XLVIII
Nahant

—El agua más caliente para nadar está por ahí —dijo Hammie, mientras señalaba con la caña—. ¿Te gusta nadar?

Marcus dijo que sí. Hammie mostró una amplia sonrisa, era evidente que de alivio.

—A veces, Mansfield, durante el verano, el agua en Nahant está casi hirviendo. Las olas rompen con violencia contra la costa. ¡Incluso arrastran a algunos visitantes! Pero no hay de qué preocuparse, porque estás conmigo —dijo con total seriedad.

Marcus respondió que se alegraba de ello.

Habían tomado juntos el tren en Boston hacia el norte, treinta minutos y unos diecinueve kilómetros de recorrido, y luego habían contratado un coche en la terminal de Lynn hasta la península rocosa. La familia Hammond tenía una casa cerca del extremo oriental y más de moda de Nahant, y estaba previsto que el señor Hammond viniera de la ciudad unos días después, dependiendo de sus obligaciones en la fábrica, que se habían multiplicado tras los daños causados en sus edificios por las espantosas explosiones de las calderas.

Hammie y Marcus habían salido casi nada más llegar a navegar en el más pequeño de los dos yates de placer atracados cerca de la casa. A Marcus le sorprendió ver lo contento que estaba Hammie con su compañía, pese a su actitud sombría y taciturna, pero se le ocurrió que el mero hecho de tener a alguien era suficiente novedad para constituir un entretenimiento.

—¿Ves aquello, Mansfield? —su anfitrión señalaba una fila de rocas planas que sobresalían hacia el agua—. Cuando era niño, era un chico muy aburrido. ¿Te lo puedes creer? No había forma de arrancarme de los libros.

—No has cambiado tanto.

Hammie soltó una risa gorgoteante.

—Mis padres me obligaban a salir. Así que salía. Me sentaba en esas rocas resbaladizas, pero conseguía sacar un libro oculto en la ropa a pesar de ellos, a veces incluso dos, por si me acababa el primero. Un día, sentado en esa roca del centro, oí decir a uno de los criados que no se esperaban que yo viviera más allá de los diez años, porque era un niño débil y pálido y me negaba a comer carne, y lo único que hacía era leer mis libros y coleccionar sellos de correos y monedas. Limpiaba cada moneda con un cepillo de dientes rígido y una buena solución de ácido oxálico.

Se detuvo en espera de una reacción. Marcus asintió, y a su extraño interlocutor le pareció suficiente muestra de aprobación.

—Nunca dije nada de lo que había oído. Seguro que, si hubiera hablado, habrían despedido sin contemplaciones al criado. Y no quería que hicieran eso. Quería que se tragase sus palabras. Empecé a navegar, a escalar y a trabajar en la granja de mi abuelo. Comía hasta las carnes más exóticas y disfrutaba de ellas. ¿Y sabes qué pasó, Mansfield?

—¿Qué?

—Que viví, Mansfield —dijo con una gran sonrisa—. Cuando completaron la instalación de la línea de telégrafo a través del Atlántico, encabecé una procesión con todos mis primos en torno a la granja como celebración. ¿Y sabes qué? Fui el último en cansarse de andar. El verano pasado, estuve diez días escalando las Montañas Blancas.

Hammie relató un incidente de cuando era niño y fue con sus compañeros de colegio a una conferencia del profesor Fowler, uno de los dos hermanos Fowler que estaban popularizando la seudociencia de la frenología. El conferenciante le llamó al escenario, pasó la mano por su cabellera rebelde y dijo:

—Este chico tiene cabeza para la ingeniería, y un día incendiará el río.

Poco después, Hammie había buscado a un perro perdido por medio Nahant, consciente de que le proporcionaría al menos cinco dólares de recompensa de la familia agradecida. Sin decirle nada a su padre, compró una caja llena de tubos de cristal y frascos y puso en pie un pequeño laboratorio en el ático de su casa.

—Esos fueron mis verdaderos comienzos en las ciencias. ¿Y los tuyos, Mansfield?

—Mi tía era dueña de una pensión en Lawrence y, cuando era niño, consiguió que me dejaran visitar una de las fábricas. Me separé del grupo y descubrí que, cuando ponía mis dedos cerca de una de las correas principales, podía provocar una corriente de fuego eléctrico de entre siete y diez centímetros de larga. Cuando movía la mano, la corriente eléctrica también se movía. Enseguida llegó el capataz y me sacó de allí, pero yo ya había comprendido que el que tenía el control era yo, no la máquina. Nunca olvidé aquella sensación.

