El edificio era un castillo antiguo en descomposición en esta mañana de bochorno, Back Bay era una isla desierta y quemada, desprovista de vida, al menos para él. Bob se inclinó en las escaleras de granito donde, solo dos semanas antes, docenas de estudiantes tomaban sus comidas de mediodía, reían y se contaban chismes, e hizo todo lo posible para evocar las alegres imágenes que, por alguna razón, parecían tan lejanas.
—¿Un partido de fútbol? Muy bien, amigos —asintió Bob mientras peloteaba con un balón que había encontrado abandonado en los terrenos del Instituto—. ¡Hurra! ¡Tres hurras por Tech! —dio una fuerte patada al balón. En la distancia, la turbia marea estaba entrando en la ensenada. Más cerca, Bob vio al viejo organillero que gustaba de tocar su música junto a las ventanas del colegio mientras su mono trepaba por ellas para recolectar monedas de los estudiantes.
—¡Maurice! Eh, Maurice, ¿qué tal unas cuantas melodías? —llamó Bob. El músico agarró a su mono y se fue corriendo en la otra dirección—. Vaya lealtad —reflexionó Bob—. ¿Qué opinas tú, Bacon? Venga, Newton. Arquímedes el pagano, deja de dibujar en la arena y junta tu mente con la del señor Franklin para resolver nuestros pequeños problemas —los nombres que mencionaba estaban grabados en piedra sobre el friso de granito que remataba las columnas corintias de la fachada.
Vio su propio nombre —mucho más pequeño— representado por las iniciales grabadas en los cimientos de ladrillo a la altura del sótano cuando estaban construyendo el edificio. El año de su primer curso había sido un periodo de inquietud, adaptación y emociones; segundo y tercero, cómodos y satisfactorios, como si hubiera estado siempre allí y allí fuera a quedarse para siempre; cuarto, desde el principio, había estado impregnado de la sensación de que estaban viviendo algo trascendental y, tal vez, imposible de comprender por completo. Preguntó casi a gritos:
—¿Y qué hacemos con todo esto ahora?
—Siempre pensé que deberían plantar más árboles y flores delante del edificio. Supongo que nadie nos lo impediría ahora.
Bob se dio la vuelta al oír la voz.
—¡Profesora Swallow!
Ellen se acercó despacio hacia las escaleras. Llevaba su vestido negro largo y su gorro negro, que debía de resultar asfixiante bajo el sol, aunque ella no lo aparentaba.
—Profesora, ¿qué hace usted aquí?
—Lo mismo que usted.
—Recordar —dijo Bob, mientras asentía con aire pensativo. Ellen se sentó en el otro extremo de su escalón, lo cual, en cierto modo, mejoró las cosas, como si el viejo lugar de reunión volviera a estar poblado por los compañeros de siempre; aunque ella no fuera en realidad un «compañero»—. ¿Conoce el gimnasio de Eliot Street, profesora Swallow? Está lleno de las típicas barras paralelas y horizontales, palos, pesas de pared, ya sabe. Whitney Conant siempre estaba allí y, por supuesto, yo había convencido a Mansfield y Eddy para que vinieran. En aquella época, Conny estaba experimentando con la fotografía, y nos hizo una foto a mí, Mansfield y Eddy como una pirámide humana, conmigo haciendo el pino sobre sus espaldas con los pies en el aire. ¡Teníamos que estar totalmente quietos, profesora, nada menos que once segundos! ¿Se puede imaginar al terco de Mansfield en esa situación? Decidido: voy a volver a hacer ejercicio, quizá volver a probar con la esgrima.
Después de encontrar una rama apropiada para hacer de espada, Bob gritó: «¡En guardia!» y colocó su arma en posición vertical, con la punta a la altura de su barbilla. Ellen no perdió ningún tiempo en encontrar su propia rama y asumió una postura perfecta frente a él.
—¿Practica usted esgrima?
—Ya sabe que he estudiado muchas de las artes que suelen estar reservadas a los hombres.
