La joven estaba rezando a la Virgen María y esperando con paciencia a que el pan se empapara de leche. Llevó el pan ablandado a la cama y abrió con suavidad los labios de la paciente para introducírselo con cuidado en la boca y moverle la mandíbula arriba y abajo hasta que masticó y tragó todo el pan. Con la otra mano, enjugó la frente de la joven con ayuda de un trapo blanco limpio.
—Santa María, abogada y patrona mía, ruega por ella —susurró la cuidadora con el rostro levantado, de rodillas junto a la cama. Luego estuvo cinco minutos rociando de agua bendita el rostro y el cuerpo de la muchacha.
—Madame Louise —era la madre superiora, Alphonse Marie, que había entrado en la enfermería desde el despacho adjunto.
La otra monja inclinó la cabeza ante su superiora.
—¿Cambios? —preguntó la mayor en francés. Muchas de las monjas, pese a llevar años en Estados Unidos, no habían aprendido más que unas cuantas palabras básicas en inglés y hablaban solo en francés.
La hermana Louise negó con la cabeza.
—No.
—Él está fuera —dijo la madre superiora.
—¿Todavía?
—Eso me temo.
—¡Lleva tres horas ahí! Quizá…
—No —interrumpió la madre superiora antes de que la monja más joven pudiera acabar la frase—. Madame Louise, sabe que debemos seguir nuestras normas sin excepción en todo momento. Al fin y al cabo, no sabemos si ese… camorrista, ese rufián del Instituto es responsable en parte de lo que le ocurrió a esta pobre doncella. Si no se va de inmediato, llamaré a la policía para que lo detenga.
—Sí, madre superiora —Louise sabía que eso no iba a pasar. Había pocas probabilidades de que los miembros de la policía de Boston, en general, ayudasen a las Hermanas de Notre Dame.
—Debo regresar a mi clase —dijo la madre superiora—. Las niñas están aterrorizadas. ¿Se va a quedar?
—Me gustaría rezar un poco más.
La madre superiora le indicó con un gesto que le daba permiso.
—Rece por todo Boston, Madame Louise.
* * *
Acababa de volver de la pensión de Frank. Para su sorpresa, la locuaz patrona le había dicho que, en lugar de recuperarse en la cama, Frank había recibido órdenes de Hammond de volver a la fábrica para ayudar a reparar los edificios dañados.
—¿Qué? —replicó Marcus—. Es increíble.
—Sí, ojalá nunca vuelva a tener alojado a un obrero de una fábrica —dijo ella.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Marcus.
—Tienen demasiada tendencia a sufrir heridas alrededor de esas máquinas diabólicas, y entonces, si se muere uno, ¿quién me pagará lo que me debe por su habitación? Y si no están cojos o tullidos, tarde o temprano despilfarran su salario en tabernas.
—No todos los hombres que trabajan en fábricas son iguales.
—¡Un obrero de fábrica es un obrero de fábrica, joven, y nunca será un caballero! En mi casa busco a auténticos caballeros, pasantes de abogados, por ejemplo. Que además tienen una conversación agradable en la mesa. Voy a poner un anuncio para que vengan más pasantes.
Marcus se disculpó y dejó una tarjeta para Frank, pensando que no tenía fuerzas para discutir. Pasó por Temple Place pero descubrió que Bob tenía razón, había policía delante, detrás, en las ventanas de la casa de Rogers. Era inútil tratar de hablar con él, así que se fue.
Ahora estaba dando vueltas delante de la verja del convento y la Academia de Notre Dame, a unas manzanas del Instituto. Su rostro tenía una expresión de pura determinación, aunque, hasta el momento, había tenido tan poca suerte allí como en la pensión de Frank y en Temple Place.
—Nunca le dejarán entrar.
Marcus se volvió y vio a Lilly Maguire que se acercaba.
—Es una norma estricta. No puede entrar ningún varón mayor de diez años en el convento —añadió la pinche, que se había detenido a unos metros de distancia y no le miraba a la cara—. Salvo la policía y las autoridades, claro.
—Si estoy suficiente tiempo aquí fuera, acabarán dejándome entrar.
—¡Qué va! —dijo Lilly en tono de burla—. Son monjas católicas francesas. Son tan tercas como las cañerías de agua caliente, señor Mansfield, y quizá, si me lo permite, incluso como usted. Lo que quiero decir es que yo que usted no tendría muchas esperanzas.
—Pero usted la ha visto, ¿verdad? Dígame cómo está, señorita Maguire.
Lilly apretó su rosario de cuentas de coral brillantes.
—La pobre Aggie ha caído en un «coma».
—¿Un coma? —a Marcus se le partió el corazón solo de oír la palabra, antes incluso de saber qué significaba.
—Sí. Los médicos dicen que es el nombre de un estado de aletargamiento causado por la presión en el cerebro, o algo parecido. Lo que significa es muy sencillo. La pobre Aggie está dormida y no se despierta. Dicen que hay casos en los que una persona permanece dormida años y luego… a veces se despiertan, cosa que puede ocurrir en cualquier momento, incluso años después, y vuelven a ser como eran. Y a veces no se despiertan, o están completamente cambiadas respecto a lo que eran antes, para siempre. El padre de Aggie había hablado con el ala de inválidos del Hospicio Channing para que la aceptaran, pero el rector Rogers habló con la madre superiora, que aceptó tenerla aquí, en su enfermería. Madame Louise la atiende e intenta aliviarle la cabecita, y la llama su maravilla durmiente de Dios.
—Solo quiero verla. Aunque sea un minuto —Marcus casi se dejó caer al suelo y se apoyó en las agujas de la verja—. Si hubiéramos tenido tiempo de resolverlo, habría estado a salvo.
—¿Qué?
