Fueron los primeros en abordar el primer tren de vuelta a Boston por la mañana. Marcus había querido salir la noche anterior, pero se encontró, para su disgusto, con que estaban atrapados en Nahant.
—¿Ni siquiera hay un barco de vapor? —había preguntado cuando Edwin le dijo que no había trenes nocturnos y tenían que quedarse a pasar la noche en las habitaciones de su familia.
—Cuando empiece la temporada de vacaciones, en las próximas semanas, habrá dos al día. Pero a estas alturas del mes no hay ningún otro tren ni barco hasta mañana —replicó Edwin—. Mientras tanto, ¿quieres que miremos en los sitios que sugirió el señor Hammond?
—Hammie no está en Nahant, Edwin. No si quiere esconderse; es demasiado pequeño.
Ahora, mientras se mecían sus asientos en un vagón de la Compañía de Ferrocarriles del Este que habían tomado en Lynn, Marcus se sintió aliviado al dejar atrás el paisaje escarpado. Durante la noche había llovido, el aire estaba húmedo y en calma y se había instalado un calor casi veraniego en toda Nueva Inglaterra, un preludio de las temperaturas implacables que sin duda iban a llegar. Para encontrar a Hammie tendrían que determinar en qué lugares de la ciudad podía esconderse. Con el laboratorio privado destruido, Marcus estaba seguro de cuál era el sitio al que iría: la Fábrica de Locomotoras Hammond.
—Pero eso está a plena vista —respondió Edwin.
—La mayor parte estará cerrada todavía debido a los daños causados por las explosiones de las calderas. Y piénsalo desde su perspectiva, Edwin. Es un lugar de lo más privado y que Hammie conoce como la palma de su mano. Prácticamente se crió allí. Quizá no se quede mucho tiempo, pero, si ha pasado por la fábrica, podremos encontrar alguna pista de adónde se dirige.
Cuando se aproximaban a la ciudad, Marcus cogió su bolsa de viaje y se disculpó. Al volver a su asiento, llevaba un uniforme azul desvaído con botones de metal que no parecían haber perdido el brillo pese al tiempo transcurrido. Edwin se quedó fascinado al verlo.
—Es el Día de las Condecoraciones —explicó Marcus, con cierta timidez ante la expresión deslumbrada de su amigo—. Bob me había pedido que fuera con él a alguna de las festividades. Habrá antiguos soldados con sus uniformes por toda la ciudad. Nos será útil.
—¿Por qué?
—Porque no llamaré tanto la atención con esto en la mano —Marcus abrió la bolsa para mostrarle el fusil desmontado que había cogido de la colección de Hammond.
Cuando el tren llegó a la estación más cercana a la fábrica de Hammond, algo alejada del centro de la ciudad, buscaron a un mensajero y enviaron notas a Bob y Ellen. Habían tratado de mandar un telegrama desde la oficina del Hotel Whitney la noche anterior, pero el telegrafista les había informado de que las interrupciones le habían obligado a dejar de enviar nuevos mensajes.
Marcus y Edwin se acercaron a la avenida que separaba las dos filas de edificios de la fábrica. El complejo, siempre tan bullicioso, mostraba un silencio incómodo, sin el ruido atronador de las máquinas ni los rugidos de las calderas, los hornos y los capataces y obreros tratando de cumplir plazos o encargos urgentes. Marcus pensó que a la vuelta de la esquina habría algún montón de pedazos de hierro que podrían utilizar para romper una de las ventanas de abajo, que habían cubierto con tablas después de que las explosiones las hicieran añicos.
—¡Espera, Marcus! —susurró Edwin cuando empezaba a caminar por detrás de los edificios.
Marcus se volvió y vio que había abierto la puerta de las oficinas en el edificio principal.
—¿No estaba cerrada? —preguntó en voz baja, mientras alcanzaba a Edwin en el umbral.
—Debe de haber alguien dentro.
—Es él. Está aquí en este momento.
—¿Y si Hammie la dejó medio abierta a propósito? ¿Una trampa, como en su laboratorio privado?
Marcus le dio a la idea menos importancia de la que esperaba Edwin.
—Entonces acabaremos lo que tenemos que hacer con él ahora mismo.
Edwin se secó la frente con el pañuelo y dio palmaditas en su Biblia de bolsillo.