—¿Quiere intentarlo? —preguntó Bob en tono conforme.
—¡En marcha! —declaró ella, e hicieron varios movimientos de ataque y defensa, riendo y gritando las órdenes mientras lo hacían.
—¿Sabe dónde está él ahora? —preguntó Ellen en mitad del duelo.
—¿Él? —Bob atacó con su rama y ella retrocedió un paso.
—El señor Mansfield —dijo ella en voz baja.
Bob bajó la rama.
—Ya quisiera yo saber dónde. Supongo que nos caldeamos demasiado entre nosotros después de todo lo que pasó.
—Parecía abatido.
—Dejó una nota en casa de la señora Page y se llevó sus cosas. Se ha ido de la ciudad, creo. Supongo que hay que pasar un invierno y un verano con un hombre para conocerlo, como dicen. Para mí es un duro castigo. Me sentí atraído por Mansfield desde la primera vez que lo vi. Pero, en estos cuatro años, nunca he podido mirarle sin sentir una punzada de vergüenza.
—¿Por qué?
—Pensará que soy un cobarde —dijo Bob con una timidez poco normal en él.
—No, Robert.
Le gustaba cómo sonaba su nombre en boca de ella. Le debía algo a cambio, así que empezó su relato.
—Marcus Mansfield estuvo en el ejército de la Unión. Yo, no. No me reclutaron, pero tampoco me presenté voluntario. De hecho, solo sirvió uno de mis cuatro hermanos. El pequeño, Harry, era demasiado joven. El mayor y el segundo pagaron para que fueran sustitutos en su lugar, y yo esperé. Y esperé. ¡Combatir era lo que más deseaba en el mundo!
—¿Por qué no lo hizo?
—Le estoy diciendo que era un cobarde. Cada vez que me imaginaba en uniforme, pensaba: ¿y si un hombre de mi regimiento está en peligro y no soy capaz de ayudarle? Era demasiado cobarde para asumir ese riesgo. No estaba listo.
—No ir voluntariamente a la guerra no significa ser cobarde.
—¿No? ¿Entonces qué?
—Ser paciente.
Bob se rió.
—Esperé con paciencia hasta la rendición de Lee. Mientras tanto, Mansfield se pudría en un campo de prisioneros. Le digo que hay algo serio en ese muchacho tan callado. Los demás presos le nombraron su «jefe de policía» y le responsabilizaron de proteger a los más débiles y castigar a los malvados. Habría dado lo que fuera por haber estado allí a su lado. Es de imaginar… En fin, quizá siempre sentí que estaba en deuda con él por eso. Aunque sólo me habló de ello una vez, después de haber bebido demasiado. ¿Sabe que el sábado se va a celebrar el primer Día de las Condecoraciones? He oído que van a conmemorarlo todos los años a partir de ahora, el 30 de mayo, para honrar a los soldados caídos. Habrá desfiles, festivales de música, obras de teatro, jubileos. Pondrán coronas en las tumbas de los soldados en los cementerios. Le había pedido a Mansfield que fuera conmigo.
—Siento que se haya ido. No es un hombre para Boston, quizá, pero he descubierto que tiene un carácter típico de Nueva Inglaterra.
—¿Cree usted?
—Sí. Nunca me había dado cuenta del todo de cuánto valor tenía haber nacido en Nueva Inglaterra, pero me alegro de que me tocara. Lo he sentido de forma muy intensa en los últimos días. La querida Nueva Inglaterra, con toda su seriedad y sus opiniones inflexibles, el centro de todo lo que es bueno y noble. Eso es el señor Mansfield, también.
Bob hundió la barbilla en las manos.
—Es asombroso que quede alguien en Boston. ¿Qué voy a hacer sin él?
—Me gustaría ir.
—¿A la fiesta del Día de las Condecoraciones?
—Sí.
—¿Vendría conmigo? —preguntó él, animándose—. ¿Me permitiría acompañarla?
