—Usted destruyó el instituto en el que estudiaba el hijo que lleva su nombre —dijo Marcus sin dar crédito.
—¡Fue Rogers quien lo arruinó! —protestó Hammond, pero vaciló al mirar hacia su hijo—. Hammie, solo quería tratar de encontrarte, porque, si estabas en Boston, estabas en peligro.
Hammie desenganchó a su padre, que tenía algún hematoma en el lugar donde le había agarrado el garfio.
—¡Deberías haber confiado en mí lo suficiente para decirme que estabas investigando esto también, Mansfield! —le dijo a Marcus, sin hacer ningún esfuerzo para ocultar su orgullo herido—. Creía que éramos verdaderos amigos. Te llevé a Nahant para confiarte mis sospechas sobre mi padre, y entonces te fuiste.
—¡No! ¡Hijo, escúchame, a mí, no a estos canallas! —exclamó el padre—. Yo hice de Mansfield lo que es hoy y ahora se vuelve en contra de los dos. No puedes ponerte de su parte, hijo. Piensa en el buen nombre de nuestra familia; lo destruirás.
—No, no lo destruiré —replicó Hammie—. Hacer lo que debo, padre, es la única forma que queda de salvar el nombre de Chauncy Hammond. Que es mi nombre también. ¡No solo el tuyo!
—No lo entiendo, Hammie —dijo Edwin, que mantenía el codo pegado al costado herido mientras recogía el fusil que había dejado caer Hammond—. ¿Por qué iba a tener tu padre nada que ver con la causa de los desastres?
Hammie frunció el ceño y tragó saliva.
—Creo que he descubierto la respuesta en las últimas semanas, Hoyt. Durante la guerra, la empresa recibió contratos para fabricar motores de locomotoras para el gobierno, cañones y municiones, y así sucesivamente. Fue un periodo lucrativo, y mi padre apostó. Apostó a que los combates iban a continuar varios años y convirtió grandes partes de sus plantas de locomotoras para dedicarlas a la producción de guerra. Hizo las inversiones correspondientes. Cuando terminó la guerra, todo se fue al traste. La empresa sufría grandes deudas, y aún las sufre.
—¡Hammie, cómo te atreves a difundir mentiras! ¡Estás equivocado!
—¡Padre, no intentes engañarme! ¡Ya he inspeccionado con detalle los libros de contabilidad que estabas arrojando con tanta prisa al horno para ocultar tus huellas! Lo sé. Sé que hipotecaste la fábrica con tus acreedores. Sé lo desesperado que estás, he visto el cambio en ti. Pero, aun así, que hayas sido capaz de desatar un monstruo tecnológico de Frankenstein…, ¡de facilitar el caos y el asesinato, padre! Y pensar que eres tú quien ha provocado la desintegración de nuestro Instituto.
—Dice usted que es culpa del rector Rogers —increpó Marcus al empresario—. ¿Qué quiere decir?
Hammond no apartó la mirada de su hijo.
—¡Desintegración del Instituto! —repitió—. Desintegrar. ¡Qué dices, si he sido el mejor amigo económico del Instituto desde que Rogers lo constituyó en sociedad, a punto de estallar la guerra! ¡Permití que se diera publicidad al hecho de que tú, mi único hijo, estabas entre sus primeros alumnos, para que se enterase todo el mundo! Pero el Instituto tenía enormes gastos y pocos estudiantes y defensores. Ha permitido que haya estudiantes con beca, como usted, señor Mansfield, y la joven señorita Swallow, que no pagan los honorarios habituales, y se quedó endeudado por los costes de edificación. No obstante, cada invento logrado en el Instituto constituía una fortuna propia e inmensa. Me ofrecí a comprarlos y patentarlos, venderlos por todas partes y compartir los beneficios con el Instituto. Yo no era el único que había visto esta oportunidad de prosperidad para el Instituto y progreso para la industria. Su rector, obstinado, se negó a vender nada a nadie. Quería que los inventos fueran gratuitos y estuvieran a disposición de todo el mundo; se negó a utilizarlos para obtener beneficios, ni siquiera cuando los ingresos del colegio iban disminuyendo. ¡Estaba cometiendo un suicidio económico y arrastrando a todo el Instituto con él!