—Ojalá estuviera Bob aquí contigo, Marcus. Él podría ayudarte más que yo, porque nunca se comporta como un gallina.
—Eres un hombre tan valiente como cualquiera, Edwin. Bob diría lo mismo. Mantén la calma y todo saldrá bien.
Edwin asintió con un gesto forzado y los dos avanzaron con cuidado por las oscuras oficinas, que estaban llenas de esquemas para nuevos encargos de locomotoras. Marcus encendió una pequeña linterna e iluminó con ella cada pasillo, mientras indicaba a Edwin que le siguiera. Sin respirar apenas, pasaron de una cámara a otra, preparados para enfrentarse con Hammie, cuya silueta veían en cada sombra, cuyo susurro oían en la brisa al pasar; luego repetían sus pasos hasta el pasillo e iban al siguiente departamento para volver a empezar.
Mientras caminaban entre las enormes máquinas de la fundición, se sintieron cautivados por una inesperada sensación de asombro. Las máquinas en reposo parecían bestias dormidas, dispuestas a despertarse por un solo tropiezo que tuvieran ellos al andar. Era un mundo de tinieblas con una extraña energía, aún tibio por el calor artificial de la industria, que nunca podría eliminarse del todo ni con el sistema de ventilación más avanzado.
—¿Hueles eso?
—¿Qué? —preguntó Edwin.
—Humo de tabaco.
Edwin olisqueó.
—¿Estás seguro?
Marcus hizo un gesto a Edwin para que le siguiera hasta la puerta del taller de calderas, de donde salían finas volutas de humo. Dio un paso para entrar, levantó el fusil y fijó la vista en la mira.
—¡Hammie!
Chauncy Hammond, padre, se dio la vuelta con un cigarro entre los labios y los ojos sorprendidos. Estaba introduciendo papeles en el vientre de un horno que ardía con llamas de un rojo vivo.
—Señor Hammond —soltó Marcus, bajando el arma—. ¿Cómo…?
Iba a preguntar cómo había llegado a Boston antes que ellos, pero se dio cuenta de que era una pregunta tonta antes de acabarla. Hammond no necesitaba depender del horario de trenes, era el tren. Edwin se acercó a Marcus en la puerta del taller.
—Muchachos, perdónenme. Lamento no poder recibir visitantes aquí en este momento —dijo Hammond con una sonrisa fatigada—. No han encontrado a mi hijo, ¿verdad? ¿Ese no es mi fusil Whitfield? ¿Por qué lo ha traído aquí? ¿Qué sucede?
Encima de ellos, las luces de gas parpadeaban.
Edwin sacó su propia conclusión apresurada.
—No puede hacer eso, ni siquiera por Hammie, señor Hammond. ¡Es destruir pruebas!
—No lo comprende, tengo que hacerlo —contestó el empresario con brusquedad—. Es la única forma de acabar con esto, señor Hoyt. De salvar todo y a todos los que me importan. ¡Ahora, señor Mansfield, señor Hoyt, por favor, hagan lo que les pido y encuentren a mi hijo, para que todos podamos estar a salvo!
—No debe seguir protegiendo a Hammie —dijo Marcus.
—Daría mi vida por mi hijo, como cualquier buen padre. ¿Qué intenta hacer? ¡Creía que quería ayudarme! Creía que eran sus amigos. Ahora veo mi error —el rostro de Hammond se tensó. Como las llamas del horno, la ira del magnate pareció cobrar fuerza y arder en su interior. Depositó el montón de papeles y dio dos silbidos agudos.
A través de los pasillos en penumbra de la siguiente planta apareció una figura gigantesca que se acercó a ellos entre los hornos. Era George el Perezoso, el inmenso maquinista. Tenía vendas en el rostro y el cuello, que Marcus supuso que tapaban las heridas sufridas durante las explosiones de las calderas.
—No habías cerrado la puerta con cerrojo, idiota —gruñó Hammond. Aunque no quitó la vista de Marcus y Edwin mientras hablaba, la reprimenda iba dirigida al operario, cuyo enorme rostro se ruborizó al llegar donde estaba su patrón—. Por favor, ayuda a nuestros amigos a encontrar la salida mientras termino mi trabajo.
George el Perezoso se interpuso cuando Marcus se aproximó a Hammond.