—Con la condición de que no siga llamándome profesora ni Ellenciclopedia.
—No, no, es «Ellepedia». En cualquier caso, «señorita Swallow» parece demasiado formal y da miedo.
—Yo tenía la esperanza de que se me tratara como a todos en Tech —dijo ella con añoranza—. Si yo le voy a llamar «Robert», usted debe llamarme «Nellie». Cuando no haya nadie más alrededor, claro. En otros casos, tendrá que ser «señorita Swallow» y «señor Richards».
—¡De acuerdo! Nellie, vamos a pasar el día en la fiesta, entonces. Creo que los dos nos merecemos divertirnos un rato. Todos nos lo merecemos.
—De acuerdo.
Cuando Ellen prosiguió su camino, Bob no quiso volver a su habitación callada y desprovista de la compañía de Marcus. Acabó en una cervecería del barrio llamada La Pequeña Dublín y volvió a casa a mitad de noche tambaleándose y más bien «desplumado», como decían los estudiantes, lo cual le sirvió para no notar la ausencia de Marcus ni pensar en los rostros de los muertos y los heridos de Boston durante las semanas de las catástrofes ni en el hecho de que el mes siguiente no iba a haber ceremonia de graduación para la promoción de 1868. No habría jamás una graduación en su Instituto. Qué cansado estaba y, sin embargo, no encontraba la forma de dormir.
—Lo haré, Mansfield —se oyó decir a sí mismo, medio consciente de a qué se refería—. Te prometo que lo haré.
Tampoco Ellen quiso volver a su habitación en casa de la señora Blodgett después de seguir su camino. En su lugar fue a la biblioteca pública y redactó unas cartas dirigidas a químicos particulares para pedirles que la tuvieran en cuenta si había algún puesto vacante. Luego cogió las cartas y las depositó en diversos lugares de la ciudad. No sabía si mencionar el Instituto la ayudaría o si su asociación con él sería su letra escarlata científica, pero ¿qué más daba? Sabía que no iban a llamarla para ninguna vacante cuando vieran el nombre de una mujer al final de la carta. Había reflexionado mucho sobre su plan de vida en el Instituto, el resultado de una decisión fría y deliberada, y había quedado muy satisfecha con los frutos. Qué aspecto tan noble tenía Robert Richards haciendo guardia en las escaleras del Instituto, como un custodio de causas perdidas.
Cuando emprendió el camino de vuelta a la pensión, ya había caído la noche y las calles de la atemorizada ciudad estaban más desiertas que de costumbre. Mientras caminaba deprisa hacia casa, le pareció oír un paso y tuvo sensación de peligro. Sacó el revólver con empuñadura de nácar del bolsillo de su abrigo y se dio la vuelta, con la mano temblorosa, al tiempo que recordaba de pronto, cosa absurda, que no le había dicho a Bob nada de la pistola cuando se lo había preguntado en la azotea de su edificio, porque no quería que pensase que ella tenía miedo de vivir en Boston. Mientras caminaba hacia atrás, amartilló el revólver y gritó:
—¡Estoy dispuesta a disparar, señor, dispararé si me veo obligada!
Pero no vio a nadie.
Por fin llegó a casa, con labios temblorosos, y se arrojó sobre su cama entre sollozos. Agradeció que su madre no estuviera presente y no pudiera verla comportándose como una colegiala tonta, en vez de una mujer preparada para afrontar sin amilanarse las pruebas de la vida. Baby se acomodó detrás de la cabeza de Ellen y rodeó su cabello con las patas, como si fuera una corona.
* * *
La pequeña fila de olmos prestaba un aspecto algo menos severo a la zona, pero solo un poco. Aquello no era en realidad un cementerio, nada similar a los jardines esculpidos de Mount Auburn, en Cambridge, al otro lado del río; no era más que un solar con tumbas, frío y desmemoriado. Las verjas de granito y hierro hacían dudar a cualquier persona de tener un mejor recibimiento por parte de los muertos que de sus guardianes, sobre todo a hora tan tardía.
