Para cuando llegó al Hotel Whitney, Marcus ya tenía elaborado su plan.
—Necesito enviar un telegrama —dijo.
El telegrafista le preparó un formulario.
—Pero debería saber, joven, que en los últimos días hemos sufrido varias desconexiones. Quizá tarde más de lo habitual.
—¿Las tormentas?
El hombre parpadeó con indiferencia ante la pregunta de Marcus y volvió al libro que estaba leyendo.
—Esto es importante —dijo Marcus—. Si hay alguna forma de asegurarme de que la transmisión se va a hacer lo antes posible, le estaría agradecido. Esperaré aquí en el hotel a la respuesta. ¿Puede venir a buscarme cuando llegue?
—¿Está alojado aquí, joven? —el telegrafista le miró con los ojos entrecerrados.
—No, señor —ni tampoco tenía dinero para una habitación.
—¡Está usted enviando un telegrama a las nueve! ¿Va a esperar toda la noche a recibir una respuesta?
—Si no tengo más remedio.
—Pero no es huésped del hotel.
—Soy cliente de la oficina de telégrafos del hotel, ¿no? —esto parecía indiscutible.
Todavía no era la temporada alta del verano, pero el establecimiento ya estaba lleno de familias que querían alejarse, física y mentalmente, de los acontecimientos que habían asolado Boston. Marcus encontró una silla en el salón público del hotel y durante el resto de la noche alternó entre removerse en su asiento y pasear arriba y abajo de la sala, para consternación del personal. Una amable camarera le llevó un café y una manta, y consiguió echar unas cabezadas.
Por la mañana le sobresaltaron unos ojos amables y un rostro conocido que se inclinaba sobre él.
—¡Edwin!
—Marcus, ¿qué demonios te trae aquí? —Edwin, muy contento, le agarró la mano.
—Estaba acompañando a Hammie —dijo, con un vago gesto en dirección a la casa de los Hammond—. ¿Por qué estás tú aquí?
—A mi familia le gusta este hotel cuando salen de Boston. ¿Sabías que el poeta Longfellow tiene una casa de campo no lejos de aquí? Nahant es un peñón, y la gente es bastante cotilla, pero siempre hay algo que hacer. Como parece que no voy a tener que preparar exámenes de graduación… —se detuvo, afligido, e hizo una pausa para recuperarse—. A propósito de lo que sucedió con Blaikie…
—No termines la frase —dijo Marcus—. Lo entiendo.
—¡No, no lo entiendes, Marcus! Mientras sujetaban a Bob para que no iniciara una pelea en el vestíbulo, Blaikie me llevó a un lado. ¡Me dijo que si no aceptaba irme a Harvard en ese mismo instante, tenía los medios necesarios para relacionaros a Bob y a ti con las catástrofes y hacer que os detuvieran!
—Está mintiendo.
—Pero Agassiz está dispuesto a escucharle, y a nosotros no —dijo Edwin—. No vi más opción que consentir.
—¿Fuiste con él a Harvard?
—Me monté en el coche con él. Por un momento, lo confieso, Marcus, sentí que me invadía una sensación de gran alivio. Se había acabado el luchar para que la gente creyera en mí y en mi universidad. Iba a ser otra vez un estudiante de Harvard, con todo el respeto que eso significa. Pensé en mi padre y en lo que le gustaría. Pero todo eso duró un minuto; enseguida me di tanto asco a mí mismo y me dio tanto asco Blaikie que no pude decir una palabra. Entonces Blaikie empezó a preguntar por ti. Preguntas sobre tu temperamento, tu modo de ser, y así sucesivamente, como si acabaras de caer del cielo. Marcus, me di cuenta de que te tenía miedo. Demasiado para cumplir alguna vez sus amenazas contra Bob y tú. Le dije al conductor que me dejara salir y volví a casa andando. Aunque, al principio, Bob se negaba a hablar conmigo, al final le abordé en la calle y me perdonó con un gran gesto.
»Mi madre y mi padre se enteraron de todo lo que ha ocurrido en el Instituto y de que he rechazado una oportunidad de volver a Harvard. Como es natural, creen que estoy sufriendo algún tipo de crisis nerviosa —continuó, sonriente—. Confían en que las aguas, aquí, me repongan la salud. Ven, vamos a seguir hablando ahí fuera.
—¿Dónde vas ahora, Edwin?
—A desayunar en la veranda. Ven con nosotros. Mi familia es aburrida, pero los bizcochos de semillas son estupendos.
—¿Les molestaría que te saltes el desayuno?
La expresión de Edwin adquirió una tristeza inexplicable.
—Supongo que no les molestaría. ¿Es algo muy importante, Marcus?
—Corro peligro de que me vean si salgo. Debo hablar contigo en este momento.
—Marcus, ha ocurrido algo nuevo, ¿verdad? Tienes que decírmelo.
—Te lo diré. Tampoco quiero que tu familia sienta demasiada curiosidad, amigo mío. Desayuna con ellos. Pero come rápido.
Cuando Edwin se reunió con Marcus quince minutos después, siguieron su conversación en la biblioteca del hotel, a puerta cerrada.
—Prepárate, Edwin. Hammie es mucho más ingenioso de lo que podíamos imaginar. Se ha convertido en una especie de vampiro de la tecnología. Incluso ha construido una nave submarina. No funciona, pero en cualquier caso es impresionante, y lo ha hecho en sus ratos libres. ¿Te acuerdas de que siempre parecía aburrido en Tech? Lo estaba. Creo que tenía una necesidad constante de encontrar nuevas formas de ocupar la mente.
