas de su abdomen.

—Había trabajado para mi padre y hacía esto en secreto. Mi padre dice que estuvo en la cárcel de Smith durante la guerra y que era famoso entre los rebeldes por el daño que causaron sus ingeniosos inventos y dispositivos a las tropas de la Unión.

—La cárcel de Smith —repitió Marcus, con los ojos llenos de rabia, como si tuviera al capitán Denzler delante—. Imposible —Denzler prometió que destruiría en persona a los yanquis aunque tuviera que hacerlo con su cerebro. «Miro y veo su rostro», le había dicho Frank, con un miedo visible y cada vez mayor, en la cervecería, cuando le contó que había visto a Denzler en Boston, y Marcus no le había hecho caso.

—Adquirió experiencia planeando ataques contra el ejército federal durante la guerra, antes de que mi padre le contratara… Un momento. ¡Santo cielo, Mansfield!

—¿Qué pasa? —preguntó Marcus.

—¡Allí! —dijo Hammie, señalando—. ¡Está aquí! ¡Es él!

Marcus ardía de expectación. Por un momento, incluso deseó ponerle la vista encima a Denzler y dar rienda suelta a años de furia contenida; años de intentar reparar todo lo que se había roto en aquel lugar infernal. Se volvió y recorrió la muchedumbre en busca de la odiada figura, pero su mirada se detuvo en otro rostro también conocido.

—¡Ese es! —repitió Hammie—. Tu amigo de la fábrica, Mansfield. El maldito maquinista que mi padre envió a la guerra a luchar en mi lugar.

Allí estaba Frank Brewer, vestido con su guerrera y su pantalón del ejército. Parecía mirarlos de frente, con una ligera sonrisa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Marcus. Agarró a Hammie por el cuello de la camisa y le empujó contra una farola—. ¡Maldita sea, Hammie!, ¿a qué te refieres cuando dices que es él? ¡Te voy a romper todos los huesos del cuerpo!

—¡Brewer es el ingeniero!

—¡Contén tu lengua! ¡Eres un tramposo mentiroso y miserable, igual que tu padre! Odias a Frank, le odias por luchar en tu lugar, hiciste que te esculpiera de uniforme como si hubieras sido soldado. ¡Te humilló que te ganara al whist la Jornada de Inspección en Tech! Ya vi lo que escribiste de que ibas a hacer que todo el mundo se tragara sus palabras. ¡Dime la verdad!

—¡Es Frank Brewer! —dijo Hammie, medio ahogado, tratando de respirar y quitarse las manos de Marcus del cuello—. El maquinista de la fábrica que se parece a Ichabod Crane. ¡Él es a quien mi padre recurrió para ayudarle con su plan! Yo no le pedí que me hiciera una estatuilla, y tampoco me derrotó al whist. ¡Se fue de la sala de estudio unos minutos después que tú, y, cuando volvió, me dijo que le acompañara al sótano!

—¿Qué?

—Dijo que le habías pedido ayuda para limpiar tus materiales y, cuando le dejé entrar en nuestro laboratorio del sótano, cogió uno de esos trajes mecánicos en los que habías estado trabajando, y yo comenté que no me vendría mal parte del material para mi hombre de vapor, así que me sugirió que me llevara el otro traje. Que tú le habías dicho que ya no los querías. Me refería a los escépticos sobre mi hombre de vapor cuando escribí que se iban a tragar sus palabras. ¡Suéltame, imbécil!

Marcus abrió sus manos poco a poco y Edwin agarró a Hammie cuando se tambaleó hacia atrás. Marcus se volvió hacia la muchedumbre, pero, mientras se abría camino entre el tumulto de rostros distorsionados, perdió de vista a Frank. La cabeza se le iba; sintió que las masas le arrastraban y daba un paso a la izquierda y otro a la derecha para evitar que le aplastaran. Frank. No estaba jugando al whist porque estaba colocando el explosivo en el despacho de Runkle, antes de robar el traje de buzo para introducir su compuesto en la reserva de agua municipal. Ahora había conseguido envenenar a media ciudad. Frank. ¿Cómo podía ser él? ¿Por qué?

—¡Frank! —gritó—. ¡Frank, vuelve aquí! —su ruego sonó como una tontería más perdida en la babel de voces.

De pronto, se encontró justo en la línea de la nube de humo que se aproximaba, y vio su origen: un tren de carga incendiado que rugía hacia ellos, despacio pero sin descanso. Los vagones estaban totalmente envueltos en llamas, que llegaban hasta el cielo en una aparente serie interminable de explosiones.

—¡Estás demasiado cerca! —gritó Edwin mientras le apartaba de las vías—. ¿Estás bien, Marcus? —preguntó—. ¡Tenemos que sacar a todo el mundo de aquí!

