Marcus esperó a que Edwin pudiera volver a dejar a su familia sin llamar en exceso la atención. No quería enfrentarse a Hammie sin ir acompañado. ¿Quién sabía qué reacción tendría al verse acusado? Y, aunque confesara, Marcus necesitaría un testigo. Pero no esperaba que Hammie fuera a ponérselo fácil.
Emprendieron su deprimente misión siguiendo la pintoresca orilla desde el hotel hasta la casa. De pronto, Marcus se paró a mitad de camino.
De pie junto al agua se encontraba la figura inconfundible de Louis Agassiz, con su hermosa cabeza redonda y sus anchos hombros. Parecía estar esperando en el mismo sitio desde hacía algún tiempo.
—Retrocede despacio, Edwin —susurró Marcus—. Daremos la vuelta por el otro lado.
—¡Marcus! Mira.
Con un rápido movimiento, el profesor de Harvard dio un paso hacia una piscina que se había formado entre las rocas, se agachó, pasó una red pequeña por el agua y la levantó con un delicado pez en su interior. Incluso desde lejos, podían ver su rostro colmado de alegría.
—No sabe quiénes somos, Marcus —dijo Edwin—. Seguro que ni se acordaría de que fui alumno suyo aunque estuviera escabechado en uno de sus frascos. Agassiz tiene una casa aquí desde hace muchos años, para estudiar la vida marina y cosas así. Viene con su familia.
A pesar de todo lo que estaba pasando, a Marcus le impresionó la felicidad de Agassiz por haber encontrado lo que buscaba en el veleidoso flujo de la naturaleza. Le pareció que hacía una eternidad que no veía a nadie verdaderamente feliz.
Mientras estaban observando al profesor, una cosa verde se deslizó sobre la bota de Marcus.
—Es una de las serpientes domesticadas de Hammie —dijo Marcus alarmado, mientras la levantaba del suelo—. Gawain y Bartleby, creo que son sus nombres.
—¿Y?
—Hammie debe de haberlas dejado en libertad, Edwin —respondió Marcus—. Él las entrenó y les puso nombre. ¿Quién haría eso para después dejarlas en libertad?
Aceleró el paso y Edwin intentó no quedarse atrás.
—¡Eh, muchachos! ¿Qué tipo de serpiente tenéis ahí? —preguntó Agassiz. Hizo amago de seguirles y hacerles más preguntas, pero enseguida volvió a sus actividades.
—Espero que estés seguro de esto. Debemos estarlo antes de actuar —dijo Edwin a Marcus.
—Hammie tendrá una oportunidad de contar su versión de las cosas y responder a nuestras preguntas. ¿Tienes dudas?
—No, no, no veo otra forma, tampoco. Pero debemos estar completamente seguros de lo que vamos a hacer. Si demostramos que un alumno de Tecnología fue el responsable de todos esos sucesos espantosos, de todas esas muertes y heridas sin sentido, de la perversión del conocimiento científico, ¡tienes que ser consciente de que cualquier pizca de esperanza que le quede al colegio de sobrevivir desaparecerá para siempre! El Instituto se hundirá del todo y quizá nunca se permita que vuelva a haber otro igual.
—Es demasiado tarde para Tech —dijo Marcus—. Es mejor que haya desaparecido que tener que presenciar su agonía centímetro a centímetro.
Cuando llegaron a la casa, se abrió la puerta y salió un policía que frunció el ceño al verlos.
—¿Qué quieren? —preguntó.
—Creo que los jóvenes caballeros están aquí para ayudarme —dijo Chauncy Hammond, padre, mientras salía de detrás del agente.
—Como quiera, señor Hammond —dijo el policía, que volvió al interior.
—Señor Mansfield y… —Hammond se volvió hacia Edwin.
—Este es Edwin Hoyt, señor —explicó Marcus.
—Por supuesto. Le he visto alguna vez en actos del Instituto y aquí en el pueblo, y creo que he conocido a su padre por motivos de negocios. El eterno rival de mi hijo para ser el primero de la clase, ¿verdad? Bueno, me gustaría poder saludarles en un momento más alegre. Vengan unos instantes dentro conmigo, por favor. Tengo algo importante de lo que hablar con ustedes.
Marcus y Edwin entraron detrás del magnate. Los criados parecían nerviosos mientras revoloteaban alrededor, y no había señales de Hammie. Después de rechazar el ofrecimiento de cigarros y coñac, los visitantes se sentaron en el lujoso estudio de Hammond, y él insistió en que tomaran un té de una tetera de plata reluciente.
Hammond dio un ronco suspiro antes de comenzar.
—Señor Mansfield, señor Hoyt. Me alegro de que hayan venido. Necesito su ayuda más que nada en el mundo.
—Señor Hammond, ¿qué ha pasado? —preguntó Marcus, aunque pensó que lo sabía—. ¿Por qué está la policía aquí?