—¿Estás sordo, Mansfield? El señor Hammond ha dicho que no puedes estar aquí en estos momentos. No me esperaba que fueras a intentar algo así. Todavía recuerdas cómo se sale, seguro. Puedes darme ese fusil.
—George, mi amigo y yo necesitamos hablar con el señor Hammond sin más tardar.
Hammond, que había reanudado su tarea, volvió a ser el empresario brusco.
—Señor Mansfield, debo repetirle que estoy con un asunto muy urgente. Coja al señor Hoyt y váyanse. Le prometo que hablaremos más tarde, vengan a mi despacho mañana por la mañana.
Marcus no se movió.
—¡Mequetrefe cabezota! Siempre he querido una buena excusa para pegarte, Mansfield —dijo George, mientras ponía su enorme manaza en el hombro de Marcus—. Trata de interferir en los planes del señor Hammond y me la darás.
—Cuidado —dijo Edwin, inclinándose con valentía hacia el maquinista—. ¡El otro día, sin ir más lejos, mi amigo propinó una buena paliza a toda una banda de hombres de Harvard que habían comenzado una pelea!
George el Perezoso se rió y levantó el gigantesco puño.
—Yo no soy ningún universitario, amiguito —respondió.
—No tenemos tiempo para mantener una conversación —dijo Hammond en voz baja, e hizo una seña a su hombre—. ¡Ahora!
George lanzó su cuerpo contra Marcus y le quitó el fusil de las manos mientras lo levantaba para arrojarlo al otro lado del taller. George agarró a Edwin por el cuello de la camisa y lo tiró como una piedrecilla por el suelo grasiento. Marcus se acercó dando puñetazos, pero el maquinista le bloqueó con facilidad mientras le respondía a su vez con golpes.
Tambaleándose, Marcus se recuperó lo suficiente para acercarse a Edwin, que seguía en el suelo de la fundición. Antes de llegar a él, el gran martillo mecánico cayó y envió chispas de fuego por el aire, sobre sus cabezas. Marcus se agachó y se protegió el rostro.
George el Perezoso, a los mandos de la máquina, soltó una carcajada feroz. Mientras Edwin intentaba levantarse, George devolvió el martillo pequeño a su posición y maniobró su brazo de hierro para que cayera con brusquedad, un impacto que volvió a hacer caer a Edwin.
—¿Listos para marcharse ya, amigos? —gritó alegremente el maquinista por encima del ruido de la máquina.
—¡Tienen que ayudarnos, o estaremos todos en peligro! —respondió Edwin al obrero—. ¡No puede dejarle que proteja a Hammie!
—¡Proteger a Hammie! ¿Qué tiene que ver Hammie en todo esto?
—¿No lo sabes, George? —preguntó Marcus, que había recuperado la estabilidad y la confianza—. Correrás peligro de ser detenido por destruir pruebas de graves crímenes.
—¿Qué es lo que no sé? ¿Qué crímenes? El patrón Hammond me dijo que teníamos que destruir los planos de un nuevo motor de locomotora antes de que Globe Locomotive intentara robarlos aprovechando que la fábrica estaba paralizada. ¡Estoy aquí para impedir que actúen esos malditos ladrones industriales! —George se dio la vuelta para dirigirse a Hammond, que estaba en la entrada observando el diálogo.
—Contén la lengua, chico —dijo Hammond con un gesto amenazador hacia su empleado—. Mientras trabajes para mí, harás exactamente lo que yo te diga.
—¡Antes cuénteme de qué están hablando estos imbéciles! ¿Qué es eso de Hammie?
—No es asunto tuyo. Vuelve a los martillos mecánicos y haz lo que te he ordenado. Sácalos de aquí.
George dudó, se retorció las manos y apretó los dientes.
—Señor Hammond, antes quiero saber de qué está hablando Mansfield.
—¡Creía que eras un hombre leal, George!
—Cuando el señor Rapler intentó reclutarme en la cervecería para organizar el sindicato contra usted, le dije que se fuera al diablo. Pero tenía razón. ¡Usted no es honrado con sus trabajadores! No me está diciendo la verdad, puedo olerlo —rugió George, mientras balanceaba su cuerpo entre Hammond y Marcus como si no estuviera seguro de a quién acudir o a quién hacer daño.
Hammond se apretó una mano contra la sien, con aire cansado.