—Edwin. Tenemos que detener a Frank.

* * *

Necesitaban los mapas de tren completos de toda la zona, que Hammie les aseguró que encontrarían en las oficinas de la fábrica de locomotoras. Después de encerrar a Hammond padre en uno de los cuartos traseros, Marcus envió a Edwin a una pensión cercana en la que tenían habitaciones varios alumnos de Tech; Edwin regresó con Whitney Conant y Albert Hall. Intentaron entrar en contacto con más colegas, pero las líneas de telégrafo seguían caídas.

—Puedo ayudar en lo que deseen —dijo George el Perezoso, al que habían encontrado en la fundición mientras se curaba una herida en la cabeza.

—Para empezar, asegúrate de que el patrón Hammond no huye; le necesitamos —dijo Marcus.

—Con gusto, Mansfield —George hizo crujir sus nudillos.

—¿Qué demonios está pasando ahí fuera, Mansfield? —preguntó Albert con expresión de terror—. ¿Qué hacemos aquí? ¿Tiene algo que ver esto con lo que estabais haciendo cuando hubo el escape de gas carbónico?

Marcus le puso la mano en el hombro.

—Explicaremos todo cuando haya tiempo, Hall. Por ahora vamos a intentar evitar un desastre, y debemos dejar de lado todas nuestras diferencias. Con las líneas de telégrafo caídas, no va a haber forma de desviar otros trenes de sus rutas, y una colisión con ese que está en llamas sería tan combustible que podría matar a cientos de personas de una sola vez. Hammie: George y tú, trazad la trayectoria del tren de carga en este mapa y encontrad el primer puente que tenga que cruzar y al que podamos llegar desde aquí. Mientras esté en llamas nadie puede subirse a tirar del freno, y, si alguien pudiera, aun así haría falta una distancia de cuatrocientos metros para detener un tren incluso con el motor apagado. Edwin: Conny, Hall y tú, ayudadme a trazar un plan para volar el puente con materiales que podamos encontrar en el taller de mecanizado o en la fundición o en algún otro sitio de la fábrica que esté a nuestro alcance. Recordad las maquetas de Chorrazo Watson.

—Tardaríamos semanas en trazar un plan eficaz para demoler un puente —protestó Albert.

—No estamos en el Instituto —dijo Marcus—. Esto no es una tesis, Hall, hay que hacerlo ya. ¡Deprisa! No tenemos un segundo que perder.

Para cuando consiguieron reunir un surtido de materiales de la fábrica, Hammie había localizado un puente que iba a tener que ser su mejor oportunidad. Los estudiantes de ingeniería estaban suficientemente familiarizados con su estructura para debatir cuál sería la forma más rápida de derribar el puente en la piedra angular o en el pilar.

—Si podemos utilizar esta pólvora para construir dos o tres minas, y podemos transportarlas de forma segura… Marcus, ¿crees que cuatro cargas de pólvora bastarán? —preguntó Edwin.

—No, no, Hoyt, eso no bastará para esa estructura —objetó Conny.

Marcus cogió el mazo que había empleado en la ventana y adoptó un aire reflexivo.

—Sigan con ello, caballeros.

Se dirigió al taller de mecanizado, al cajón de Frank debajo del viejo banco de trabajo, y descubrió que estaba cerrado con llave. Con tres rápidos golpes de martillo, rompió la cerradura y sacó el enorme cajón de su sitio. Dentro encontró un cuaderno con páginas de borde dorado, justo como el que Bob había dicho haber visto en el laboratorio del sur de Boston. Hojeó el volumen y reconoció fórmulas y diagramas relacionados con las catástrofes. Había arrancado las cinco o seis páginas posteriores, unas páginas que quizá les podrían haber dado la clave para desentrañar lo que tenían delante. También en el cajón vio estatuillas típicas de Frank, todas con rostros que Marcus conocía bien: Chauncy Hammond, padre, William Barton Rogers, Roland Rapler, George el Perezoso, todos con uniformes militares. Algunos estaban en posición de combate, otros encogidos de miedo, como si se enfrentaran a un enemigo superior o a un batallón de fusilamiento. Y allí estaba él, el propio Marcus Mansfield en miniatura, sometido a la tortura del cepo, con su espíritu roto reflejado en el rostro, su cabeza aplastada. El corazón de Marcus dio un vuelco al ver su desgracia —y la de Frank— puesta al descubierto.

—Marcus, ¿qué pasa? —dijo Edwin, que le había seguido hasta el banco de trabajo.

Marcus le agarró del brazo.

—Edwin, me parece que no es esto.

—¿Qué?

—¡El tren de carga! —gritó Marcus—. Me parece que no es el principal peligro.