»¿No luchaste en la Guerra de Rebelión?

El escenario y los acantilados de Nahant habían permitido a Marcus mantener la mente alejada de temas deprimentes, y no tenía la menor intención de hablar de la guerra.

Hammie tomó el silencio como un sí y asintió con un gesto de camaradería reflexiva.

—Mi padre no me dejó ni pensar en presentarme voluntario. Dijo que era demasiado joven y demasiado frágil, y pagó a tu amigo Frank para que me sustituyera y no me llamaran a filas. Pero, cada vez que llegaba un tren a Boston lleno de hombres heridos, yo veía cómo los sacaban y nunca cerraba los ojos, por horribles y desfigurados que estuvieran. Cuando mi primo estaba de permiso, me probaba su uniforme, y te aseguro que me estaba como si me lo hubieran hecho a medida. Me dejó que me lo quedara después de la guerra. Por cierto, ¿es verdad lo que cuentan de ti?

—¿Qué?

—Que tu padre te abandonó cuando no eras más que un niño. Qué triste debe de ser, Marcus, el sentimiento de estar solo en el mundo.

Marcus le clavó la mirada.

—Seguro que no sabes cuántas agallas caben en un barril de doscientos litros —antes de que Marcus pudiera contestar, respondió él mismo—: 1.760.

Marcus comprendió mejor que nunca por qué a los demás alumnos de Tech les resultaba difícil hacer con Hammie nada fuera de las clases. En el trayecto de tren desde la ciudad, Hammie había contado los raíles durante casi una hora. Pero su aire apartado e imaginativo no irritaba a Marcus tanto como a muchos otros; ni siquiera la mención de su padre, que no había sido mala intención, sino más bien un dato de observación. Resultaba tan difícil permanecer enfadado como ser buen amigo de Hammie. Al menos era sincero y muy inteligente, y esas eran unas cualidades que a Marcus le permitían mostrarse tolerante.

Hammie, entusiasmado, atrapó tres peces y los devolvió al agua, igual que los que había pescado Marcus. Luego, después de una hora de nadar con gran energía, Hammie se subió a una gran roca oscura que ensombrecía el mar.

Se sacudió el agua de su espeso cabello.

—Vuelve al barco un minuto, Mansfield.

—¿Dónde vas?

—No me sigas. ¿Entiendes?

Hammie trepó sobre un puente de rocas recortadas hasta la boca de una cueva, pero a Marcus no le apetecía volver al barco. Después de esperar refrescándose en el agua durante lo que le parecieron veinte minutos, subió a la roca para ver mejor. La marea había subido, y al cabo de unos instantes la entrada de la cueva estaba totalmente inundada y le salpicaba agua salada hasta la boca. La brisa removía su cabello húmedo y se sentía a mil kilómetros de todo.

—¡Hammie! —llamó—. ¿Estás bien?

Oyó el eco de su voz, pero no hubo respuesta. Se acercó más a la cueva. Pensó entrar nadando, pero el agua seguía subiendo.

—¡Hammie!

Las olas chocaban contra las rocas y ahogaban sus gritos. Tal vez Hammie conocía otro camino para salir de la cueva. Marcus volvió a lanzarse al agua y, a pesar de la corriente que le arrastraba en la dirección opuesta, llegó hasta el barco anclado. Iba a tratar de navegar hasta el otro lado de la cueva para buscarle.

Mientras subía por la escala que colgaba de la barandilla, admiró la belleza del yate y sus inmaculados accesorios. La única señal de desgaste era una serie de rasguños en la pintura del costado. Incluso las letras del nombre tenían una elegancia excepcional. Grace. Resultaba apropiado para el pequeño yate.

Tras varios minutos de preparar el barco, Marcus volvió a mirar hacia la cueva, que a estas alturas estaba totalmente inundada, y decidió tocar la campana de petición de auxilio a bordo. Pero antes de hacerlo, le interrumpió otro ruido. De la cueva salió, en línea recta, una corriente de espuma y burbujas. La superficie se abrió para dejar paso a un bulto grande y blancuzco por cuyos costados de extraños surcos chorreaba el agua.

Mientras miraba, el bulto dio un brusco giro y disminuyó su velocidad para detenerse junto al barco. Con un ruido metálico, una escotilla empezó a girar en la parte de arriba. Se abrió la cubierta de hierro y asomó el cuello de su compañero de estudios.

—¿Sorprendido? —preguntó Hammie, mientras subía de debajo de él el zumbido de los motores y las hélices—. Siempre sorprendo a todos los que encuentro antes de acabar.