—Mi hijo ha desaparecido —con unos rasgos más normales y corrientes, el padre nunca se había parecido mucho hasta entonces a Hammie, pero ahora sus ojos preocupados de color café y su piel blanca podrían haber sido los de su hijo.
—¿No podría estar en el pueblo? —sugirió Marcus.
—Se ha llevado todo consigo. Su ropa, sus libros preferidos, sus apuntes. Incluso ha puesto en libertad a sus serpientes.
Marcus miró al suelo y se maldijo en silencio. Había esperado demasiado y había dado demasiadas señales de alarma a alguien tan listo como Hammie. Su condiscípulo se había imaginado que le habían descubierto.
—Es un muchacho sensible y a veces he sido demasiado duro con él —continuó Hammond—. Nunca quise que creciera malcriado por un entorno lleno de facilidades. Tiene inteligencia de sobra, pero una constitución frágil.
—Quizá no tan frágil como pensábamos —dijo Marcus en tono críptico.
—¿Le ha hablado de su madre? —preguntó el empresario.
—¿Se refiere a la señora Hammond?
—No, no, señor Hoyt, mi esposa actual y yo solo llevamos casados cinco años y medio. La madre de mi hijo murió cuando él no tenía más que trece años. Cuando era niño y mentía o cometía algún otro pecado menor, ella le encerraba en el armario. Un día, no muy distinto a este, desapareció. Miramos en todas partes, pusimos la casa y los establos patas arriba en busca del chico. Por fin, mientras estábamos sentados en casa, frenéticos y desesperados, pensando qué hacer a continuación, oímos unos sollozos que procedían del armario. Ya habíamos mirado allí, pero se había escondido al fondo. Se había encerrado porque había dicho alguna palabrota, y anunció a su madre que estaba todo bien porque ya se había castigado él mismo. A pesar de la severidad que tenía ella, cuando murió, mi hijo pareció perder incluso ese desgraciado asidero.
—Es un espíritu sensible —musitó Edwin como respuesta.
—Un genio, eso es lo que es, señor Hoyt —replicó Hammond con firmeza—. Los genios asumen la culpa o el mérito de todo lo que sucede a su alrededor. Yo soy un hombre vulgar, en cambio, y mi único talento está en mi determinación. Cuando tenía su edad, mi mayor interés era la lucha y montar a caballo con mis amigos. Mi hijo nunca ha tenido mucha ocasión de experimentar camaradería. Habla de ustedes dos y de alguno más. Quizá sean sus únicos amigos, y el hecho de que estén aquí es providencial. Por eso les he pedido que entraran. Necesito que me ayuden a recuperarlo. No hace falta que comprendan todo lo que le pasa, ni siquiera tienen por qué tenerle simpatía, solo saber que necesita nuestra protección más que nunca.
—¿No le puede encontrar la policía? —preguntó Edwin.
—Me temo que no puedo divulgar gran cosa, pero su desaparición puede estar relacionada con las recientes catástrofes en Boston, y existen motivos por los que no puedo compartir ese dato con la policía. Ya saben que la ciudad entera ha sufrido más vuelcos que una tortilla. Pero tengo que ponerle a salvo. Ustedes, que son colegas de mi hijo, quizá tengan más idea de dónde puede estar.
Empezó a darles una lista de los lugares favoritos de Hammie. El magnate dijo que, mientras tanto, ya estaba reuniendo un grupo para salir a registrar cada centímetro cuadrado de Nahant.
—Le encontraremos, señor Hammond —prometió Marcus. Y nos aseguraremos de que reciba su castigo, por mucho que usted se empeñe en protegerlo.
—Gracias por su lealtad —respondió Hammond, dando un enérgico apretón de manos a Marcus—. Con esto está correspondiendo a la fe que he tenido en usted todos estos años.
Mientras salían de la casa, Edwin apartó a Marcus a un lado para que no los oyera un grupo que estaba reuniéndose allí cerca para empezar la búsqueda.
—Ahí está otra vez el policía. ¡Vamos de inmediato a decirle lo que sabemos de Hammie!
—Chauncy Hammond es un hombre con poder y fortuna, Edwin. Yo he trabajado para él. Sé cómo es.
—¿Y?
—Ya has oído lo que ha dicho de proteger a Hammie y no dar información a la policía. Si nuestras acusaciones se hacen públicas, retrasará cualquier actuación que podamos iniciar hasta que Hammie haya desaparecido por completo. Debemos encontrarle antes de que ninguna otra persona pueda traerle y colocarle bajo la protección de su padre.
* * *
—Sargento Carlton, creo que debería ver esto. Lo encontraron entre los papeles del hombre que murió en la explosión de la alcantarilla.
—Se refiere al caballero desfigurado, Joseph…
—Sí. El señor Joseph Cheshire.