—¿El tren? Marcus, cuando ese tren choque con otro…

—Es muy peligroso, sin ninguna duda, pero creo que está utilizándolo, igual que el veneno que ha empleado con esas personas, para distraernos de otra cosa mayor. Pretende que nosotros, y las autoridades, estemos ocupados con el tren descontrolado y confundidos por los enfermos. Pero las líneas de telégrafo están caídas, y los periódicos llevan semanas informando de fallos en las farolas. ¿No lo ves? Antes, la gente tenía miedo a la idea de las locomotoras, las palas mecánicas, las máquinas en las fábricas, igual que todo el mundo temía la idea de Hammie de un hombre de vapor, pero ahora ya nadie tiene casi en cuenta la tecnología de uso común a su alrededor, porque la pueden ver funcionando, pueden ver los mecanismos y los engranajes. Estos desastres que ha organizado Frank crean un miedo a la ciencia como rostro invisible, como un fantasma y un maestro oculto que nos controla sin que sepamos cómo ni cuándo ni por qué; las brújulas distorsionadas por el aire, las ventanas derretidas aparentemente por las propias partículas que hay en su interior, las calderas reventadas por el agua que corre por ellas.

Edwin pensó en ello y palideció.

—El telégrafo y las farolas son circuitos eléctricos.

—Circuitos. Apuesto un año de salario a que Frank ha conectado, para sus fines, los circuitos de telégrafo y luz en un único circuito gigante que recorre toda la ciudad. Unas corrientes que nos rodean, y que, a partir de un momento, dejamos de notar: invisibles pero presentes en todas partes. Recuerda que los circuitos de las farolas no están terminados todavía.

—El tren… ¡va a cerrar el circuito!

—Y creo que el circuito desencadenará explosiones en todo Boston; la ciudad volará hecha pedazos.

—Pero ¿cómo ha podido organizar todo eso él solo, por toda la ciudad?

—Si localizó los puntos clave del circuito que debía alterar, no debió de tener mucha dificultad. Cuando el tren llegue al sitio adecuado, hará realidad por fin el día del Juicio Final para el que tanto se ha preparado. Boston desaparecerá.

—¡Rayos y truenos! —Edwin agarró a Marcus del brazo—. El circuito de farolas seguía todavía en plena ampliación hacia las afueras, ¿verdad? En toda su longitud, desde delante del todo hasta el final, el tren abarcará por completo el trozo que estaba sin terminar. ¡Y con la velocidad que hemos calculado que tiene, no tenemos más que cuarenta minutos, cuarenta y cinco como mucho, hasta que ocurra!

—Tenemos que irnos ya.

—Pero el tren alcanzará el final del circuito antes que el puente en el que podemos interceptarlo. ¡No hay antes ningún sitio en el que pararlo!

—Entonces tendré que llegar al punto de origen del circuito —replicó Marcus.

—¡Pero eso podría ser en cualquier parte!

—Edwin, piensa un poco. El circuito de líneas de telégrafo es demasiado extenso para manipularlo con facilidad. La respuesta debe de estar en las farolas. El Instituto comenzó el circuito delante de nuestro propio edificio. Eso debe de ser lo que usará para iniciar la corriente. Ahora, aunque yo consiga parar la corriente, tú todavía tendrás que detener el tren de carga antes de que choque con otro tren o con la estación; tienes que llegar a ese puente.

—Edwin, lo tenemos. ¡Un plan para derribar el puente! —interrumpió Albert, que llegaba corriendo con Whitney Conant, y el resto del grupo detrás de ellos—. Si pudiéramos perforar un agujero cilíndrico de cinco centímetros de diámetro con un taladro potente, llenarlo de agua y conectarlo, un golpe de un martillo mecánico podría romperlo en dos. ¿Qué te parece?

—¡Que puede funcionar! Pero ¿cómo vamos a alimentar el taladro y el martillo? —preguntó Edwin.

Albert bajó la mirada.

—Bueno, no hemos detallado… Es decir, quizá…

—¡No tenemos tiempo para hipótesis, Albert! —gritó Edwin.

—Creo que sé cómo volar el puente —se adelantó George el Perezoso—. ¡Seguidme!

—¡Viva George! —gritó el grupo al unísono, mientras seguían al maquinista.

Edwin se volvió hacia Marcus con una mirada solemne y de preocupación.

—¿Dónde pueden estar Bob y la señorita Swallow?

—No deben de haber recibido nuestros mensajes —dijo Marcus.

—¿No crees que podrían estar… heridos?

Marcus cerró los ojos.

—No lo sé, Edwin. Pero, si están ahí fuera, estarán ayudando, de una u otra forma.

—¡Por supuesto! —dijo Hammie al llegar junto a ellos—. Son Tecnólogos, al fin y al cabo.