Hammie sacó un grueso fajo de papeles de su abrigo.
—Estas son solicitudes de patentes de los inventos producidos en el Instituto. Las encontré hace unas semanas en la caja fuerte de su despacho. Cientos de ellas. Redactadas por el abogado de mi padre.
—Usted quería desacreditar al Instituto —dijo Edwin, asombrado—, para poder controlar todos sus inventos.
Hammond les miró enojado.
—Son todos unos malditos imbéciles. Igual que Roland Rapler y sus agitadores, convenciendo cada día a más obreros de la ciudad de que se rebelen; ellos son los auténticos monstruos de Frankenstein, a los que nuestras fábricas han dado vida y fuerza. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que toda la industria caiga en la bancarrota? De aquí a diez años, la cuestión no será a cuántos hombres da trabajo un empresario, sino solo cuántas ideas posee. Con los inventos futuros, el ferrocarril y el telégrafo les parecerán tan simples y prosaicos a sus hijos como las diligencias les parecen hoy a ustedes.
Hammie había entregado los papeles a Edwin.
—Verás, Hoyt, si el Instituto cierra, sus inventos pasarían a ser de libre disposición, claro está, hasta que la compañía de mi padre se asegure su control antes de que lo haga nadie más.
—¿Cómo sabía él que se echaría la culpa de los desastres al Instituto? —preguntó Marcus a Hammie.
—Las nuevas ciencias ya estaban bajo sospecha; este no fue más que el último empujón —dijo Hammie—. Cyrus Hale y los demás politicastros de la Asamblea son satélites de las grandes empresas y se dejan llevar con facilidad. Cuando nombraron al profesor Agassiz para asesorar a la policía, con sus rencillas particulares con el rector Rogers, la suerte del Instituto quedó echada.
—¿Estaría dispuesto a matar por esto? ¿Causaría catástrofes en su propia ciudad para salvar su fortuna? —preguntó Marcus, en posición amenazadora sobre el hombre al que tanto había debido.
—¡No, no! Lo que soñaba Rogers constituía un peligro para todos nosotros. Imagínense que la gente controlase el ferrocarril. Imagínense a cada ciudadano con un motor de vapor propio, una línea de telégrafo a su disposición en la mesita del cuarto de estar…, la enorme caja de Pandora que se abriría debido a decisiones e incompetencias destructivas. Las empresas como la mía administran las fuerzas de la ciencia en beneficio y para seguridad de todos. Conceder el acceso libre a la tecnología es el peligro fatal. Quería salvar nuestra ciudad, nuestra ciudad y a sus ciudadanos, de ese día del Juicio Final.
—Responderá por cada vida que se ha perdido —dijo Marcus, inconmovible.
—Ninguna de ellas es culpa mía —protestó Hammond, que añadió, avergonzado—: No de forma directa, quiero decir.
—¿Cómo puede esperar que nos lo creamos?
—¡Porque mi modesto plan nunca se puso en práctica, señor Mansfield! Ahora estoy arruinado. Pero fui su benefactor. Aunque solo sea por eso, al menos escuche lo que tengo que decir. ¿Cree que haría saltar por los aires mi propia fábrica de locomotoras cuando estaba intentando por todos los medios recuperar sus éxitos? ¡He tratado de detener todo esto, igual que ustedes! ¡Luchamos en el mismo bando!
Los estudiantes intercambiaron unas miradas confusas.