El reacio visitante alzó su farol y lo pasó por las lápidas de formas variadas, en su mayoría de endeble arenisca o mármol agrietado. Por lo menos, el aire antiguo y embrujado del lugar mantendría alejados a los vagabundos; a todos menos a uno, esperaba. Tropezó entre las hierbas que cubrían el camino y estuvo a punto de caer sobre una tumba. Malditas cervezas y maldita falta de sueño.
El ruido hizo que una silueta pasara corriendo a su lado en la oscuridad. Después de recobrar el equilibrio, Bob dirigió la luz humeante hacia la tumba cubierta de musgo en la que se había detenido el fugitivo.
—¡Espera! ¡No tengas miedo! —susurró.
La silueta volvió a escapar, esta vez a gatas, detrás de una fila de tumbas irregulares que llevaban de vuelta a la capilla. Bob le persiguió, pero la silueta era menuda y más rápida.
—¡He dicho que esperes! ¡Soy un amigo, maldita sea! ¡Theophilus!
El corredor se paró de nuevo en otra tumba. Se oyó una voz joven y atemorizada.
—¿Quién es usted? ¿Le ha enviado él a buscarme?
—No —dijo Bob—. No me ha enviado nadie.
—¿Cómo me ha encontrado entonces?
Bob no sabía con exactitud qué tumba era la que le hablaba. Se mantuvo a distancia para no volver a asustar al muchacho.
—Llevo buscándote toda la noche. No soy el único: algunas de las tiendas cercanas dicen que les has robado pedazos de carne y fruta durante los últimos días.
—¿Ha venido a arrestarme? —más ruido como de preparativos para otra carrera.
—¡No, por Dios! Pero si quieres pasar inadvertido, no robes, por Dios. Uno de los comerciantes había estado preguntando por ti y oyó decir que te habían visto rondando en alguno de los cementerios. Fui a los de Copp’s Hill y Granary y no te encontré, así que pensé que debía de ser por aquí. Te he traído algo de comer.
—¡No, gracias! —un ruido de alguien olisqueando—. ¿Tiene carne?
—Cerdo hervido, bien hecho, bañado en salsa. Eso es.
Theo asomó la cabeza de detrás del osario medio en ruinas, a treinta metros de donde estaba Bob, que se asombró al ver con qué habilidad le había eludido el chico.
—¿Cuánto tiempo llevas durmiendo aquí?
—No sé. Semanas.
—¡Semanas! Por el amor de Dios —exclamó Bob—. Bueno, esta noche te vas a casa.
—¡No con gente como usted, ni hablar! ¡Sobre todo si le ha enviado él!
—Ya te he dicho… —comenzó Bob, que estaba impacientándose.
—¡Eh, me acuerdo de usted!
—Buen chico. Eso es, mantuvimos una conversación magnífica en State Street.
—Usted me llamó granuja.
—No se me podía ocurrir que ibas a recordar precisamente eso.
—El otro tipo, el del bigote. Era muy amable. ¿Dónde está?
Bob hizo una mueca ante la pregunta y se limitó a negar con la cabeza.
—Ahora estás a salvo, Theophilus. ¿Tienes algún sitio al que ir?
—Supongo que no —farfulló el chico, mientras daba un paso indeciso.
Bajo la luz de su farol, Bob examinó al refugiado. Tenía la piel pálida y sucia, la cabeza grasienta al descubierto, y estaba tapado solo en parte por un variopinto surtido de ropas llenas de porquería. Tenía las manos hundidas en los bolsillos.
—¡Dios mío! ¿No tienes unos padres que cuiden de ti?
—Sí, y cuatro hermanos y tres hermanas, y, si no llevo a casa ningún dinero ganado con mi trabajo, mi padre me enseñará lo que es bueno con una vara. He estado haciendo como que este era mi castillo, y estas piedras, los caballeros que me defendían.