Edwin se puso nervioso al ver la admiración de Marcus por la inteligencia de Hammie, pero no tenía más remedio que estar de acuerdo.
—Cuando estábamos en segundo, me encontré una vez a Hammie en la ópera. Estaba allí, Marcus, asistiendo a la representación y al mismo tiempo ocupado con sus notas y sus deberes. Luego, en otra ocasión, Bob me arrastró a uno de sus burdeles favoritos y allí estaba otra vez Hammie, con una joven medio desvestida a un lado y un libro científico al otro. Yo sabía que, por muy trabajador que yo fuera y muchas horas que estudiase, nunca podría superar a un tipo que hacía ejercicios de geometría analítica tridimensional entre actos de Fra Diavolo o, bueno, otros entretenimientos más personales. ¿Qué es lo que has descubierto, para ser exactos?
—¿Recuerdas a Joseph Cheshire?
—Sí.
—Era Hammie quien estaba conmigo el día que él vino al Instituto. Aparte de Runkle y de mí, él fue la única persona que oyó las amenazas de Cheshire contra nuestro grupo.
—Pero no podía saber cuál era el significado de las palabras de Cheshire ni quién era.
—Eso pensé en su momento. Pero anoche, cuando estaba en su casa, Hammie pronunció su nombre.
—¿El de quién?
—El de Cheshire. Y él nunca nos lo dijo.
—Pudo leerlo en el periódico después de que muriera Cheshire, como tú.
Marcus reconoció la posibilidad.
—Pero creo que no es eso, Edwin. Y Hammie estuvo en el despacho privado de Runkle antes que yo, y Runkle, o «tío Johnny», como le llama Hammie, le reveló que él también había oído lo que había dicho Cheshire. Todo eso, el mismo día que estalló el cajón de Runkle que casi nos vuela la cabeza.
—No pensarás que Hammie… —Edwin se detuvo y meneó la cabeza—. ¿Por qué?
—Para protegerse de las investigaciones de Cheshire. En el ático de la casa de los Hammond encontré sus apuntes de Tech, páginas y páginas con fórmulas y combinaciones químicas relacionadas con la preparación de los tres desastres. ¡Edwin, el baúl que tenía en su ático era idéntico al que encontramos con los trozos de hierro y los cables electromagnéticos en el fondo del mar! Luego, en un cobertizo, encontré su hombre de vapor: acuérdate de su idea de construir una máquina con forma de hombre para hacer los trabajos pesados.
Edwin escuchaba con la boca abierta.
—Sí, me acuerdo. Pero ¿qué tiene que ver eso con lo otro?
—Que partes de su armadura estaban hechas con los trajes mecánicos que construimos para nuestra expedición submarina. ¡Fue él quien cogió los trajes!
—¡No!
Marcus asintió y prosiguió.
—He estado dándole vueltas toda la noche. En el lateral de su yate, el Grace, hay unos rasguños como los que podrían hacerse al bajar un baúl tan lleno de una carga pesada (por ejemplo, hierro) que fuera imposible bajarlo recto incluso con la ayuda de un garfio. Edwin…
—¿Sí?
Marcus parecía incómodo.
—Edwin, hice mal en daros la espalda a todos vosotros en nuestro laboratorio. A los Tecnólogos. Siento haberos abandonado.
—A veces debes soltar las riendas de tu tiro, antes de que se desboque y te controle a ti.
En ese instante, el telegrafista llamó a la puerta y, cuando le dijeron que entrara, entregó a Marcus un mensaje y se inclinó ante Edwin, el verdadero huésped del hotel.
—¿Qué pasa, Marcus? —preguntó Edwin, al ver que su amigo desplegaba el mensaje y cerraba los ojos con gesto sombrío.
—Es él. Es Hammie —dijo, con un tono de callado asombro que se contradecía con la enormidad de las palabras—. Hammie es el experimentador.
—¿A qué te refieres? ¿Qué dice el telegrama?
Marcus contó a Edwin que, después de dejar una breve nota a Hammie diciendo que tenía que volver a Boston, había enviado un telegrama a Daniel French, el alumno de primero al que había estado ayudando en Tech. Le pedía que se enterara de quién había sido el dueño del laboratorio privado que se había derrumbado sobre ellos.
—Pero ya habíamos intentado averiguarlo —dijo Edwin.
—No. Intentamos, sin éxito, encontrar el nombre del inquilino, pensando que lo importante era quién ocupaba el laboratorio. Lo que le pedí al señor French fue que preguntara en el registro municipal quién era el dueño del edificio. Hammie pudo saber con exactitud qué laboratorios estaban vacantes y cuándo, porque ese edificio, como otros de ese barrio, son propiedad de la Corporación Hammond.
Edwin se quedó mirando el mensaje mientras meditaba sobre todo lo que acababa de oír.
—¿Por qué?
—Podemos especular. Se sentía aislado de otros estudiantes, aburrido hasta enloquecer por el trabajo de clase, humillado por su padre y sustituido por un obrero de fábrica (mi amigo Frank) durante una guerra en la que pensó que podría haber demostrado su valor y su heroísmo. ¿Por qué lo hizo? Para demostrar que podía hacer más de lo que nadie se esperaba. Para demostrar a todo Boston y al mundo, y sobre todo a su padre, que el conocimiento es poder, y que él tiene más conocimientos de los que nadie puede imaginar, que tiene la potestad de conjurar una tempestad en una tetera.
—Y si tienes razón, Marcus, ¿entonces qué? ¿Qué debemos hacer?
—Si fue él quien hirió a Agnes, entonces que el cielo proteja a Chauncy Hammond, hijo, de mí.