El sargento Carlton hizo una seña al guardia para que se sentara enfrente de él, en su mesa de la comisaría central de Boston. Estaba ya agotado de tanto ocuparse de la montaña de sustancias, documentos y material científico que habían sacado del Instituto de Tecnología, así como la histérica insistencia de Louis Agassiz en que cada artículo se considerase como una prueba importante de las fechorías del Instituto. Carlton había aprendido la lección con la fallida teoría del científico de Harvard sobre los movimientos de la masa terrestre, que habían absorbido gran parte de sus recursos. En realidad, los estudios que se realizaban en el Instituto —al menos, lo que podía entender de ellos— habían empezado a impresionarle y fascinarle. Le parecían de una modernidad que hacía que Agassiz resultase completamente antiguo. Había animado a este a salir de la ciudad para que reflexionase mejor sobre los acontecimientos, y estaba decidido a descubrir lo que necesitaba para cerrar el caso por su cuenta, antes de que regresara el imperioso profesor.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo? —preguntó ahora Carlton al guardia, después de estudiar el pedazo de papel que le había dado.
—Verá, sargento, por lo visto, antes de morir, Cheshire escribió los nombres de varios alumnos del Instituto de Tecnología y dirigió una nota a uno de los periódicos. La nota apareció arrugada y en la basura, con toda probabilidad después de haber hecho otra con una letra más cuidada. No es fácil de leer. Asegura (bueno, aseguraba, debería decir) que los politécnicos tenían información importante sobre los desastres. Si a eso se unen los instrumentos y materiales descubiertos por el profesor Agassiz y relacionados con el mismo Instituto, pensé…
—Sí, ya veo adónde va —respondió Carlton, mientras miraba el papel con más detalle—. Una letra bastante horrible, ¿no?
—Sí, señor.
—Sí, bastante horrible. Marcus Mansfield, Robert Richards, Edwin Hoyt, Ellen… ¿Swallow, dice ahí? Qué letra tan apretada y espantosa.
—Es verdad, señor. Nada fácil de leer.
—El tal Cheshire parecía tener motivos para creer que esos universitarios estaban investigando por su cuenta. ¿Ha buscado a estas personas?
—Sí, señor. Mansfield no tiene ninguna dirección que figure en nuestro directorio. Ellen Swallow no aparece en el registro del Instituto, ni en los dos últimos directorios de Boston. Los otros sí tienen domicilios registrados, pero no se encuentran en ellos por el momento.
Llamaron a la puerta del despacho y unos instantes después el guardia volvió y susurró algo al oído de Carlton.
—¡Válgame Dios! —exclamó este—. Hágale entrar.
El guardia volvió con un joven alto.
—Soy el sargento Carlton. ¿Dice que tiene información importante relacionada con los desastres?
—Eso creo, señor.
—¿Y bien? Hable de una vez, hombre.
—Creo que un amigo mío sabe algo.
—¿Cree que es responsable, señor…, cuál era su nombre? ¿Cree que su amigo tiene algo que ver con estas fechorías?
—¡No, señor! ¡Ni hablar! —dijo el joven, que tragó saliva ante la insinuación—. Me llamo Frank Brewer, soy maquinista en la fábrica de locomotoras. No, es solo que mi amigo (su nombre es Marcus Mansfield) vino a pedirme ciertos materiales de la fundición, y, bueno, ha habido otros hechos curiosos desde entonces, como cuando intentó impedir que sufriéramos daños en las explosiones de las calderas, y a mí me preocupa mucho que haya tratado de investigar los sucesos por su cuenta, quizá con la ayuda de sus amigos. Verá, estudia en el Instituto de Tecnología, al que espero asistir yo el curso que viene, y gracias a eso tiene un don especial para las ciencias más nuevas y avanzadas. Todos ellos lo tienen. Son maestros de las artes mecánicas y químicas.
—¡Otra vez Marcus Mansfield! —dijo Carlton—. Siéntese.
—Muchas gracias —respondió Frank mientras se sentaba después de una breve vacilación—. Creo que ha progresado tanto que ya es capaz de prever qué va a ocurrir a continuación y puede descubrir la solución.
Volvió a ponerse de pie y a retorcerse las manos con consternación.
—Está haciendo lo debido —le aseguró Carlton.
—Me siento un enorme traidor en este momento, agente. Me tiemblan las manos a causa de ello. Pero no puedo evitar pensar que Marcus debe de creer que la policía no va a aceptar su ayuda y siente que no tiene a quién acudir. ¡Prométame que no le castigará por intentar ayudar en este asunto por su cuenta!
—A estas alturas, si puede ayudar, le nombraré mi mano derecha para siempre —afirmó el sargento.
Luego apartó a un lado al otro policía.
—Guardia, incluya esos nombres de la nota de Cheshire en una circular para repartirla a todo el departamento. Olvídese del viejo Agassiz, está atrapado en sus principios anquilosados. Tal vez el Instituto no sea nuestro enemigo en este asunto, sino nuestra única salvación. Quiero que me traigan a Mansfield, Richards, Hoyt y Swallow, en grilletes, si es necesario. Y si el jefe Kurtz o cualquier persona del Ayuntamiento pregunta, no mencione el Instituto.
—Sí, señor.