—¿Qué escondes en los bolsillos? Venga. Déjame verte las manos.
—¡Ni hablar!
—¿Por qué no? No puedes comerte esto si tienes las manos escondidas. Venga, las dos manos.
Con un resoplido, Theo sacó despacio las manos. La que había resultado herida en la catástrofe temblaba.
—No intente cogerme las manos, ¿me entiende?
—Dime, ¿qué es lo que te hizo huir? ¿Por qué acampar aquí, de todos los sitios posibles, hombre?
—¡Me dijo que tenía que hacerlo! Que si no lo hacía… —Theo hizo un gesto de cortarse con la mano.
—¿Te refieres al agente de Bolsa, Joseph Cheshire?
—¡Es un malvado! —replicó con emoción—. ¡Me persiguió hasta un callejón y me amenazó con cortarme los dedos de mi mano buena! ¡Y estoy seguro de que lo habría hecho! Pero debí de desmayarme, y, cuando me desperté, estaba en la parte trasera de su coche, envuelto en una manta. ¡Dijo que solo se desmayaban los chicos cobardes y que no podía perder su tiempo con un cobarde, y me ordenó que me quedara en este cementerio hasta que me dijera otra cosa, para que pudiera contemplar las tumbas y recordar qué me iba a pasar si volvía a hablar más de la cuenta! Dijo que me enterraría aquí mismo si no estaba callado o intentaba huir.
—Este fue el primer cementerio que se contruyó en todo Boston —dijo Bob—. Hace mucho que no se entierra a nadie aquí. Imagínate, Theophilus, mi pequeño amigo: una de las primeras cosas que comprendieron que necesitaban los colonos en Boston fue un cementerio. Bueno, ese canalla no volverá a molestarte.
—¿De verdad? —preguntó con voz tímida.
—Te lo prometo.
—¡Se pronuncia Thiafilis, por cierto, no Thiofolus!
Bob se sentó en el borde de una vieja lápida en la que había esculpida una gran calavera.
—¿Sabes?, a propósito de nuestra última conversación —continuó en tono sombrío—, sé que te debo una disculpa. Solo intentabas ayudarnos y tenías unos dolores tremendos y yo solo estaba pensando en mí mismo, y no te guardé el respeto que te merecías. ¡Pero maldita sea, Mansfield, incluso en esta hora tan mala debe de haber algo más que se pueda hacer!
El muchacho le miró con ojos grandes y cristalinos, las manos en las caderas.
—Por cierto, Theo —preguntó Bob mientras trataba de despejar la nueva ola de agotamiento y pesar—, ¿cómo tienes el brazo y la mano? Las heridas, quiero decir.
Theo se encogió de hombros.
—Supongo que nunca estará lo bastante bien como para que pueda convertirme en el hombre que habría podido llegar a ser.
—Apostaría mi mejor bufanda a que sí. Es más…, ¡cuidado, hombre!
Le arrojó la bolsa de papel. Theo retrocedió unos pasos, la agarró contra su pecho y metió media cara en la bolsa para dar su primer mordisco a la carne.
—¡Lo ves! —gritó Bob entre risas.
—¡Se ha vuelto loco usted también! —dijo Theo, y al hablar salían trozos de cerdo de su boca—. ¿Qué es lo que es tan gracioso, señor?
—¡Lo has cogido con la mano derecha, Theo!
—¡Es verdad! —el chico se maravilló al darse cuenta, y su rostro enrojeció de orgullo—. ¡Hace una semana no habría podido!
—Ven, cómetelo por el camino. También te debo esto —colocó su bufanda, que era gruesa, negra y con rayas doradas, alrededor del cuello de Theo.
—¿Dónde voy a ir?
—Duermes en mis habitaciones esta noche, y por la mañana convenceré a algún tío o algún primo de que necesita a un aprendiz tan listo como tú en sus oficinas.
—¿Cree que podrá, señor? —preguntó Theo, impresionado.
—No tengo la menor duda.