—Da la impresión de que os habéis olvidado todos de cuál es vuestro sitio. Siento que hayamos llegado a esto. No quería que ninguno de vosotros resultase herido.
George agarró de pronto a Edwin por los hombros y lo sacudió.
—Alguien me va a dar respuestas. ¡Tú! ¿Qué es todo eso de Hammie? ¿Qué ha hecho ese pequeño ricachón?
Edwin respiraba con dificultad entre las garras del enloquecido maquinista. En el momento en que Marcus daba un salto para arrancarlo de allí, las luces de la gran sala de máquinas se apagaron. Los tres jóvenes tantearon en la oscuridad para orientarse y George el Perezoso gritó a Hammond que volviera a encender las luces.
—¡Marcus! —llamó Edwin.
—Estoy aquí, Edwin. No te muevas… Oh, Dios. Me parece que está…
Con un destello de chispas feroces, la barra giratoria de una máquina que había cobrado vida repentina agarró a George el Perezoso por la chaqueta y lo arrojó a casi siete metros de distancia.
—Marcus, ¿qué sucede? —gritó Edwin.
—¡George! George, ¿dónde estás? —llamó Marcus, pero no hubo respuesta, ni tampoco rastro de él en la negra caverna de la fundición. Empezó a caminar a tientas junto a la pared hacia donde había caído el operario. Alrededor de ellos, máquinas gigantescas zumbaban y chasqueaban. Marcus volvió a gritar a Edwin que se quedara quieto mientras daba un paso tras otro, de forma metódica, acudiendo a sus recuerdos de la disposición de la planta. Un ligero olvido, un roce momentáneo con la máquina equivocada en funcionamiento podía arrancarle el brazo de golpe o separarle la cabeza del cuello.
Siguió los gruñidos que salían del maquinista derribado. Antes de llegar donde estaba George, las tablas del suelo, dañadas por las explosiones de las calderas, cedieron, y Marcus se hundió a través del suelo hasta la sala de cepillado.
—¡Marcus! ¡No! —gritó Edwin.
Marcus cayó de espaldas encima del enorme torno de rueda, a diez metros sobre el suelo y que se había activado a plena potencia. La luz entraba por una grieta de la pared de ladrillo tapada con maderas. Cuando se despejaron las nubes de polvo, levantó la cabeza y evaluó la situación. Al principio se alegró de que se hubiera acortado su caída, pero, cuando vio dónde estaba, se quedó horrorizado.
Edwin, que había bajado corriendo por las escaleras desde la fundición hasta la sala de cepillado, se detuvo antes de llegar a la máquina y se quedó mirando, ahora desde abajo, a su amigo.
—Necesito ayuda, Edwin —dijo Marcus con toda la calma que pudo.
—¿Puedes saltar? —preguntó Edwin. Pero, incluso aunque Marcus consiguiera sobrevivir a la caída, debajo estaban las ruedas de la máquina, que no paraban de dar vueltas y seguramente lo atraparían y lo arrastrarían debajo del torno—. Vas a tener que bajar por la rueda, Marcus.
—No puedo. Si me muevo un par de centímetros, será como cuando el operario inserta una plancha de madera, la rueda se pondrá en movimiento y quedaré atrapado en medio de las partes móviles de la máquina.
—Entonces encontraré una cuerda y tiraré de ti desde arriba.
Marcus negó con la cabeza.
—Las tablas del suelo de la fundición están todas rotas, no conseguirás acercarte lo suficiente. Edwin, necesito que apagues la máquina cuanto antes y con el mayor cuidado posible, pero sin agitar nada.
Edwin fue corriendo al otro lado del torno de rueda, donde estaban los controles bajo una campana. La enorme rueda sobre la que se sostenía Marcus giraba hacia un lado u otro a medida que él intentaba mantener su peso centrado entre los afilados radios de la rueda.
—¡Edwin! —la rueda crujió y se estremeció.
—¡No hables, Marcus! ¡Trata de no mover ni un solo músculo! ¡Voy a pararla! ¡No te fallaré!
Mientras pronunciaba las palabras, los dos alumnos de Tech sabían la verdad: ni siquiera la mente privilegiada de Edwin podía aprender a usar los controles de la compleja máquina en treinta segundos. Ese era todo el tiempo que le quedaba a Marcus —quizá sesenta segundos, como mucho— antes de que fuera inevitable que su peso pusiera la rueda en movimiento y quedara aplastado bajo ella, arrastrado al interior de la maquinaria o arrojado a una de las otras máquinas implacables que manejaba Hammond.
