—Me ha costado dos años y cinco o seis diseños de prueba —explicó Hammie—. Compré una torpedera que habían construido durante la guerra pero nunca funcionó y basé mi nuevo diseño en otros sobre los que había leído de Alemania y Francia. Solo que con grandes mejoras, por supuesto.
—¿Puede permanecer bajo el agua? —se asombró Marcus ante la audaz máquina que cabeceaba en el mar.
—¡Casi tres horas! —presumió Hammie mientras ataba la nave al yate—. Tiene diez metros de largo y pesa cinco toneladas. ¿No es increíble?
—Nos habría venido bien hace poco —dijo, más a sí mismo que a Hammie, que no le prestó atención.
—Ven a bordo —le dijo Hammie sonriente—. Nunca has visto una nave como esta. Tenía pensado bautizarla Brobdingnag, pero la he llamado White Whale, la ballena blanca, por Moby Dick —cuando vio que Marcus no parecía saber de qué hablaba, añadió—: Herman Melville. Se publicó cuando éramos niños. Casi todos los escritores de estos últimos tiempos son meros malabaristas de palabras, pero el señor Melville, no.
—Creo que una ballena se asustaría al ver acercarse esto, Hammie.
—¡Seguro que tienes razón! Tengo la White Whale guardada dentro del Cuerno del Surtidor, que es el nombre de esa cueva, para que nadie la toque mientras la perfecciono. Todo el mundo en esta zona sabe que el Cuerno se inunda sin avisar, así que nadie se mete por miedo a ahogarse. ¿Te sorprende? Las máquinas inspiran un extraño terror en el alma humana, como si fueran un Behemot vivo y coleando; es algo que escribió Melville.
—¿Te lo sabes de memoria?
—Suelo recordar lo que leo —comentó Hammie sin mostrar ninguna vanidad por ese talento—. ¡Entra a ver los controles!
—Creo que preferiría subir en globo que verme atrapado bajo el agua en el vientre de acero de esa cosa, Hammie.
—¡Tonterías! Ven, te reformaré en un abrir y cerrar de ojos.
Marcus entró con cautela en el aparato y se sentó en algo que parecía un enorme sillón. Hammie le mostró cómo mantener y dirigir la propulsión de la nave con varias bombas y llaves.
—Esta de aquí, esta manivela, maneja la hélice de la torpedera. Es mejor ir hacia delante que hacia abajo. Cuanto más baja, más tarda en subir. ¿Mansfield?
Marcus estaba mirando por una ventana que, desde fuera, le había parecido como el ojo de un tiburón gigante.
—Era guapa —dijo Hammie.
—¿Quién? —preguntó Marcus.
—La vi cuando la llevaban a la enfermería del convento católico. La chica irlandesa. Era guapa. Muy guapa.
Marcus pensó que era su manera de decir que lamentaba lo que le había ocurrido a Agnes. Por muy absorto que pareciera Hammie en su propia introspección, se había dado cuenta de la pena de Marcus.
—Gracias, Hammie.
—En la ópera vi a otras jóvenes que parecían buscar tu atención —dijo Hammie con un interés paternal—, pero sé que un corazón atribulado no quiere con facilidad. ¿Dónde te gustaría ir a continuación, Mansfield?
—¿Podemos ir con esto a ver el faro del que me hablaste?
—Al faro, pues.
Mientras Hammie hacía una serie de ajustes en los controles, Marcus se atrevió a preguntar:
—¿Tú has estado enamorado alguna vez?
—¡A los veintiún años, desde luego que lo he estado! —dijo Hammie en tono ofendido—. Ella también está enamorada, pero de otro.
—¿Quieres decir que la chica que te gusta ya tiene novio? Lo siento, Hammie.
—¡Bueno, no es fácil competir con Bob Richards!
Marcus se asombró del comentario.
—¿A qué demonios te refieres?
—No me digas que no lo notas cuando están los dos juntos en el laboratorio.
—No pretenderás decir que estás hablando de Bob y Ellen Swallow, ¿verdad, Hammie?