Marcus la ignoró.
—¿En qué habitación está?
—¿Está tan loco como parece? Ya le he dicho que nunca le van a dejar entrar. ¿Piensa escalar el muro, Romeo?
—¿Es una de esas ventanas?
Lilly negó con la cabeza.
—Señor Mansfield, no hay forma…
—¿Va a volver a verla? Por lo menos dígale que he venido. Por favor —casi le suplicaba.
—Señor Mansfield, está en un estado insensible —insistió Lilly.
—Por favor.
La criada pensó en ello. Después de mirar alrededor por si había monjas, alzó la barbilla y le miró a los ojos.
—¿Sabe?, dicen que tiene muchas ventajas, incluso para un protestante, casarse con una chica católica educada en la comunidad religiosa, que son mujeres de lo más dulces y refinadas. Lo digo por mi prima, porque Aggie es demasiado recatada para decirlo ella misma.
—Quizá ponga a prueba su teoría, señorita Maguire.
Lilly le dejó allí solo. Por fin abandonó su puesto junto a la verja una hora después. La hermana Louise, que estaba detrás de una cortina en la ventana, le vio irse por los jardines, con los hombros hundidos en señal de derrota.
* * *
En el Instituto, las clases estaban suspendidas de forma provisional, aunque algunos decían que esta vez iba a ser permanente. Corrían rumores de que ya habían vendido el edificio a una compañía de seguros, que la Commonwealth había anulado los estatutos, que John Runkle, en un arrebato de locura, se había volado en pedazos en su laboratorio, que el rector Rogers había muerto en su biblioteca de Temple Place por un ataque agudo de desánimo o, según otras versiones, que la policía se había llevado al anciano de su casa con las manos esposadas.
De pie delante del edificio, Marcus tenía en la mano una daga y estaba comprobando el filo en la parte más dura de su palma. Suficiente, pero esperó un segundo más antes de apartarla, y vio cómo salía una gota de sangre. Satisfecho, atravesó los terrenos del colegio. Después de pasar la mitad de la noche recorriendo la ciudad de un extremo a otro, pensando en todo lo que había ocurrido, Marcus había recogido sus pertenencias y sus bolsas de viaje de las habitaciones de Bob esa mañana. Mientras acarreaba todo por la calle, se acercó un coche perteneciente a la familia Campbell, con el bello rostro de la propia Lydia asomado a la ventana. Cuando se cruzaron sus miradas, los caballos aceleraron el paso, la cortinilla de la ventana se cerró y el coche levantó barro y polvo. Marcus sintió que se le caía el alma a los pies, no por la tensa sonrisa de la señorita Campbell, a la que no quería volver a ver, sino por Agnes, que era todo lo que no era ella.
Con la daga preparada, Marcus se detuvo en un árbol joven, agarró la rama más baja de las que eran capaces de aguantar su peso, se subió y soltó el muñeco de paja chamuscado de William Rogers. Una vez vaciado el Instituto y rotas numerosas ventanas del edificio en los últimos días, las turbas parecían haber quedado suficientemente satisfechas con el daño causado como para irse, al menos de momento.
—¿Todavía estás aquí? —se acercó Hammie con aire triste, las manos hundidas en los bolsillos, mientras Marcus contemplaba el edificio en otro tiempo tan reluciente—. Yo soy culpable del mismo crimen, desde luego. ¿Qué excusa tienes tú?
—Supongo que no sé adónde ir —dijo Marcus.
—Creía que estabas alojándote con Richards en su pensión.
—No. Ya no.
—Ya veo. Mansfield, puedes venir conmigo una temporada, si quieres.
Él no contestó.
—En realidad, estoy a punto de irme a nuestra casa de campo en Nahant —prosiguió Hammie—. Hay un montón de espacio y es tranquila, si quieres venir. Tal vez sea un alivio hacer un poco el holgazán lejos de la ciudad.
—Puedo imaginármelo —solo unas semanas antes, no habría pensado que fuera un alivio estar con Hammie en ningún sitio. Pero todo había cambiado.
—Se puede navegar, y al cocinero se le da muy bien preparar platos con almejas. Incluso la serpiente de mar viene a la playa a comerse los peces de nuestra bahía cada pocos años —dijo Hammie con una sonrisa—. ¿Qué me dices?
—A lo mejor me necesitan aquí —Marcus tenía la mirada fija en Notre Dame.
—Bueno, Nahant está solo a media hora de Boston, quizá un poco más.
—No quiero ser un incordio —pero sabía que un tranquilo pueblo costero era una opción mucho mejor que volver a Newburyport a enfrentarse al interrogatorio de su madre y su padrastro, que sin duda habría leído los periódicos con las noticias que confirmaban lo que habían sospechado del Instituto en los cuatro últimos años: que su propósito era antinatural, artificial y peligroso, y, lo peor de todo, una pérdida de tiempo para un joven que podría estar ganándose un salario estable con el duro esfuerzo.
—Crees que soy muy poco sociable —dijo Hammie.
Marcus pensó en el extraño comentario, pero se limitó a encogerse de hombros.
—Mi padre siempre dice que debería invitar a más gente. Además, la Sociedad de los Tecnólogos debe permanecer unida de alguna forma, ¿no crees?
La verdad era que el excéntrico desapego de Hammie era muy preferible por el momento al optimismo sin sentido de Bob, que no tenía ya ninguna base en la que apoyarse, el profundo desaliento de Edwin, que le había hecho volver a Harvard, o la inteligencia maldita de Ellen. Todas esas cosas servían solo para recordarle su furia impotente por todo lo que había salido mal, por Agnes.
—Hammie, los Tecnólogos han dejado de existir —arrojó el muñeco de paja de Rogers por el aire, lejos de su antiguo santuario.