Si saltaba tendría una oportunidad, aunque fuera mínima, de sobrevivir. Cerró los ojos y se preparó. Y entonces la máquina chisporroteó, gruñó y se detuvo entre chirridos. Marcus levantó la cabeza con cuidado y miró asombrado.
—¡Edwin! —gritó con desolación.
Edwin había introducido su cuerpo entre los engranajes que hacían girar el motor.
—¡Marcus, estás libre! ¡Baja! —gritó, con un torrente de lágrimas cuando vio la sangre que manaba de su propio costado. Marcus bajó a saltos por los radios de la rueda parada y sacó el cuerpo de Edwin de la maquinaria. Su traje se había quedado hecho trizas en todo ese costado. Marcus arrancó la manga de su uniforme y envolvió con ella el abdomen ensangrentado de su amigo.
—Edwin, ¿qué has hecho?
—Encuéntrale —dijo Edwin tosiendo y escupiendo sangre—. ¡Tienes que encontrar a Hammie!
—Venga —Marcus le ayudó a ponerse de pie. Lo milagroso era que podía andar con menos dolor del que habían previsto y temido.
—No estoy muerto —gritó Edwin, maravillado. Se aferró al hombro de Marcus.
—Estás herido, Edwin.
—¡Pero no estoy muriendo, Marcus!
De pronto se detuvieron.
—¿Qué pasa? —preguntó Edwin, mientras intentaba tirar de él para seguir adelante—. No tenemos tiempo que perder. Puedo aguantar el ritmo.
—Edwin, piensa —dijo Marcus en voz baja y con muestras repentinas de haber comprendido todo—. Todas las pistas que hemos descubierto. El juego de baúles era propiedad de la familia Hammond, el yate de Hammond fue el que salió con el hierro a alta mar, el edificio de laboratorios en el sur de Boston era del señor Hammond. ¿Y si no está protegiendo a Hammie? ¿Y si se está protegiendo a sí mismo?
—Es imposible. ¡Chauncy Hammond! Ha apoyado al Instituto desde el principio.
—No vino aquí a intentar proteger a Hammie —dijo Marcus, ya con absoluta certeza.
—No te sigo.
—Ni siquiera estaba buscando a Hammie. Estaba distrayéndonos, enviándonos a encontrar a Hammie porque estábamos acercándonos demasiado, mientras él se preparaba para salir bien librado de todo y destruir todas las huellas de lo que había hecho.
A medida que se aproximaban de nuevo al taller de mecanizado, los motores principales rugían a intervalos y ahogaban su conversación.
—No me lo creo —dijo por fin Edwin—. No puedo —otra vez el rugido de los motores, luego un golpe de aire fresco de la máquina que enfriaba los cilindros y las ruedas—. No lo creeré jamás, Marcus.
Cuando cruzaron el umbral para entrar en la planta, una figura solitaria dio un paso adelante. Chauncy Hammond levantó el Whitfield contra ellos, con el ojo puesto en la mira. No había forma de huir; Edwin estaba demasiado malherido para moverse deprisa y era un blanco demasiado fácil.
—¡Agáchate! —gritó Marcus, mientras le empujaba al suelo y se tiraba encima de él, preparado para lo peor.
Pero, cuando volvió a alzar la vista, Hammond había desaparecido por completo. Se había desvanecido.
—Dónde…
—¡Ahí arriba! —gritó Edwin.
Un zumbido atrajo sus miradas hacia la inmensa grúa, construida para levantar cincuenta toneladas de hierro o acero de una vez. Colgado del garfio por el cuello de la camisa, a casi siete metros de altura, estaba Chauncy Hammond, dando patadas, retorciéndose y tratando de mantener agarrado el fusil, hasta que se le resbaló de las manos y se estrelló contra el suelo.
Marcus corrió a los controles y se quedó mirando a la persona que estaba manejándolos.
—Bueno, ¿quién decía que yo era demasiado listo para poder ser un buen maquinista? —preguntó Hammie, con la mirada furiosa y fija en su padre mientras lo bajaba al suelo—. Padre, creo que ha llegado la hora de que hablemos de verdad.