—¡Lo pretendo y lo digo! ¡Está tan claro como el agua! Ella le daría su corazón en cuanto él mostrara el menor deseo. Es una criatura extraordinaria, a la que la mayoría de la gente nunca comprenderá. ¿Crees que ve más allá de la imagen de golfo que ofrece Richards hacia fuera? Veamos, ¿estás listo para el lanzamiento?
De pronto surgió de la zona de la hélice un sonido como si alguien aullara que impidió a Marcus seguir preguntando a Hammie sobre su increíble revelación. La máquina descendió varios centímetros a toda velocidad.
—¡Otra vez no! ¡Una fuga! Bueno, ya ves, Mansfield, no he conseguido todavía que funcione más de unos pocos minutos sin empezar a… —de repente se ruborizó y dejó sin terminar la frase.
—¿Hundirse?
—Solo tengo que hacer unos cuantos ajustes sin importancia, la verdad. Rápido, ayúdame a llevarla de vuelta al Cuerno del Surtidor —dijo en tono más urgente—, o saltaremos como corchos de botellas de champán en un minuto.
Después de maniobrar la White Whale hacia su refugio, prosiguieron sus exploraciones a pie.
Durante los días posteriores, Hammie enseñó a Marcus todos los caminos y rincones ocultos de la península. Nahant era un lugar tranquilo. No existía una plaza bulliciosa en medio del pueblo. Había unos cuantos hoteles y viejas casas marrones en la costa, pero la mayoría de sus residentes preferían el retiro. No era uno de esos lugares de veraneo que vivían del torbellino social. Nahant era el sueño de un océano y un cielo sin adornos; no de una gran belleza, pero sí recogido.
Estaba asimismo sujeto a violentas tormentas que se podían ver venir de alta mar, y hubo una especialmente repentina que entró una tarde desde el este y los obligó a volver corriendo por las rocas hasta la casa familiar. Se dispusieron a esperar a que pasara el frente, que continuó durante dos días. Hammie entretuvo a su amigo enseñándole una alfombrilla de acero para limpiarse las botas que había inventado; pasaron horas observando sus dos serpientes verdes, a las que había entrenado para que se le enroscaran en el cuello; y en un edificio aparte de la casa, Hammie le mostró una gran variedad de fusiles —entre ellos un Whitfield que, según él, era mejor que un French o un Enfield, con balas más pesadas y una mira— y un amplio surtido de material deportivo de primera calidad. El tercer día, los dos estudiantes jugaron a las damas y a las cartas en la terraza cubierta, mientras miraban las cortinas de agua que caían sobre el mar y se iban acostumbrando a unos truenos que hacían temblar la tierra. Hammie se concentraba en cada jugada de cada partida como si su vida dependiera de ella y tenía una enorme sed de conversación, pero, a pesar de ello, Marcus se sentía a veces abrumado por la soledad.
Sin darse cuenta del todo de lo que hacía, se reclinó en una cómoda hamaca mientras esperaba la siguiente jugada de Hammie. Al despertarse, vio que estaba solo en la terraza y en el interior no encontró más que a algunos criados. La lluvia había parado. Marcus subió al dormitorio de Hammie, donde examinó la enorme colección de libros científicos, en su mayoría en lenguas extranjeras. Vio una cuerda que colgaba sobre él y tiró para abrir la trampilla de entrada al desván.
Después de encender una vela, subió y entró a gatas en la habitación de arriba, al tiempo que recordaba las historias de Hammie sobre el laboratorio secreto que había empezado a construir allí cuando era niño. Clavada en la pared estaba la misma lista que había escrito Edwin de proezas científicas imposibles, copiadas en letra de Hammie y con la inicial «H» al lado de cada punto. Al final de la hoja, Hammie había añadido: «Hacerles tragarse sus palabras». Debajo, sobre un baúl, advirtió varios montones de apuntes de clase y, curioso, decidió examinarlos más de cerca.