El magnate, envalentonado por haber conseguido capturar su atención, continuó:
—Tienen razón, al menos en parte. Pero mi único propósito en todo esto era zarandear un poco al Instituto para que sus frágiles circunstancias económicas los convencieran de que debían autorizarme a asumir el control de sus inventos. O podía ocurrir que el Instituto no fuera capaz de seguir existiendo. El resultado sería el mismo: yo pediría las patentes y todo ello redundaría en beneficio del progreso y el hombre. No quería más que mostrar al público la confusión que se crea cuando se difunde la tecnología sin un control claro y debido. ¡Nunca pensé en hacer daño a ninguna persona!
Marcus fijó la mirada en Hammond mientras empezaba a comprender y, con ello, a sentir un nuevo temor.
—Usted no actuó solo.
—Miren —rogó Hammond, que ya había perdido la última traza de resistencia—. Eso es lo que trato de decir. Contraté a un ingeniero para que preparase una serie de demostraciones. Meras demostraciones, ejercicios inofensivos, como para contrarrestar los que hacía en público el Instituto. Ese fue el comienzo y el fin de mi plan. Concedí al ingeniero el uso de un laboratorio vacío que había sido abandonado, con todo su equipo, por un inquilino comercial que había quebrado, y la libre disposición de nuestros yates y suministros. Confiaba en que siguiera mis órdenes, como había hecho hasta entonces. Pero no me había dado cuenta… Su odio, su cólera…, sus acciones estuvieron fuera de mi control desde el principio, en cuanto probó lo que podía hacer. Dijo que el proyecto era la «misión» que le había encomendado Dios… El objetivo de la manipulación de las brújulas era solo que los marinos informaran del incidente a la policía y a la prensa, pero él prefirió desencadenarla durante una noche de niebla espesa y los estragos fueron mayores de lo que me podía imaginar. Di gracias a Dios de que no hubiera muerto nadie. Visité los hospitales y pagué las facturas de los heridos. Después, cuando murió esa pobre actriz en State Street, enloquecí. Hijo, tú te acordarás. Esa semana mis nervios alcanzaron un límite insoportable, y apenas podía mantener una conversación o reunión sin dejarme llevar por el mal genio. Ordené al lunático que parase, se lo exigí, le amenacé, incluso le ofrecí dinero. Pero él se negó. Dijo que, si me atrevía a hablar de él a las autoridades o a alguna otra persona, presentaría pruebas que me implicaban y nos haría daño en persona a mi hijo y a mí. ¡Y entonces, antes de que me diera tiempo a pensar en qué hacer, causó una catástrofe todavía más espantosa e hizo estallar las calderas de toda la ciudad, incluidas las de mi propia fábrica!
—¡Díganos su nombre! —reclamó Marcus. Como Hammond permaneció callado, exigió—: Si lo que dice es cierto, ¿por qué le protege?
—Si se lo digo… No lo comprende, este individuo no conoce límites. Podría buscarme, podría encontrar a mi esposa. ¡Podría hacerte daño a ti, hijo, que es mi máximo miedo en el mundo! A pesar de todos mis recursos, no puedo proteger a todos todo el tiempo, no de él. ¡Estamos todos en peligro, incluso en este mismo momento!
Por primera vez en el enfrentamiento, Hammie parecía contrito, conmovido por la preocupación que mostraba su padre hacia él.
Marcus agarró a Hammond por los hombros.
—¡El nombre! ¡Ahora!
—¡Se está viniendo abajo! —dijo Edwin mientras dejaba caer el fusil y apartaba a Marcus.
Hammond abrió la boca para volver a hablar, pero se estremeció al oír una multitud de alarmas en la lejanía. Puso los ojos en blanco y se desplomó al suelo.
—Quédate con él —indicó Marcus a Edwin mientras apoyaba con cuidado la cabeza y el cuello del empresario en el suelo. Se volvió a Hammie—: ¿Puedes apagar todas las máquinas?
Mientras Hammie lo hacía, Marcus agarró un mazo colgado en la pared y rompió una ventana tapada con tablones; por el hueco vieron el cielo que de pronto estaba ennegreciéndose por encima de Boston y las primeras señales del nuevo desastre que les aguardaba.