Esto fue lo primero que le llamó la atención: las notas eran de una complejidad bellísima, no los típicos apuntes de clase. Hammie extraía conclusiones que iban mucho más allá del alcance de sus experimentos. Y había algo todavía más extraordinario: todas las notas que estaban encima del montón —hojeó más apuntes, cada vez más deprisa, hasta que las fórmulas empezaron a bailar y transformarse en su cabeza— se referían a otros temas. Desviación magnética. Los usos del bario. Dobles fluoruros. Cloruro de cal. Temas que habían tenido en la punta de la lengua en todo momento durante las últimas semanas. Temas directamente relacionados con las catástrofes que habían sacudido Boston y alterado la vida de Marcus.
Luego se fijó en el baúl y dejó caer los papeles que estaba mirando. Bajó a toda prisa del ático y salió al cobertizo, donde rebuscó entre los fusiles. Al coger uno, un destello de metal le llamó la atención y entró más hacia el fondo del cobertizo para investigar. Lo que encontró parecía un esqueleto humano monstruoso, colgado de la pared por las muñecas, con un sombrero de seda sobre la cabeza.
Se acercó con cautela. La figura estaba hecha de hierro y otros metales. Debía de tener casi dos metros y medio de altura, las piernas llenas de manivelas y palancas, el pecho restallante de válvulas y rejillas, todo ello cubierto en parte por una especie de traje que Marcus tuvo que tocar con los dedos para creérselo.
—Lo cogió él —se dijo a sí mismo.
El sombrero del monstruo, visto de cerca, rodeaba un tubo para dejar escapar el vapor. El rostro estaba moldeado en imitación de unos rasgos humanos, con un bigote y unos falsos dientes que formaban una sonrisa amplia e inocente; en el centro de la dentadura había un silbato de vapor. ¡El hombre de vapor! La máquina a imagen y semejanza del ser humano, con el cuerpo de un motor de vapor, que Hammie había descrito y dibujado en una de las exposiciones del Instituto y que tanta consternación y desaprobación había suscitado.
Volvió corriendo a la casa y subió al dormitorio de Hammie, donde sacó su bolsa de viaje, desarmó el fusil en piezas y las metió dentro. Oyó la puerta de la calle que se abría y cerraba.
—Mansfield, amigo, ¿estás aquí? —era Hammie, en una repentina imitación de Bob Richards.
Corrió al ático y volvió a colocar los papeles de Hammie más o menos en orden; luego se dejó caer y cerró la trampilla justo segundos antes de que Hammie entrara en la habitación.
—Estás ahí —le saludó Hammie, con su peculiar sonrisa que, en ese momento, parecía como si acabara de oír un chiste demasiado vulgar para repetirlo—. Debes de estar muerto de hambre. El cocinero acaba de llegar de su casa para hacer la cena, sopa de pescado, como de costumbre, supongo.
—Gracias, Hammie.
—Estaba pensando, Mansfield, cuando estaba fuera… Por cierto, señor Van Winkle, duermes como un lirón, ¿eh?… He hecho ciertos ajustes en la White Whale y me la he llevado a un lugar más protegido por ahora, por si vuelve el temporal. Como te decía, estaba pensando, Van Winkle, que es una pena lo de la Sociedad de los Tecnólogos. Y una pena lo del Instituto. No puedo ni imaginar qué voy a hacer ahora. ¿Pasa algo, Mansfield?
—Nada —contestó demasiado deprisa.
—Ya sé —prosiguió, mientras se secaba el cuello y el pelo con una toalla— que has estado toda la semana pensando en esa pobre chica, la señorita Turner.
Marcus asintió.
—Alguien vengará lo ocurrido —continuó en tono abstraído—. ¿Recuerdas lo que nos dijo?
—¿Quién?
—Ese hombre, ¿cómo se llamaba? Joseph Cheshire. El hombre que había delante del Instituto. «Soy el ángel vengador y mi lengua es mi espada llameante». Parece sacado de un sermón de la Biblia. ¿Sabes que yo iba a la iglesia todos los domingos desde que era niño, incluso cuando estaba más enfermo?
—Sí, Hammie, ese era su nombre. Joseph Cheshire.